sábado, 31 de diciembre de 2022

La novela del Lower East Side: primer vagido de la musa



 (29 de febrero de 2008: primera idea sólida, tangible, primera toma cabal de conciencia??? o primer acercamiento sólido a una idea entrevista desde hace tiempo para la estructura de esta novela. Sensación de un centro de gravedad en torno al cual se aglutinan esos deseos de totalidad. Después de hablar sobre Sexto sueño en dos cursos de Fernando Cros, en la mañana). 

Una calle, un trozo de calle. Nueva York. Fue la lectura de un cuento de Nabokov donde se describe una cuadra, y además la evocación de un ensayo de Virginia Woolf, el de la compra del lápiz. El trozo de calle, la manzana, las fachadas de los edificios: es un pentagrama. Niveles espaciales y temporales. Abres una ventana al mar, bajas a un sótano que puede llevarte al infierno. La luz es pareja. La figura que narra es una especie de guardián. Cortos horizontales, transversales, amplios, miniados, en fin, el mar en el agujerito de esa calle; a lo largo del tiempo cabe la ilusión del mar en un agujerito. La gente que ahí vive, la gente que vivió. Selección aleatoria de los personajes: de ahora en adelante todo sirve. 

Acercamiento a una estructura musical??? La calle se repite en todas las calles del L. East Side, pero muta continuamente. Tiene carácter propio Por algún lado. Pero no y no lo tiene. Quiero dejar constancia, apuntar la fecha y la hora del golpe: 29 de febrero de 2008 a eso de las 3 y media de la tarde. Luego, a las 4 pm, creyendo que pasarían la entrevista que me hicieron Rosa Luisa y Martorell, escucho una entre Rosa Luisa e Iván Thays, moleskine. Habla de un gran ejecutivo que se hizo cocinero. Mi narrador será un cocinero, ¡qué mejor vínculo! Y habrá un músico, no sé si él o el pianista  ruso de Arthurs o si son la misma persona! O THE MODEL MAKER, THE MAP MAKER DE PIGLIA) (El 10 de mayo a la 12:40, cuando ya están escritas las primeras páginas, la vieja y la idea del arrebato hacia el New Amsterdam adelanto u poco. Leí un capítulos sobre sinestesia, el de la imaginación musical y el de brainworms del libro musicophilia. También terminé de leer hoy la horrenda novela de C.. Depresión absoluta y aprovecho la noche para penar. 

Pienso que tommy es sinestésico. Ya hay varios personajes más: el ciego, Cristina Rivera Garza, la viajera, el perrito que levanté de la calle, vaciado de sangre, la criatura más suave que he tocado, lo levanté por las patitas, la cabeza le colgaba, estaba vivo, suave como la gatita, no había muerto. Además leí el cuento la muerte de T con zero, y entendí que hay dos planos de muerte de la muerte, porque son constantes la muerte y el renacimiento: el plano celular, la sopa indiferenciada. Debe haber otro en frecuencia contraria fuera, como el celular, de la experiencia o percepción de la muerte individual. Otra cosa: también está más claro Tommy, el sinestésico, el Rafael Hernández. 

Varios cuentos del caño como el de la mujer parturienta. Me falta definir la acción sintagmática, la que encadena las tramas individuales y las transforma y les confiere un sentido más allá del episódico con esa transformación. Esa función le corresponde a Tommy. ¿Estamos todavía en la calle, o es otra cosa: manicomio, teatro, piezas de una maquinaria que él echa a andar? ¿Hacia dónde, con qué propósito?

(14 años más tarde: las preguntas quedaron en el aire y la novela fue cuento).

domingo, 23 de octubre de 2022

Sopas




La sopa de almácigo sazonada con la miniatura inclasificable abría otra puerta y violentaba los confines de su vida anterior. Apreciaba a plenitud la calidad de los dos caldos, cada uno en las antípodas del otro: el tenebroso jugo de los Alpes bávaros y el exceso sabatino de la pensión de aquella ciudad de brujos. Pero el paladar de Hans era virgen. Él no lo sabía hasta que probó el caldo que se obtiene de la dulce corteza hervida del almácigo. Algo le habían dicho esa mañana sus compañeros de pensión sobre las virtudes de la corteza del almácigo, cuando anuncio su expedición a Las Planadas, pero eran unos charlatanes; podrían estar muriéndose de aburrimiento, y quejarse muy solapadamente de los españoles, y alimentar conjuras que con él no compartían, pero nunca, nunca, dejaban el relajo. El chiste, la broma, la maledicencia. En fin, el relajo.

Hans le da vueltas a la noria del recuerdo inmediato, y repite. El almácigo es la esencia de un medallón. ¿Was? El tronco es rojo, pero tras una corteza que se despelleja la piel es verde.

Morir lejos de la tierra donde se nace, cómo será ese sentimiento, me pregunto yo, Julia, que no salgo de aquí. Quizás un presagio del paraíso o del infierno. Quizás un adelanto de la próxima vida. Hans Adalbert no pensaba en esas cosas, un explorador que se cree moribundo no tiene tiempo. Pero las sentía, como sienten los perros el trance de la agonía.

El sabor real de la sopa de almácigo sazonada con aquella especie no evocaba ni por cortesía de la imaginación las enjundias de la sopa de gallina, no obstante los huevos azules encontrados como piezas de porcelana preciosa entre los matojos de la sierra. Huevos sucios más perfectos en su ronca geometría que las colecciones del rey de Baviera.

(De Los botánicos alemanes, novela).


domingo, 21 de agosto de 2022

Fragmento de novela

 




Hay aventuras del Rey que no he contado, escribiría el Hans que escribo yo, Julia, la mujer escrita. Cuando renunció al matrimonio y a la guerra, el Rey se entregó a la fabricación de sueños en piedra. Estructuras insólitas, pero decepcionantes pues al costo del sacrificio de sus siervos se materializaron; cobraron la vulgaridad de lo posible. Una día –una noche−  aquel paisaje de pinos y lagos y castillos no bastó para proteger la pureza de sus intenciones. Entonces envió a un hombre de libros, el archivero real Hans von Löhrer, en un viaje sin límites previstos, que recorrería medio mundo en busca de una geografía donde Ludwig pudiera fundar un nuevo reino místico que pareciera el montaje de una ópera de Wagner. En las islas Canarias, la patria del botánico Domingo Bello y Espinosa, en la isla volcánica de Tenerife, Löhrer admiró un lugar encumbrado llamado Las Palmas. Su lenguaje reflejaba la unción del cronista a sueldo: “Una zona solitaria, cubierta con arbustos leñosos, pero apta para el cultivo. Desde esas alturas se disfruta una vista magnífica de tal índole que el autor no ha visto jamás nada semejante, A ambos lados, más allá del contorno ondulante de las montañas, se tiene una vista del mar, y se puede ver Palma como si estuviera trazada en el aire, y a Gomera, clara en su silueta, ambas en contraste con el azul encantador del agua”. De Canarias viajó a la costa norte de África, a las islas griegas y turcas, a los alrededores de Constantinopla. En otros viajes, el turista de lo imposible, visitó Chipre, Creta, la Crimea.

El Rey no encontraba en esas notas las misteriosas claves que él mismo deseaba desconociéndolas. Löhrer, un hombre maduro, se vio en la posición de Scheherazada, la cuentera real, a partir de informes de otros viajeros a lugares que no pudo visitar. Informaba sobre Afganistán, una de las regiones ancestrales del opio, en una descripción que revela el estado de esa región maldita por la codicia: “Las estribaciones de Hindu Kish, hacia el sur, se asemejan en algo a nuestro amado paisaje alpino. A ambos lados de la pendiente hay aldeas de gentes amistosas construidas en terrazas. Ahí se cultiva un vino excelente, de reputación en todo el mundo. Los albaricoques, las almendras y una cantidad innumerable de frutos diversos crecen silvestres. El valle que se extiende hacia Kabul es, gracias a la protección de las montañas nevadas, un paisaje de praderas y jardines… ¡Imagínese lo que podría hacerse con tal lugar bajo un régimen organizado!”

El Rey le preguntaba qué decían sus fuentes sobre las siembras de opio, flores rojas al viento, resinas que son un regalo de la madre tierra, y Löhrer confirmaba que, en efecto, que en aquelloa valles y en esas terrazas se encontraban tierras propias para la siembra. Pero que no olvidara el Rey las cualidades, las primeras causas de un reino: que el Rey quedara protegido como en un inexpugnable tablero de ajedrez del capricho de las estaciones y de los desvaríos de la naturaleza, de la maldad y la ambición de los hombres y de todo género de necesidades.

Löhrer rindió otros informes sobre lugares en Brasil, las islas del Pacífico, Persia, Noruega, evaluando sus perspectivas como emplazamiento del nuevo reino de Lohengrin sobre la tierra. Así se fue conformando la admirable repetición de las 1001 noches que el astuto Löhrer le trasladaba al Rey, mientras este aspiraba la pipa de kif, o ingería dosis extraordinarias de láudano que hubieran matado a un hombre frágil. Desde luego, habría que comprar tierras, hacer trámites con los consulados alemanes, algo que no debe preocupar a un monarca, para eso están los funcionarios y las influencias, insistía machaconamente Löhrer, mientras el rey jugaba con fuegos artificiales.

Pero en verdad no había un lugar en el mundo que no estuviera bajo alguna bandera, que no fuera propiedad de alguien. Incluso las tierras realengas requerirían la intervención de consulados alemanes ante monarcas parientes y amigables para que permitieran el asentamiento del nuevo reino.

Estas nuevas al fin parecieron cerrar el ciclo de Ludwig. La patria chica era detestable con sus paisajes pintorescos y sus pueriles castillos de piedra. Olvídalo todo Löhrer y retírate a jugar con tus nietos. Se te están cayendo los dientes, le dijo una noche, con una sonrisa que dejó al descubierto  sus propios dientes podridos.

Lo que se desconoce es que el rey, con la duplicidad de sus facultades reales, desconfiaba de sus edecanes, ministros e incluso del docto archivero que le inventaba cuentos geográficos. De manera que se le ocurrieron otros emisarios cuando empezó a aburrirle el relato del viejo Löhrer. En otras palabras, le fue infiel a su propio deseo materializado en el docto, persistente y simple Löhrer.

El emisario fui yo, Hans, el jardinerito cojo; un premio a mi cómica inteligencia y conocimiento íntimo de las plantas. Me destinó a un punto que quizás la imaginación de Löhrer visitó en una de sus escalas, el Caribe, un mar con mil islas. A mi encomienda, además de encontrar el lugar del reino, se sumaba otra aspiración del Rey, que odiaba a su madre vulgar y detestaba las guerras, y que ya se hastiaba de una idea que acabara con el dolor de la violencia. Una planta que desarmara legiones de soldados agresores, acobardados, carne sin nombre, un arma que acabara con todas las guerras.

(Fragmento de Los botánicos alemanes, novela a punto de parto, escrita por Marta y sus auxiliares). 

jueves, 11 de agosto de 2022

Raquel En Mallorca


 

La muerte feliz de William Carlos Williams / Marta Aponte Alsina

Librería La Biblioteca de Babel. Palma, miércoles 22 de junio de 2022

por Aránzasu Miró

 Estos días tan activos de periplo por España, escuchaba a Marta Aponte en una emisora de radio hablar del proceso de investigación que le ha llevado a escribir esta historia (feliz) de la madre de William Carlos Williams. Porque, nos guste o no, como 'madre de' es como yo la he encontrado en internet. Claro que me ha maravillado... esos ¿doscientos libros de y sobre William Carlos Williams que dice ha investigado, esa biografía que su hijo poeta le escribió... de la que parte la historia... lo veremos en el propio libro...

Y si me ha fascinado escuchar todo eso, más me fascina pensar que, a Marta Aponte, la ha traído hasta Mallorca un propósito que podría, de igual manera, concluir en un libro/homenaje semejante.

Dejemos que sea ella quien nos cuente qué la trae a Mallorca en este viaje trasatlántico que de Barcelona a Madrid la ha traído hasta Palma. Pero yo añado que si se materializa, como espero, en una novela, a tenor de la estela de la lectura de la que hoy nos convoca, podemos conseguir una buena versión de nuestra isla en la gran literatura. La esperamos.

Lo que Marta Aponte Alsina ha hecho con la historia de Raquel Hoheb en el libro que nos convoca, esa "La muerte feliz de William Carlos Williams", es mucho más que contar su historia.

Reivindicar su figura ya estaría bien; pero el libro, eso, lo supera en mucho.

No es su historia, ni su ciclo vital, ni la despedida de su vida: es una reflexión sobre el cambio, la tenacidad, la fuerza personal, y una reivindicación de valores de vida y de mujer que, en su vigor y autenticidad, sorprenden. Porque la obra, que se ubica de partida en el año 1949, nos sitúa en realidad a finales del siglo XIX, y con esta mujer sorprendente recorreremos el mundo para entenderlo, desde la visión de una mujer que quiere tomar las riendas de su vida, y que reflexiona sobre las decisiones que toma. Hasta llegar a ese mediado siglo XX, que para Raquel ha dejado de tener importancia. De la isla caribeña de que parte, al París de la Exposición Universal de 1878 (el París de las demoliciones y las anchas avenidas) donde se forma y se afianza, al nuevo mundo que le abre las puertas en Nueva York y donde se instala definitivamente en Rutheford, Nueva Jersey: la ciudad donde hace su vida de casada, donde nacen sus hijos, donde sus expectativas de mujer y artista se funden en la nada de la familia y el lugar que la acoge, y donde morirá ella misma, pero también su hijo, el poeta modernista que nos servirá de enlace para esta historia.

Una historia que es mucho más que eso, porque es también la semblanza, el ciclo vital de la propia autora: esta Marta Aponte que interpela y busca a su propia madre y sus orígenes en ese Puerto Rico que reivindica, el punto de partida y de referencias vitales de Raquel Hoheb Williams y de ella misma.

Pero si la historia tiene mucho interés, lo tiene todavía más la forma de contarla. ¡Qué moderna! ¡Qué fuerza expresiva!

Yo, de joven, quiero ser como ella, con esa expresión precisa, contenida, de frases cortas e impactantes, nada de subordinadas, que tiene tanto por decir y sabe ir y venir, haciendo poesía y obligándonos −obligándome al menos a mí− a anotar constantemente frases, reflexiones.

Es un libro lleno de referencias −sé que me pierdo muchísimas− en que esos tres mundos de civilización y cultura se despliegan ante nuestros ojos permitiéndonos entenderlos.

Marta planta a su protagonista, Raquel, ante los procesos de cambio que vivió París −la Comuna y la gran reforma de Hausmann, esa gran ciudad post-barricadas y de grandes avenidas−, ante el advenimiento de Nueva York como capital de un nuevo mundo y esa ciudad de Rutherford que jamás apreciará, con una esencia que ni a ella ni a nadie, en realidad, nos gusta reconocer:

«El equivalente existe en las calles de París, donde abundan los barrios bajos y pecaminosos, no me digas que no, le dijo George un día que se levantó sin tolerancia para los melindres de su mujer. Sí, le dijo ella, como quien tiene la respuesta lista a una pregunta que tardan mucho en hacerle, pero yo no los veía» (p. 118)

Una mujer que asume las decisiones que toma, desde una fortaleza que la escritora nos narra haciéndolas creíbles. No sé cuánta ficción hay en lo que cuenta de la historia de Raquel, y no me importa. Sobre todo, porque es creíble y porque me sirve para ver y, en particular, entender su mundo, ese mundo en proceso de cambio que, incluso estudiándolo, estamos acostumbrados a conocer desde la perspectiva del hombre, en masculino.

Recuerdo ahora, en mis lecturas sobre ese París en transformación, la aproximación inusual a la flâneur vista como mujer que hizo Anna Maria Iglesia en su La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019) con su caminar crítico desde la perspectiva femenina de la práctica urbana.

Ver el mundo en perspectiva de género también está bien y es un gran logro de esta novela. Porque nos situamos a finales del siglo XIX. Eso también lo hace, y de forma sorprendente y veraz, Marta Aponte.

Pero todavía mejor es esa hilazón de ciclos vitales. El hijo que asiste a la decrepitud (y muerte feliz, para él) de la madre; la mujer que entrelaza su realidad final con el proceso de la que fue su vida; y la búsqueda otra de la realidad maternal, cíclica y de raíz de Marta Aponte.

«Raquel acostumbraba el oído a los acentos  y movimientos de quienes se acercaban al pueblito como lo  había hecho ella, sin más premeditación que la de seguir al  hombre que le prometió matrimonio con una mirada de cielo frío en día claro. De cómo se transformó la muchacha traviesa con manos olorosas a trementina y aceite de linaza en madre de una familia de locos recluidos en las oscuras noches invernales y administradora del presupuesto doméstico, es una pregunta que ya no se hace en el cuartito donde su hijo la retiene.» (pp. 60-61)

La novela nos sitúa en un momento de actualidad, casi en círculo cíclico −dice Jacques−:

«El mundo perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al infinito» (p. 48).

La novela −ya digo−, nos sitúa en un círculo cíclico en que Raquel Hoheb ya no tiene voz, ni recuerdos, aunque sí sueños a modo de pesadillas, y su hijo se ocupa de atenderla para dejarla en manos de un asilo que le dulcifique su final. Ese final que alarga ese círculo que se cierra, ya que la novela toda se inscribe en el momento de ese día que van a venir a recogerla. A modo de coda, finalmente sabremos que ha llegado «La conciencia súbita del ciclo [que] le duele. Un golpe inesperado» (p. 186). Un homenaje desde su propio reconocimiento al reconocimiento de la madre: esa muerte feliz. Se cierran ciclos, se entienden procesos.

En veinticinco [25] capítulos la estructura cíclica tiene sus sorpresas, porque acaba donde empieza (ya digo, salvo esa pequeña coda añadida), pero en medio (capítulo 4), aparece ese otro ciclo entrelazado, el de Marta Aponte en busca de su propia madre, en busca de su abuela Fermina y de su madre isla, Puerto Rico. «Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina» (p. 33).

Entretanto, entenderemos la escritura de William Carlos Williams: «Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir» (p. 9). Así comienza esta novela, que ya augura ferocidades. «El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores» (p. 9).

Yo me demoraría en lecturas, aquí; pero solo quiero decir y decirles: léanla. Si les dejo con ganas de hacerlo, habré conseguido mi propósito.

«Escuchar y apuntar son hábitos» (p. 11) de escritor y poeta. Sabremos mucho sobre su manera de escribir, sus papeles en los bolsillos, su rechazo a la solemnidad de T.S. Eliot desde otra manera de hacer poesía, sus listados modernistas y punzantes. Mientras para Raquel, relación madre hijo como punto fuerte, «el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería» (p. 11).

«Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras» (p. 12). Hay amor, amor filial, y amor maternal, el reconocimiento de la mujer como madre: «La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos» (p. 12). El hijo la escribe, quiere escribirla, lo ha hecho, y nos lo cuenta en el capítulo 16 en particular, «testimonios hilvanados con bochinches» (p. 130), y esa es parte fundamental de la documentación de Marta Aponte, que escribe poesía de la poesía de la escritura de William Carlos Williams.

Esa estructura en que yo pienso servirme, a modo de plantilla, para reescribir otra historia, porque es increíble cómo entrelaza los ires y venires, los sentimientos de uno y otra. A mí, como lectora, me fascinan los libros que me incitan a escribir; que me propongan una plantilla para completar y rellenar, esto creo que no me había pasado nunca. Los párrafos concisos de Marta Aponte no permiten ninguna concesión a la holganza. Lo que aquí diríamos «Anem per feina»[1]. Palabras medidas y las justas.

William Carlos define a su madre: «Sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético» (p. 14).

Nos explicará la historia de la familia de uno y otro, y recalaremos en la infancia de Raquel. Cautivadora, su historia. Sus ciudades, donde «habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo» (p. 20). Mayagüez (capítulo 3), donde la llamaban, «con más pasmo que cariño, la zurrapa» (p. 22), donde se llena de referentes culturales y de vida interior. «Irás a París porque es tu patrimonio y porque eres artista» (p. 26) sentencia su madre Meline, y ella, con su «temperamento vivísimo, inteligencia notable» (p. 27), asume el reto y lo hace. Pinta, toca el piano, parte a París, se aleja de la pena: «No es frecuente que la madre te diga mírate en este espejo para que no me imites en la pena» (p. 32). Y lo hace. Diciéndose a sí misma: «Soy la dueña del mundo, la hija de mis padres» (p. 34), pero también se dice que «ser una insignificante mujer sin atributos no es tan grave» (p. 34).

París, su París, 1878, momento de la Exposición Universal en Trocadero, es fascinante.

«El año siguiente a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no podía compararse con la más austera sala parisina. [paréntesis] (El puerto de Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo contrario)». (p. 58)

Leedlo. París. Trocadero y sombreros.

Sabremos de su vida de casada (capítulo 7) antes y mientras París, y su retorno a Puerto Plata, y su noviazgo, y su ida tras él a Nueva York, donde él «venderá sus colecciones de sellos y se comprará una boca nueva» (p. 99). Y nunca más será aquel que la enamoró, ahora él y su madre y hermanos, esa Emily Dickinson tan cruelmente real, tan poéticamente incómoda.

Finalmente Nueva York con su puente de Brooklyn en construcción: «Así cualquiera hace una ciudad, la ciudad más fea y desvergonzada del mundo» (p. 116), y el Rutheford donde se encierra («en comparación con Rutherford, Mayagüez era una gran ciudad» (p. 118)), donde en 1883 nacerá su hijo William Carlos, el poeta, donde, «En el torbellino de polen y polvo, el futuro le parecía tan soso como los informes de ventas que George [su marido] dedicaría su vida a rellenar» (p. 120).

«Así creció William Carlos, junto a una teoría imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen.» (p. 154).

Así que por fin nos contará de la mujer pintora que fue Raquel Hoheb Williams, (capítulo 20), y esa delicia de qué es la pintura no tiene desperdicio:

«Fuera distracciones. Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de cosas que le llaman la atención. Responderá a la visión ordenadora de sus maestros. Pintar no es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni olores. Es pura imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por disolverse en lágrimas.» (pp. 156-157).

Y mucho más.

De la misma manera que la escritora, Aponte, nos recordará su proyecto: la escritora y su ciclo: «Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo» (p. 169). Así que hará relación entre momentos. Enlaces de ciclos.

De manera que nos llevará al final, al cierre de ciclos donde Raquel se retira de escena, a un asilo. Ese es el final de la historia. La coda es su muerte. «Es una muerte feliz, y es solo suya. (...) Impones esa alegría que no entiendo. ¿Por qué?» (p. 204).

De manera que, para concluir, solo añadiré la definición que William Carlos Williams hace de su madre: «Stern and frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.» (p. 29) Ese Stern and frivolous que me recuerda a mí a ese Sturm und drang tormenta y estrés (o sacudir y arrastrar). del romanticismo.

No sé si he desentrañado demasiado la novela. Solo quería incitar su lectura.

Gracias por escucharme.

 

Aránzazu Miró

Palma-Alaró, 22 de junio de 2022

Aránzasu Miró es historiadora del arte, periodista cultural, e investigadora en música y antropología urbana.Reside en Palma, Mallorca, Islas Baleares, España


[1] “Poner manos en la masa”, emprender.

domingo, 17 de julio de 2022

Presentación de "La muerte feliz de William Carlos Williams" de Marta Aponte

 



por Viviana Paletta

Marta Aponte Alsina es natural de Cayey, tierra de montaña y brumas en la isla de Puerto Rico. Estudió Literatura Comparada en Río Piedras y posteriormente completó dos grados de maestría, uno en Planificación Regional en la Universidad de California y otro en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Ha sido directora de la división de Publicaciones del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha publicado diversos ensayos de crítica literaria así como editado y prologado libros de referencia como, entre otros, la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por la Biblioteca Ayacucho, y Escrituras en contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña (en colaboración con Juan Gelpí y Malena Rodríguez). Pero si hoy tenemos el enorme honor de su presencia aquí es porque es una de las narradoras contemporáneas más sobresalientes de la lengua castellana. Desde la edición de su primera novela, Angélica furiosa, en 1994, no ha dejado de crecer literariamente. Cada cuento, cada novela supone un hallazgo de una imaginación visionaria que se recrea en una rigurosa investigación histórica, a partir de datos secundarios, personajes aledaños, de menor enjundia o de improbable biografía, dejados de la mano de la Historia con mayúscula, y que, en su portentosa escritura, tan poética como certera, se transforman en un prodigio de la materia y el pensamiento.

Solo la experiencia de haber leído profundamente a Marta Aponte, sus novelas, sus relatos, sus artículos, todo lo que he podido, todo lo que ha estado a mi alcance, en libros, revistas, blogs, ya supondría una distinción para acompañarla hoy. Pero además está el hecho de que Marta es mi amiga: un poderoso hilo de conversación nos une a través de muchos años, una madeja de afecto, de palabras y lecturas que se empezó a ovillar allá cuando culminaba el siglo XX, cuando empezamos a intercambiar correos electrónicos que solapaban largas cartas, que pusieron en la mesa proyectos de vida y de escritura. En 2007 tuve ocasión de editar una soberbia novela suya, Sexto sueño, que fue distinguida con el Premio Nacional otorgado por el PEN Club ese año. La misma aborda las peripecias de una anatomista (y compositora de boleros) que intenta reconstruir los hechos de la vida de un criminal de Chicago, que termina sus días, tras treinta años de prisión, exiliado en Puerto Rico, donde se dedica a embalsamar pájaros.  Un modo de construir la narración que ha ido afinando, creciendo, desarrollando a lo largo de estos años. Una estela en este mosaico poliédrico que conforman sus obras.

Siguieron los intercambios vitales, las circunstancias de cada una, allá y acá, el diálogo sin interrupción. En 2014 apareció Raquel Hobeb, madre de William Carlos Williams y el personaje que hoy nos convoca, en la vida de Marta. Y tuve la emoción de compartir en una fructífera, interesante, jugosa comunicación a partir de las distintas versiones que me fue enviando y que han culminado en esta novela, más que feliz, prodigiosa, que es La muerte feliz de William Carlos Williams.

Y vuelvo a los derroteros de mi lectura, pidiendo disculpas por este desvío tan personal y señero que es la maestra Marta en mi vida, ya que nunca me guardo de criticar las presentaciones donde el acompañante del autor se explaya en anécdotas personales que solo le interesan a sí mismo. Para que me lo recuerden en otra ocasión.

Abre las páginas de esta novela una escena dolorosa; el poeta William Carlos se debate en la última noche que comparte casa con su anciana madre, Raquel, desquiciada, enferma, ya que la trasladarán a un geriátrico; una mujer que supo ser «severa y frívola» en la hiriente opinión de su hijo; que ha ocupado el antiguo desván reservado para la escritura poética del médico en sus horas libres. Un lugar ajeno al trasiego cotidiano y luminoso del día; un espacio habitado por los recuerdos, por los sueños incumplidos. Y uno pronuncia “desván” y se confabula la memoria de las novelas góticas y sus fantasmas que acechan en las buhardillas polvorientas, lúgubres, en especial reservadas a las mujeres indómitas, que no se someten al papel hogareño que les señala la sociedad, y una imagen asalta por sobre otras, porque proviene también del Caribe: la puerta prohibida de Jane Eyre, que ocultaba prisionera a la primera esposa del señor Rochester, una bella joven de Martinica, hija de un terrateniente, que se debate prisionera en su locura. Jean Rhys, en El ancho mar de los Sargazos hizo saltar los goznes de esa puerta.

Aunque hay un elemento insobornable en la figura de Raquel, no hay maldad aquí, hay resignación de un hijo que ha cuidado de su madre hasta que su mala salud ya no lo permite, un anciano que atiende a una anciana, a la que no ha llegado a comprender jamás, ajena, extraña. Esta es la escena inicial que dará pie a la reconstrucción de una vida particular, casi anónima, de una jovencita nacida en Mayagüez que soñaba con ser artista a pesar de su pobreza, que alcanzó a lucir su incipiente talento pictórico en la academia parisina gracias al esfuerzo familiar, que se dedicó al espiritismo, una práctica muy corriente en el Caribe del XIX, y que, debido a su matrimonio con un viajante de perfumes, se tuvo que trasladar a Rutherford, en Nueva Jersey, un pequeño pueblo de una gran nación a la que nunca dejó de desdeñar.  Para ella, conocida la importancia y la vitalidad que tuvo la ciudad de Mayagüez en aquellos tiempos de traficantes y revolucionarios, y tras callejear por París, supuso enterrarse en vida, «una vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena»; ella que decía: «Seré una gran artista o moriré de rabia».

Esta peripecia vital de la madre del gran poeta William Carlos Williams, de la que nada sabíamos ni siquiera sospechábamos, se vuelve en manos de Marta un explosivo contra la desmemoria que nos aqueja individual y colectivamente, a las personas y a los pueblos. Porque, como se afirma en la novela, «el arte triunfa cuando las cosas desaparecen».

Adivinamos el profundo desencuentro que hubo entre madre e hijo, entre sus dos culturas: «Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños»; a pesar de ello, se afirma del poeta, y como no es para menos, su pasión por la materialidad de la lengua, de la creación: «Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es (…). Anota las voces de cuanto le rodea: de las casa de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias (…) pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético».

Y nos lleva a una pregunta que considero fundamental de esta novela y del resto de la obra de creación de Marta, ¿qué es un patrimonio, sea familiar o artístico? ¿Qué se deja finalmente cuando se desaparece tras tanta errancia? ¿Qué papel tiene la imaginación en la permanencia, en la reconstrucción de la memoria?

La novela pone el foco en lo olvidado, lo anodino, lo vencido. En París, adonde llega «lista, alegre, menuda de  pies, pero pobre», embelesada de literatura, de arte, de revistas de moda que lee de cuando en cuando en Puerto Rico, queda el olor a pólvora y barricada, los cascotes manchados de sangre de la Comuna, «el poema épico de los pobres», que van a asfaltar el suelo de los nuevos bulevares, esa «perspectiva infinita,  abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma». También se detiene en los ejércitos de hambrientos migrantes que ofrecen la fuerza bruta de su trabajo a Estados Unidos para la construcción de edificios, vías, puentes, por donde rodará el vertiginoso capitalismo que no se atiene a los seres y sus culturas, que las deglute y las invisibiliza, las ningunea. Albañiles y cocineras que se vuelven espíritus errantes por las grandes urbes.

Pero una huella fantasmal, soterrada, mantiene esa presencia, el testimonio de la cultura, la experiencia y los saberes originarios. Se afirma en la novela: «Algo no muere en la dispersión de esa memoria». Y aquí está una de las decisiones clave de la narradora, más que creativa, ética, ¿cómo hablar de lo que no se ha documentado, lo que no tiene monumento, menciones, registro? Y descuella en su respuesta la herramienta apabullante de la imaginación, una bien representativa del trópico, «donde se disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas porque no hay nada más».

Dos párrafos más destacaré (aunque podrían ser cientos; algún crítico estos días señaló que terminó la novela con todas las páginas marcadas destacando frases): «El lugar desde el cual se escribe es siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. (…) Quizá esa tensión entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la escritura». Y más palmario si cabe: «Era el destino que se bifurcaba, de pronto; el camino de vuelta a un sitio desaparecido que siempre se obstinaría en recuperar (…). Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo».

Esta frase final no puede ocultar su genealogía con la archifamosa pronunciada por Flaubert. Acá podría transformarse en «Raquel soy yo», o «William Carlos Williams soy yo»; a ambos, madre e hijo, los distinguió la relación con las voces; la de los muertos, en el caso de la médium Raquel, que prefería inventar colores; la de las calles, sus pacientes, sus vecinos, sus contemporáneos, en el caso de William Carlos. Recuerdos propios y ajenos, reales, posibles, fantaseados, pero que hacen a la construcción de una memoria y de una obra de arte. El poeta William se encuentra en una ocasión, en un viaje a Puerto Rico, frente a la casa vacía de su madre, una ausencia cuajada  de voces, de imágenes, de presencias espectrales que se niegan a acallarse, a desaparecer, que se vuelven palabra poética.

Y aquí nos alcanza la otra decisión fundamental, sostén de este edificio portentoso de la novela para mí. Hay un breve asomo en la página 33 («Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina») pero tenemos que aguardar al capítulo coronado por el número 22, que será el dedicado a la genealogía particular de la autora, cuando acomete el dato biográfico real de Marta, la peripecia de las mujeres de su familia, su abuela, su madre, las que compartieron espacios, circunstancias, acaso sueños y frustraciones como los de Raquel; enlaza la ficción con los datos históricos con su vida personal, cómo inciden esas presencias anteriores en su escritura narrativa; que al igual que el poeta, aunque no las haya transcrito bien, aunque haya desvío en la memoria, vacilaciones, traspiés, oscuridades, chispazos, esas presencias están, ese mestizaje de voces y tiempos nos transforman y nos dan la palabra momentáneamente hasta que lleguen los venideros, que seguirán esa rueda de memoria y recreación y utopía. «Las hojas liberan el pensamiento de las raíces oscuras». Ojalá todas las ficciones, los cuentos y las memorias reales o imaginadas, se desplegaran con esta lucidez que tiene Marta, con su escritura grácil, irónica, deslenguada o afectuosa, demoledora, hipnótica. Un talento inaudito que no dejo de celebrar. 

 

Viviana Paletta

Librería Juan Rulfo, Madrid

21 de junio de 2022

 


domingo, 3 de julio de 2022

El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa




Leo esta novela buscando comparables. Se dice que es un libro excepcional, acaso único, en la literatura de Sinaloa, la región natal del autor. No lo sé. Pero sí creo que los años transcurridos desde 2005 han sido quizás los más sangrientos en la violenta historia de México, y que hay regiones de ese querido e inmenso país donde ya ni siquiera rige la ley del narco. Esas coordenadas infernales, sin embargo, no carecen de antecedentes en la escritura de la identidad y la violencia en unos lienzos narrativos que pueden ser mínimos, como los libros de Juan Rulfo, o situados en panoramas históricos y míticos, como en Cambio de piel, de Fuentes. 

A la manera de Rulfo, en El libro de nuestras ausencias las voces componen un personaje colectivo. No hay lugar para la transformación de personajes, ni espacio para crisis individuales, como en Cambio de piel. Ante las cifras de la matanza y el peso de los muertos, se levanta un caótico cuerpo colectivo.

 A diferencia del libro de cuentos anterior del autor, Eduardo Ruiz Sosa, aquí no siempre se narra la violencia más atroz directamente. Más bien hablan los muertos y sus seguidores; habla el pasado abierto e incesante, como herida abierta. Las voces que claman desde el desconcierto son cabezas tronchadas, regidas si acaso por el deseo de encontrar a sus muertos. El tono y el ritmo narrativos, escrito como para leer en voz alta, me recuerda la frase distendida y limpia de Garcia Márquez. Ese fraseo ancho favorece la lectura de un libro inmenso.

Es inevitable un eterno retorno de lo invisible en una cultura que ha intentado aplastar, sin lograrlo, la memoria de los pueblos que la habitaron y la habitan, pues la estructura de castas y clases que fragmenta cualquier discurso de nación parece impedirlo. Quizás ante ese campo de batalla constante, se explica la fuerza enorme de las literaturas de México. No creo que tenga comparables en la historia de la novela hispanoamericana. Pero hay diferencias, y de ahí lo que significa, para mí, lo que suma a mi juicio, esta novela de Eduardo Ruiz Sosa,

Habrá que leerla como lo que sin duda es. En ella la violencia no es alarde efectista sino cuerpo normal; lo anormal es nuestra mentira: la convivencia en una deseada paz social. Tampoco hay miradas distantes a la violencia. Su autor, que fue animador cultural, vivió muy de cerca ese baile de la muerte: las matanzas, las desapariciones, la búsqueda de desaparecidos; las madres husmeando los cadáveres de sus hijos sin la asistencia del reconocimiento global y la publicidad que fortaleció al maravilloso movimiento de las abuelas de la Plaza de Mayo. Si la muerte y lo fantasmal marcan tan profundamente cada latido de los corazones dolientes, por dónde la tregua, por dónde reponerse de esa lujuria de sangre.

El libro de nuestras ausencias apuesta a la representación. En un principio sus personajes son actores y actrices que buscan a una actriz principal de su compañía, desaparecida sin dejar rastros. Mientras buscan, como quien va pensando una puesta en escena, descubren lugares adecuados que podrían servir como escenarios para la representación. En ese lugar de la geografía del mundo la gente huye, respirar cuesta, llevar la cuenta de tantos muertos es tarea titánica y absurda. Pero en las ruinas, como en un edificio que tuviera muchas funciones antes de convertirse en una prisión, queda en el vacío el rastro de  cuerpos ausentes, como si el caudal de sangres y cuerpos fuera imposible de borrar, y por lo tanto, legible y elocuente.

Esta es una gran novela. Trascendida la época en que podíamos escribir todos los lugres comunes de la violencia sin mancharnos las manos, El libro de nuestras ausencias ocupa el espacio que resta para una literatura sin hipocresía. Tampoco nos priva de la palabra y el remedio. Me parece que le devuelve a la literatura una de sus potencias olvidadas, pues hay que ser muy valiente para no callarse ya; para intuir que queda mucho por decir en tiempos de crueldad:

“Decía Marte Argüello que el recuerdo del barrio de la infancia

Y las inundaciones le entregó la posibilidad, la forma, de cambiar el cuerpo sin modificar la carne

O no era cambiar el cuerpo:

Si la prisión era un organismo, lo que había que transformarle era el sentimiento

Que se pueda pensar otra cosa aquí, decía Marte.”

 Sí, una poética, pero también un programa político para tomar y entender las ruinas que vamos dejando y heredando.

La representación en esos teatros que se construyen en ruinas, y que se va desdibujando, dejando rastros de voz; la construcción de ese teatro de sombras, como exacerbando los escenarios de Diamela Eltit, esa puesta en escena de los preparativos de una puesta en escena que permita “pensar otra cosa aquí”, es el método de El libro de nuestras ausencias. 

Me parece que a pesar de todo su patetismo y excesiva humanidad, la literatura salva, porque representa y conserva. Así se libera, como un cuerpo que sobrevive a la matanza. En suma, la representación no es real. Solo se puede contar la irrealidad de lo monstruoso, pero es necesario contarla.

(El libro de nuestras ausencias, Candaya 2022)

Marta Aponte Alsina, Cayey, 2 de julio de 2022

Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...