viernes, 14 de abril de 2017

Henry James en Aguirre





para Nelson Rivera

La bahía de Aguirre tiene nombre: Jobos. It´s the name of a fruit, a local fruit, dice Alice, pasándole  una bandeja con panecillos y un frasquito de mermelada de jobos, sabor penetrante, aromático, entre agridulce y salado, engañoso, porque cerca del mar todo se impregna de salitre. No le disgusta el sabor, ni el de la otra mermelada hecha con miel de los alrededores, pero no prueba más que una cucharadita de cada una. Henry le teme a todo lo que no provenga de un frasco enviado desde Londres. No quiere morirse lejos de su casa, de sus perros, de sus libros, de la maledicencia de sus vecinos, de las cañerías ruinosas y los títulos nobiliarios rancios.
Le cansa la ingenuidad sosa de Alice, pero a su favor tiene el ser hija de una madre de ascendencia pintoresca, Louisa Crowninshield, nieta de viejos normandos con algún asesino interesante entre los antepasados. En Sturgis, el marido, se repite la aburrida rudeza de los hombres atléticos de Harvard, aunque no hay manera de negarle el don de una candorosa simpatía. Debe ser la sonrisa, la pureza de reír chistes que a un niño inteligente no le harían gracia. Cierta ingenuidad inmarcesible distinguía a la pareja atrapada en la suerte que el destino de los suyos les había impuesto. No hacía falta tener talento –aunque sin duda Sturgis no era tan torpe ni carecía de buenas intenciones ni de la particular sensibilidad de las tendencias de moda, esas que en una temporada se diluyen y dejan de merecer grandes empeños, como el de civilizar a una isla primorosa llena de basura. Y el calor, imposible escribir aquí. Anotaría de memoria sus impresiones en el vapor de regreso a Londres. 
Aguirre, ingeniería de lámpara maravillosa, piensa Henry, a manera de apunte mental que luego complicará, porque le disgustan las frases evidentes que podrían salir de la pluma de cualquier propagandista imperialista y triunfalista de la revista Forum. Quizás una alfombra maravillosa, dice riéndose de pronto, sorprendiendo a Alice con la baba que se le sale  por la comisura de los labios. El traslado de una casa de plantación fabricada con maderas bostonianas, conforme a un antiguo plano topográfico de Aguirre que, según Alice, dibujó un militar español, y luego se reprodujo en Boston y allí lo vio Henry DeFord, quien lo mostró a unos azucareros cubanos con oficinas en Nueva York. El mundo se achica y no sé si conviene, dice en voz alta Henry James.
Hubiera disfrutado las horas perdidas viendo el mar, franja de plata inmóvil, a no ser por la aprensión de los días escalofriantemente incómodos que le esperaban en el camarote del carguero. William Sturgis pareció adelantarse a sus prevenciones, no se preocupe, el capitán es de primera y hemos reservado una habitación para usted en la torre, la que llamamos suite real, donde viajamos nosotros y las familias. De todos modos siempre podemos enviarle en un velero hasta San Juan y de ahí en vapor a Nueva York, dijo Alice. Y en Nueva York lo menos posible, querida, dijo Henry, que de solo pensar en esos panoramas rectos y longitudinales, como trazados por el hacha de un verdugo, me deprimo. Bueno, en Nueva York hay infinidad de tiendas. Aquí no hay nada, salvo esta casa y el mar, dice Alice.
La butaca de mimbre, el abanico que Alice ha puesto en sus manos, de plumas de pavo real. Es un abanico escandaloso, pero eficaz, comenta Alice. Henry los observa con plácida mirada de águila vieja, abuela de aguiluchos temibles. Quisiera que se callaran porque después de la primera impresión arrebatadora de pareja deslumbrante de salud, provocan un aburrimiento de esos que tienen que ver con los lugares donde se manifiestan y que si se prolongan le producen ataques de ansiedad. A él le interesa, ahora, el entorno.


Esa tarde lo llevaron en coche hasta la gran fábrica de la central, misericordiosamente cerrada por ser domingo. Se imagina el estruendo, le han hablado de la nieve negra del bagazo quemado. Prefiere ver los árboles, anotar sus nombres. No son muchos, pero hay planes de sembrar mangos, de hacer un huerto de mangos y de jobos y experimentar con las azúcares y los postres de las frutas. Alice tiene las recetas. Le fascina el árbol de goma, el viejo laurel de la India que ha visto en el recorrido. Gracias al machacón celo de los imperialistas puedo decir que he viajado a la India sin dejar de pisar territorio estadounidense, apunte mental. Y piensa que toda su crónica sobre Aguirre versará sobre ese árbol que los americanos no plantaron, pero que han decidido respetar, because we would not want to spoil beauty in the pursuit of happiness, dice Dumaresq con un guiño. Francis Dumaresq ha muerto, pero su retrato, el que Alice colocó sobre una de las mesitas blancas de la veranda, es más elocuente que el hombre cuando vivía. Henry conoció a Francis Dumaresq cuando era un joven de cara larga, afilada, que hacía su grand tour europeo. Apunte mental: “As an old man he looks disabled and deeply immersed in a becoming sadness, perhaps wrapped as close as a man´s hunchback is to his being, to the dignity of his bearing”. Si alguna familia de hombres pasablemente guapos prevaleció sin riquezas a la sombra de los bostonianos de pelos pajosos esa había sido la familia de los Dumaresq. Francis, cansado, se tomaría una tregua de Puerto Rico, viajaría a Boston, pasaría allí un invierno esperando sanar de una dolencia, en el invierno bostoniano moriría.


Este es el mundo del porvenir, pensó Henry James. I shall have no part in it. Escribiría su crónica sin desviarse del laurel. Escribiría sobre la particular brillantez de la pintura blanca y las molduras de la casa, más frágil aún que las gráciles mansiones del sur. El mar plácido, incompleto sin un ángel caminando sobre sus aguas de lago bíblico. De noche, cuando la temperatura bajaba, y a la luz de las lámparas de gas, los mosquitos golpeaban las telas, y se tomaban un buen jerez español en las sillas de mimbre, y Alice abría la tapa de un piano milagroso –pianos en Puerto Rico, pero hay pianos en el paraíso virgen, pregunta Henry. Este lo sacó William de un burdel en Ponce, le susurra la imagen de Dumaresq, con la suciedad de su sangre de corsarios de la isla de Jersey.
Y los habanos. Intoxicado con el jerez y los habanos y la prosperidad que a él le ha faltado en ocasiones, además de la belleza del mozo negro, un hombre mayor que va y viene por la sala como un gato, y que aprendió a servir con los guantes limpios, todavía un poco intimidante, pero solo un poco, para marcar la diferencia entre los negros caribeños y los ex esclavos del sur, esas cicatrices en las mejillas, y,  por qué no, la languidez de Alice, su piel joven, el bozo perlado por unas gotitas de sudor. Lo más alarmante, la pérdida de postura, cómo deja caer los hombros y sube las piernas a la butaca y pronuncia insistentemente las palabras it´s hot, con un seseo de víbora. Mira a la joven mirar al marido, que juega al póker con Henry DeFord y da puños en la mesa, a punto de acusar al socio de esconder cartas en la manga, mientras el negro viejo y aun hermoso, el de las mejillas cicatrizadas, le mantiene lleno el trago de ron oro, producto de los cañaverales de Aguirre, primera cosecha, según le explicara DeFord, que contempla sus dominios con las manos metidas en el bolsillo del pantalón blanco. De Luce no tienen noticias desde que se instaló en Washington para  gestionar indulgencias políticas. Henry James piensa que los bostonianos están perdidos. No obstante la grieta leve en el edificio de falsa nobleza que siempre le pareció una pacotilla, a él no le dan el corazón y el estómago para ver la caída. No se quedará mucho tiempo en esta casa que parece más un fuerte asediado por los mosquitos que una mansión señorial.


Cuando llegue a Londres abrirá sus baúles después de revisar su correspondencia. Encontrará una segunda carta de la revista Harper´s, un recordatorio del placer que les daría tener una crónica de Henry James sobre Porto Rico, our new possession. Abrirá el baúl, olfateará la piel del negro que empacó sus ropas con delicadeza, escarbará en los bolsillos, desmontará los puños de sus bastones.  Buscará página a página en el cuaderno de su viaje algún pasaje sobre Aguirre. No encontrará los apuntes que, según recuerda, había escrito atropelladamente abordo ya del vapor Coamo. Intenta recordar el vacío.
Su crónica se centraba en una escena de lunes en plantación. Transcurría al día siguiente de la noche de los cocteles. Dominaba la imagen del cuarto de máquinas de la central, con sus ruedas monumentales, ruidosas, que el año anterior habrían consumido junto con la caña el brazo de un peón. Recuerda la descuidada vestimenta de Crehore, un joven de la clase de William en Harvard, que jugaba a capataz golpeándose una mano con un foete. Recuerda que estuvo a punto de morir de sofoco y de asco cuando el ruido le impidió comunicarle al joven, que olía peor que su montura, que se sentía mal. Recuerda ver a un capataz nativo azotar a un buey y a los peones doblados como hormigas en el cañaveral bajo el imperio de lugarteniente de Crehore. Tanta crudeza, y el sabor salitroso del azúcar negra que se le dio a probar con salvaje entusiasmo. Recuerda que lo salvó del vómito un trozo de tierra descuidado, donde crecían matitas silvestres de flores diminutas y cómo de una de ellas, la de las flores rojas en punta de plumero, colgaba una hoja amarilla, ovalada, que daba vueltas en la punta de un hilo de telaraña igual que una peonza. Estaba muerta pero el viento y el hilo no la dejaban caer. Más fugaz que el laurel sombrío. Se refugió en la imagen del laurel durante el recorrido en calesa por los cañaverales en flor y el apresurado regreso a la veranda cuando se declaró mareado, no sin antes recibir, como una bofetada, la estampa de unas negras que se agolpaban en torno a viandas exhibidas en pañuelos. En contraste con el escenario infernal, la presencia etérea, desinteresada, del mar, cuya indiferencia a la miseria hubiera envidiado el zafio de Flaubert.
Le escribe al editor de Harper´s, promete la crónica portorriqueña para un momento más auspicioso. El artista necesita una tregua. Añade que ya están listas sus impresiones de una visita a la Florida. Cierra la carta  en tono de confuso catecismo de geografía estética: “Muy cerca de la Florida horrenda está la India. Falta una coma, ¿dónde colocarla? Muy cerca de la Florida horrenda, está la India. Muy cerca de la Florida, horrenda, está la India”.



miércoles, 12 de abril de 2017

Invasores




Robert Louis Stevenson en Samoa

para Julio Ramos

Escribir es abrir cicatrices, hurgar heridas, volver a cerrarlas, esperar que sanen de nuevo. La cicatriz que en Henry James dejaron las ciudades de su infancia deberíamos entenderla los puertorriqueños. Él las perdió una vez. Nosotros las hemos perdido muchas, no como el autor que deja un registro escrito de pérdidas, sino como quienes -de tanto vivir en  silencio- tuvieron que usurpar cuerpos de brujas y atravesar el ruido para comunicarse con sus muertos.

Inmigrantes italianos en Boston
En Boston, en 1904, un año antes de la muerte de William Sturgis Hooper Lothrop, Henry James escuchó voces de inmigrantes del sur de Italia. Aquellos acentos no eran los que su oído recibía en Venecia. Aturdido, interrumpió su paseo. Se prohibió  la entrada al Boston Athenaum, a los placeres de la biblioteca. Angustiado por la brutalidad de los edificios altos que iban remplazando las casas elegantes y austeras, James, cuyos huesos reposan en Cambridge, a unos pasos de Boston, no tan lejos de los huesos de los indígenas de Las Mareas, Puerto Rico, predijo algunos efectos secundarios de los rumbos globales del capital:
What prevails, what sets the tune is the American scale of gain, more magnificent than any other, and the fact that the whole assumption, the whole theory of life, is that of the individual´s participation in it, that of his being more or less punctually and most or less effectually “squared”. To make so much money that you won´t, that you don´t “mind”, don´t mind anything  - that is absolutely, I think, the main American formula.
James intentó cambiar la “fórmula” por el artificio de las culturas europeas. Condenó la prepotencia imperialista, pero no pudo ver en Londres lo que sí vio Joseph Conrad: una estación central en la ruta del saqueo de las riquezas de África. Como el hombre rico que no fue, prefirió levantar altares a la belleza trágica. En su país natal hubiera estado condenado a presenciar demoliciones.
Pienso en James y en Puerto Rico, donde vivimos bajo los efectos del imperialismo que le inspiraba pavor al artista. Tampoco han variado los nombres  de las familias adineradas criollas y de sus mayordomos. Se adhirieron al nuevo régimen del 1898 sin lealtad a la tierra y a la gente que les producían la riqueza. Pienso en nosotros y en James y, sin pretender hacer patria de manera deshonesta, pienso en el libro que sobre su Henry James escribió Nilita Vientós Gastón.
A la altura de la entrada al barrio Puente de Jobos, intentando dejar en el plato la mitad de una pizza, la dieta de lujo de los vecinos, pienso en Henry James y en Nilita Vientós Gastón. Las mesas de la pizzería, los mostradores y la pantalla del televisor brillan. En la pizzería de Puente de Jobos la higiene es un mandamiento. No sirven licores. La limpieza y la sobriedad son leyes de cristianos nuevos.


A Henry James le hubiera asombrado el libro que Nilita Vientós escribió sobre él. Me interesa imaginar la calidad de su asombro, qué hubiera pensado James sobre el libro que Nilita Vientós le dedicó. En algún día de buen sol, de paseo en automóvil con Edith Wharton por las afueras de París, Edith le mencionaría la muerte del pobre Frank Dumaresq. Henry hubiera recordado con un suspiro al pobre Frank. La última vez que lo vi, llevaba la muerte pintada en el rostro. ¿Lo has visto, en Londres, cómo no cruzó el canal para visitarme? No, querida. La última vez que lo vi fue en un lugar que mejor ni te cuento. Frank era un viejo melancólico. Y tú un viejo desconsiderado, Henry James, como se te ocurre no contarme tus lugares. Ese lugar no es mío, señora novelista.
De vuelta al piso de Edith, donde se hospedaba, a Henry se le ocurrió que no era justo que la mujer acaparara tantos lectores y que él tuviera tan pocos. Acarició el libro de Nilita sin abrir las páginas y le envió a la puertorriqueña una tarjeta de agradecimiento. (Eso hubiera hecho, sin duda. Si no le alcanzó el tiempo para hacerlo fue porque Introducción a Henry James se publicó cuarenta años después de la muerte de Henry).


Figurar como personaje en este libro sobre Aguirre, no le hubiera cruzado por la mente. Solo nos previó a los puertorriqueños en su sensibilidad lastimada por los obreros italianos, aquellos invasores del Commons, que en su visita de 1904 le impidieron recuperar una estampa de la infancia, el vecindario donde su familia residía antes de la Guerra civil. Para Henry los inmigrantes eran ilegibles, confusas series de gritos, de niños harapientos, de incomprensibles vidas cotidianas que intentaban reproducir en el Commons de Boston la algarabía de sus solares natales. Los imperialistas que asumían como un deber moral la posesión del mundo no habían anticipado las consecuencias: ser invadidos a su vez por las multitudes pobretonas y chillonas del mundo. Convenía volver atrás, no reconocer la proximidad de los migrantes invasores que mancillaban la democrática austeridad del Commons.
Llegué a Punta Pozuelo en 2016, después de viajar a Boston. También llegó del norte Henry James, en el mencionado año de 1904. Será invocado en las próximas líneas. No se ha descubierto aún la carta donde su editor le propuso que hiciera escala en una de las nuevas posesiones de los Estados Unidos, pero qué importa.

Alice Bacon Lothrop

La casa grande me impresiona incluso a mí, que la vi desde que era solo dibujos y planos, dice Alice. Parece una fortaleza. Alice es la esposa de uno de los accionistas propietarios de Aguirre. A su corta edad conocía mejor los países principales de Europa occidental que a su país natal, los Estados Unidos. Nunca había visitado una plantación sureña. En la veranda de la casa grande, Henry James, vestido de punta en blanco desde los zapatos hasta la chalina, se abanica con un patético sombrero de paja. Bebe por primera vez,  cautelosamente, a sorbos, un cóctel de ron con limón adornado con hojas de menta  escandalosamente abundantes. En Florida había sufrido la transformación radical del Sur poético en “an ugly, wintering, waiting world”. Quizás por eso le atrajo viajar a Puerto Rico, en busca de un auténtico nuevo sur, una extensión de la nación que, en el paisaje virgen y la lentitud de la vida, ofreciera un reencuentro con la placidez de los modales gentiles, la sociedad vegetativa de las señoras lánguidas. Él, que no había salido de dos continentes, que no viajó al sur del Pacífico, como sí lo habían hecho tantos de sus amigos, como sí lo hicieron Henry Adams y Robert Louis Stevenson, añoraba olvidar a los migrantes napolitanos alborotosos. ¿Por qué no hacer escala en una isla poseída por la alegría de bárbaros inocentes?

lunes, 10 de abril de 2017

Una caja de fósforos






Para Paco, que me cuenta


En Paterson, la película de Jim Jarmusch, hay varias secuencias de una ciudad en deterioro que parecen de estampa iluminada. El paso de multitudes por las calles, visto desde un autobús, en escenas que duran segundos, atiza el recuerdo de ciudades donde vivimos largas temporadas, y que ahora se nos haría doloroso visitar.

La estampa iluminada de la ciudad sórdida proviene de un poeta. Se llama, como la ciudad, Paterson,  y es chofer de un autobús enorme. Su ruta monótona se anima con los cuentos de los pasajeros: la historia de un anarquista que residió en un vecindario cercano; las fantasías miserables de dos machistas; una conversación entre niños que, si no recuerdo mal, comentan un caso de violencia. Para quien sepa reconocerla, la poesía está en muchas partes. Sus texturas adensan una trama de repeticiones, llenan la vida de una intensidad que, no por ser pobre e inocente, se respeta. Al contrario, la alegría sencilla es frágil. De pronto se hace la crisis: una avería detiene al autobús enorme. El chofer poeta no sabe qué hacer en una escena que transcurre con la tensión de un movimiento de monstruos bajo el agua mansa. Somos lectores de tramas violentas y basta un incidente para que anticipemos que algo se caerá en el mundo.

Los críticos de cine tienen la costumbre de contar los finales, pero no he visto reseñas que mencionen el desenlace de Paterson. ¡Qué bendición! Basta que se comenten los motivos formales y sus efectos: los gemelos en serie; el tablero de ajedrez en la barra del propietario culto en jazz y especialista en las glorias humanas de Paterson; las cataratas inmóviles, como de tarjeta postal; las fotos y los libros de William Carlos Williams; el buzón torcido. Fuera del autobús una niña lee un poema suyo con cierta arrogancia de clase, y deja al chofer poeta  en estado de reverencia enamorada, admiración que se repite ante el rapero que, en la sordidez de un laundromat, al ritmo de las máquinas lavadoras y secadoras, se compara con Paul Lawrence Dumbar. (Dumbar fue uno de los poetas favoritos de William George Williams, el padre de William Carlos Williams. No está presente en el Paterson de Jarmusch por casualidad, y si lo está, tanto mejor).




Paterson fue militar. Mantiene las aguas tranquilas gracias al amor, la contemplación apacible, la escritura de su entorno y de sus pasiones íntimas. Su casa es ordinaria, aunque el director la ubicó en un sector de apariencia semi rural digno de una aldea inglesa de película. La esposa de Paterson es artista, más prolífica y hermosa que él. La casa es de ella, que la llena de cortinas, manteles, cojines, molduras y bizcochitos pintados en blanco y negro, con rayas de cebra, espirales, ojos, puntas de flecha y lunares que en inglés tienen un nombre extraño:  polka dots.  La casa es de ella y el perro cautivo también es más de ella que del hombre. Hay en el antagonismo entre perro y hombre cierta densidad simbólica y absurda, y cómica, como tantos conflictos.

Las referencias frecuentes a William Carlos Williams son libres. Es falsa la información sobre el nacimiento de Carlos en Paterson. Ese honor corresponde al idílico pueblo de Rutherford, donde nació y vivió el poeta. Pero la resonancia de William Carlos Williams Hoheb en esta película de Jim Jarmusch no está tanto en los datos biográficos como en el principio de composición. Aunque en el film se anudan y desatan tensiones, importa más la historia de la semana del nacimiento de unos pocos poemas y la muerte de muchos, en el contexto habitual de la vida del médico, de la vida del chofer de autobuses, que en sus rutinas y con palabras fundan los espejos de una ciudad singular hecha de materiales ordinarios.  




En la poesía de William Carlos Williams son constantes los protagonismos de objetos comunes, las superficies broncas del habla, que invaden, desordenan, ocultan, desvelan.  En la película, el breve dedicado a la caja de fósforos, toda esa secuencia, contiene, creo, una poética y un “método” comparables de lectura del entorno. Descubrir con asombro la singularidad de lo inmediato prende momentos de belleza. Jarmusch ha trasladado al lenguaje del cine la rareza de una caja de fósforos, útil  y familiar, aunque su fin sea el milagro de la repetición del fuego.  




domingo, 2 de abril de 2017

El marqués de Cabo Caribe





para Lizette Cabrera Salcedo

La invasión y apropiación de un territorio exótico, que además traía el estigma de barbarie ligado al imperio de España en América, otorgó a los propagandistas de los invasores estadounidenses cierta licencia para escribir a sus antojos en la página en blanco de un lugar sin méritos. Sin embargo, la percepción de la isla como espacio virgen de iniciativas empresariales no hubiera dado pie ni a la invasión ni a las ambiciones de los hombres de negocios que acompañaron a los militares. En aquel tiempo las firmas de banqueros no jugaban, como ahora, a los dados. Los cónsules estadounidenses habían mantenido al tanto de las condiciones económicas y políticas del país a su gobierno y a sus empresarios. Las colonias de extranjeros domiciliadas en las principales ciudades mercantiles se relacionaban con comerciantes en azúcares de las ciudades del norte, que conocían bien el estado de la economía agrícola y la política proteccionista española, enemiga de sus propias colonias.
Se ha estudiado la situación de la industria azucarera en Puerto Rico en el último tercio del siglo XIX. De todas las causas de su encogimiento, la que menos se sostiene para explicar la decadencia del negocio del azúcar es, quizás, la abolición de la esclavitud. Los hacendados recibieron buenas, aunque tardías reparaciones, a cambio de la manumisión de los esclavos. Otra de las causas señalaba la incompetencia de los productores y la baja calidad del producto. En informes de la época, no se da la misma importancia a los mercados como estímulo para la producción, la situación adversa impuesta por la política española de aranceles y la imposición de tarifas de parte de Estados Unidos.
Un informe sobre factorías centrales publicado en 1882 recogió datos de muchas áreas productoras. En el documento se destacaba la pobre calidad del azúcar moscabada producida en Puerto Rico, incapaz de competir. Ademas, contenía los resultados de un estudio sobre las zonas productoras de azúcar en las Antillas que eran colonias de otras potencias, e insistía en la necesidad de establecer una red de factorías para procesar el azúcar sin refinar:
A propósito de la pregonada abulia de los hacendados “de la provincia”, así como de la negrura e impureza del azúcar producida en los ingenios locales, la historia registra una fascinante y desdichada discrepancia: Leonardo Igaravídez, marqués de Cabo Caribe, propietario de la Central San Vicente. El personaje pudo haber figurado en la gran novela del capital que Tapia quizás pensó escribir y dejó en el tintero cuando murió de un ataque de rabia en una reunión de socios del Ateneo. Igaravídez personifica una visión de expansión capitalista con raros -y arriesgados- destellos visionarios. Sobre él escribió un poeta visitante; al estudio de su figura se ha dedicado fervorosamente algún investigador de su pueblo, además de historiadores académicos. Parece haber una especie de culto en su región a la memoria de Igaravídez, sustentado en investigaciones documentales.
Se informa que su padre era español y su madre puertorriqueña. Nació en Puerto Rico, fue senador en las cortes españolas, y recibió el título de marqués de Cabo Caribe. Fundó en tierras de su esposa, viuda de un tal López, en Vega Baja, la primera factoría central de la isla: San Vicente. 
Entre 1878 y 1880 visitó San Vicente Carlos Peñaranda, periodista y poeta liberal español que entonces era funcionario de Hacienda en Puerto Rico. Peñaranda dejó en sus cartas puertorriqueñas la descripción de las instalaciones de San Vicente.  La central contaba con su propio muelle en la ensenada de Cerro Gordo, y con medios de transporte privados: las goletas Hortensia y Laura y el vapor Enrique, nombres de los hijos de la esposa del propietario.  El paisaje agroindustrial que describe Peñaranda vale por la foto panorámica que seguramente se tomó, y acaso existe, innombrada, en algún archivo, aguja en un pajar.
Ocupa la Central un punto equidistante de todos los extremos de la dilatada vega, que semeja un vasto mar con sus rumorosas cañas mecidas por el viento: desde las más distantes convergen al centro, donde se cruzan, combinan y unen, numerosas redes de vías férreas, sistema Bass, que oprimen diariamente, durante la zafra, pesados trenes cargados del riquísimo fruto. Antes de llegar al molino pasan todos por encima de un aparato de romana, donde dejan como tributo el curioso dato de su peso y el neto de la caña, adelantándose después hacia la máquina. El salón de las máquinas ocupa 42 metros de frente, 17 de fondo y 15 de alto : su fachada principal da al Oriente: rodéalo por los costados Norte y Sur el caserío reformado de la primitiva hacienda : en su parte posterior se alza la robusta chimenea que expele la respiración de aquel monstruo de hierro, mide una altura de 130 pies: un ferrocarril aéreo, que parte del molino o trapiche en forma de herradura, cuyos extremos se unen luego y forman una sola línea, conduce los wagones encargados de recoger el bagazo o residuo de la caña, y llevarlo a sus almacenes: la caja de estos wagones es giratoria en sentido lateral, lo que facilita en gran manera la carga y descarga.
Las cifras subrayan el arrebato del cronista, pero el golpe maestro lo provoca el blanqueamiento, o proceso de dar transparencia al cristal oscuro: “… depurada de toda miel, que filtra a otro depósito exterior, lavada por el vapor, y seca y compacta por la rapidez del aire que la despide con fuerza a las paredes laterales del tambor, forma apretadas masas, y es conducida en andas de blanca madera al almacén general, dando envidia con su pureza y transparencia al cristal y a la nieve”.
Salvadas las diferencias del lenguaje lírico y el tono maravillado, y sustituyendo el vapor por energía eléctrica, la de Peñaranda podría ser una descripción de los trabajos de la central Aguirre en la primera década del siglo XX. Aunque tampoco el pragmatismo yanqui se conformaba con relaciones secas. El tono de exaltación, pavor y vasallaje ante la máquina podría ser un tópico de las descripciones literarias del XIX. La inquietud de Peñaranda y su reiterada devoción ante la máquina (“cree en Dios, arrodíllate y ora, calla y admira”) es comparable a la inquietud del viejo Henry Adams, cuando describe la potencia del imperio nuevo en su autobiografía The Education of Henry Adams.
¿De dónde entonces, la nota pesarosa insistente en aquellos años posteriores a la abolición de la esclavitud, sobre la calidad inferior del azúcar puertorriqueña, sin refinar, en lugar de señalar que las políticas tributarias y de aranceles de España, de Estados Unidos e incluso la del libre comercio de Inglaterra, hirieron de  muerte la industria azucarera de la isla? El ejemplo de Igaravídez, marqués de Cabo Caribe y opulento dueño de aquella factoría” (Peñaranda) podría estudiarse como caso típico de quien asume un destino de independencia y grandeza incompatible con la fatalidad de la historia.
Quizás Peñaranda doblaba como propagandista "de izquierdas", pues las cartas, dirigidas a un poeta mayor, Ventura Aguilera, se publicaron en la prensa madrileña. En todo caso, menciona que en los planes de Igaravídez figuraba un poblado de compañía gestionado por comunidades de obreros organizados:
Pruébanlo la exuberancia de vida que allí se observa, los proyectos de dicho señor de fundar un centro de población en escogido sitio de la vega, sus propósitos de formar asociaciones obreras para construcción de casas, adquisición de tierras y otros fines análogos destinados a promover el mejoramiento de la clase proletaria. La Central del Sr. Igaravídez no es sólo una vasta ó magnífica posesión de un individuo favorecido por la suerte; es la promesa de prosperidad para su comarca; es el adelanto sobrepuesto a la rutina; es el talento venciendo a la impotencia; es el renacimiento de la muerta industria sacarina en Puerto Rico.
Tanto el entusiasmo del visitante como el presagio melancólico de Igaravídez de lo que sería su suerte, se recogen en esta carta:
La noche del 6 era clara y hermosa: nos habíamos sentado en la galería exterior de la casa de recreo Rosario, donde estábamos alojados; formaba nuestro techo un espeso emparrado, entre cuyas movibles y anchas hojas se deslizaban furtivamente algunos rayos de luna, que venían á alumbrar las tazas,  prontas á recibir el aromático café y á convidarnos á las delicias de los aficionados á esta semilla. Al destapar el blanco azucarero para servirse, el señor Igaravídez, mostrándonos el trasparente grano, no pudo menos de exclamar: «Sea la que fuere la suerte reservada á las Centrales en Puerto-Rico, siempre tendré la satisfacción de haber sido el primero en fabricar este azúcar en la Isla.» Noble frase que envuelve un mundo de pasadas contrariedades, de presentes luchas y positivas y venideras victorias.

Ruinas de San Vicente. Foto, Edgar Freytes

San Vicente funcionaba a capacidad cuando la visitó Peñaranda. No tardó en paralizarse. Requería inversiones cuantiosas que el marqués no pudo afrontar, porque una producción necesita, desde el principio, mercados accesibles y suficientes. Tan ambicioso como idealista, Igaravídez adquirió más tierras de las que fue capaz de cultivar y se endeudó irreparablemente. No solo se fue a la quiebra sino que fue a dar al calabozo. Allí firmó un documento que podría llamarse, en léxico actual, un plan de reestructuración de sus deudas.
La realización del sueño o la pesadilla de Igaravídez le correspondería a las centrales de capital estadounidense. Los pueblos invasores no se interesan mucho en leer el paisaje de marcado por sus antecesores, y menos las desventuras de un empresario insensato.  A juicio de los nuevos colonizadores, en la isla todo estaba por hacer. Henry De Ford, como el anciano del grupo de los cuatro inversionistas bostonianos, y custodio del presupuesto del ejército, fue otro personaje en el relato de la incapacidad de los hacendados criollos y el altruismo del capital estadounidense. Sabía, no obstante, que todo el ingenio y la tecnología yanquis no levantarían la industria sin la eliminación de los aranceles sobre las importaciones de azúcar a los mercados de Estados Unidos, como antes hubiera sido necesaria la eliminación de los aranceles españoles. También sabía que si querían allegar los capitales necesarios para reanimar una industria que al estancamiento sumaba la desolación de un monstruoso huracán, él y sus socios necesitarían el respaldo del gobierno de su país, el mismo apoyo que no había sabido proporcionarles el estado español a los empresarios cañeros de Puerto Rico. Además del respaldo que supuso para DeFord and Company la encomienda de administrar la nómina del gobierno militar, la inclusión de la isla en el mercado de Estados Unidos, garantizaba la recuperación total de la inversión y potenciaba ganancias. El puertorriqueño marqués de Cabo Caribe no contó con acceso equitativo al mercado español. En Andalucía también se cultivaba caña de azúcar.
Después de su muerte, sus familiares heredaron el acoso de los acreedores. Tal parece que San Vicente se fue despedazando y que sus solares se fueron repartiendo en litigios, a juzgar por un recurso presentado por Julián Blanco, hombre capaz de redactar documentos ininteligibles: “Recurso gubernativo establecido por don Julián E. Blanco contra dos notas denegatorias de anotación preventiva puestas por el registrador de San Juan de Puerto Rico al pie de dos mandamientos judiciales expedidos en el juicio que sigue contra los sucesores de don Leonardo Igaravídez”. El arquetipo de un capitalista  soñador de comunidades utópicas e inspirador de poetas,  titular de un marquesado puertorriqueño llamado Cabo Caribe, nunca ha viajado bien las largas distancias que se enfrentan cuando desaparece la silueta de la isla en el horizonte.

Barrio Cabo Caribe



jueves, 9 de marzo de 2017

La fórmula (o el plan Tenesí)




para Egidio Colón Archilla


A  pesar del delirante aplauso que les habían dedicado los lectores de The New Yorker, el primer libro de Micaela vendió tan solo cinco mil ejemplares.  Un trauma para quien debe satisfacer no menos de cuatro mercados, además del gusto local de esa nación llamada nuevapueblaistanbulyolkpostcataclismo. Cada vez que pasaba frente a alguna librería reconstruida buscaba su libro en las mesas de remate. Fue comprándolos como los abolicionistas de otra época en un planeta que era otro compraban esclavos para liberarlos. Con los libros rescatados hizo una torre. Encima colocó su queridísimo cactus batracio. Los libros y el cactus ocupaban un rincón del apartamento, encumbrados en un altar de las desgracias de las criaturas híbridas y malqueridas. Micaela se encargaba de amar el libro cada vez que hacía sus ejercicios matutinos, de sonreírle y llenar con la luz de las palabras despreciadas sus órganos internos.
Algunos críticos fueron clementes, pero el del New York Times Book Review, además de acusarla de plagiar un viejo film de Werner Herzog que ella nunca había visto, le sacó en cara digresiones aburridas. El pecado mortal es perder la atención del lector. Algún efecto tuvo la despiadada reseña en su ensimismamiento. Micaela se propuso escribir un libro irresistible. Leyó manuales de métodos y recetas para escribir novelas. Se repetía que la ingeniería de la trama no es un capricho, sino la marca de un auténtico narrador. Aprendió a desviarse sólo cuando el editor le pedía que añadiera peso a sus libros. En adelante, con la regularidad de una menstruación de los tiempos de una campesina sanota, Micaela producía una novela al año, grandes éxitos de crítica y de ventas. La fórmula pegó cinco veces. El séptimo libro volvió a la mesa de remate. Todavía le apestaba el fracaso. No entendía la decadencia de la fórmula. La trama era perfecta. En los bajos mundos del metro de París, en la parada de la ópera, un holograma minucioso del teatro original, habita el chozno del fantasma aquél, casado con uno de los personajes secundarios de Mansfield Park. Caníbales, vampiros ultra poli sexuales, coprófagos, carniceros, en fin “the works”.
– Culpa tuya. Al crítico no le gustó el restaurante donde lo llevaste. Mi novela no era peor ni más descabellada que la de Lin Ma y a él le dieron un Pulitzer. Además, siempre escribí mejor que Junot Díaz, en eso estarás de acuerdo.
Nora la miró con expresión de cariño. La muchacha era una marsopa gentil, pero cuando bebía enseñaba los dientes. Sin personalidad abrasiva no hay escritura, y hasta cierto punto tenía razón Micaela. Otorgar la razón al enemigo nos exime de luchas innecesarias. Nora contaba con todo un refranero para explicar lo que valía la pena explicar. Era humano cagar, follar, mear, parir y morirse. Era de nuevos humanos follar, gozar y vivir para siempre. Hay tantas variables en una reseña como en la historia. Por un clavo se perdió una batalla y el diablo está en los detalles, pero en esa batalla había mil soldados, y algunos tenían úlceras estomacales, otros mujeres o maridos infieles y otros amores imposibles y todos por igual pasaban hambre. Las batallas no dependen de un clavo nada más y los críticos también se deprimen de polvos frustrados y madres endemoniadas, pero sobre todo, del mal dormir. La amargura del crítico del New York Times Book Review nada tenía que ver con la comida. En lugar de invertir en un decoroso restaurante francés lo había llevado a un lugar carísimo de menú pretencioso, por no decir sin sentido, una fusión de haute cuisine vietnamita y palestina. Además, la opinión de un crítico no es determinante. La opinión de los lectores, ese monstruo de un millón de cabezas, generalmente obediente pero impredecible cuando menos se esperaba su desobediencia, es veleidosa.
Micaela había sido una máquina de ganar dinero, y esa máquina bien aceitada le había garantizado la vida. El agotamiento de los mercados forma parte de la lucha de clases, para no hablar de la selección natural, mucho más ahora, desde que la naturaleza misma perdió la guerra. Su caso no era extraordinario en los escritores de éxito. Desde los veinte años había publicado una novela cada año, siempre la misma, pero de apariencia distinta. Esa novela ya estaba a punto de agotarse. Y el trabajo de Nora era la reinvención de lo evidente. 
– Dichosos ustedes los modelos híbridos, bebé, que tienen la capacidad de reinventarse. Sobre todo ustedes, los híbridos étnicos. Quizás se agotó la vertiente vietnamita-palestina, la franco-japonesa, y la paquistaní, pero hay un pueblo en tu sangre que no se ha contado de la manera en que ahora quieren que lo cuentes.
–¿Qué es eso de ustedes los étnicos? ¿Y ustedes? No hay nada más étnico que un gefiltefish. Tú también procedes de un grupo étnico- respondió la niña con un bostezo y entonación borrosa. Parece una borracha de cuadro de Hals, demasiado gruesa, con los labios encendidos.
Nora no se quedó callada.
–Y aportamos a Mailer, Roth, Kafka, Woody Allen, Hannah Arendt, Babel, Spinoza, Benjamin, la lista es infinita. Bastante tuvimos que chuparnos esa proyección agónica. Sabes de lo que hablo. El mercado es racista, pero existe. Si no existieran los nichos no se vendería nada, porque sería imposible distinguir un producto del otro. Lo que existe, existe, lo que es, es. Mira, te dejo aquí un mensaje del editor de The New Yorker. Quiere que le contestes para establecer el rapport nostálgico de tus 18 años. Le interesa que escribas un artículo de 7,000 palabras sobre el Plan Tenesí, quien sabe con qué intenciones.
–Es el mismo.
–Sí, nada menos que el legendario enigma. Roger Cole. Ya no se deja ver. Tuvo un accidente, dicen que quedó desfigurado. Es de esos hombres que rinden culto al machismo existencial, un héroe de Hemingway en estos tiempos deprimidos. Con lo que le pagan no puede hacerse una cara nueva. Por mí, después que haya alcanzado cierto equilibrio vital puede ser un monstruo, siempre que no invada mi campo visual. Parece que la fealdad le ha dado una segunda vida. Y está interesado en ti. Me voy, tengo una cita, por supuesto lo que te comas va por mí, te aconsejo que no devores toda la langosta de una sentada. Ah, y no dejes propina. ¿Te fijaste en las uñas del mozo?
Y se fue, bamboleando caderas, como la dueña del mundo.
Micaela se quedó con el babero puesto. Leyó la nota de Cole sin entender, murmuró las letras por separado. Con dificultad reconoció unas palabras sin que tuvieran más resonancia que el recuerdo de la voz de una de sus abuelas, la madre de su madre, la vieja que le dio su nombre. Nada de recuerdos, olores y sabores. Sólo las letras, pasadas por la garganta de Abue, un timbre parecido al de otra de sus abuelas: la abuela vietnamita.

P-u-e-l-t-o J-j-r-i-c-o.

jueves, 2 de febrero de 2017

El plan Tenesí (un fragmento del capítulo 2)





 Para Marithelma Costa


(En una noche de la Candelaria, quemo páginas de la novela que escribo)

Llega una brisa mañanera húmeda de lugares que ya no existen. Tampoco existe la mañana. Sepa la lectora que de las páginas de este libro han desaparecido buena parte de las islas y los continentes. Queda la ciudad de Nueva York, recuperada tras numerosos cataclismos de todo tipo. La réplica de sus barrios destruidos es casi perfecta. Sólo con el tiempo y el uso se perciben las chapucerías: que la fuente del parquecito Minetta´s Green no estaba en el mismo lugar, por ejemplo, o que el jardín del edificio 290 de la Sexta avenida era más amplio y acogedor. 


Como la ciudad siempre fue inmisericorde consigo misma, y se mutilaba para abrir espacios y edificaciones rentables, las chapucerías no tienen importancia. Los cambios en la topografía del nuevo Nueva York son, en más de un sentido, más honestos que la verdad, aunque a veces descoloquen a los residentes viejos e incluso sorprendan a Micaela. Es curioso, por ejemplo, que Micaela vea flores en el árbol grande que flota ante su ventana. Es un cornejo florido que ayer (es un decir) no tenía capullos y de pronto, con sus florecitas de un amarillo verdoso rodeadas de pétalos mayores que forman una gran flor blanca, parece un velo de novia, largo, misterioso, fatal. Un notable salto en la secuencia, con todo y fragancia enervante.
Nadie dice saber qué destruyó la ciudad reconstruida con urgencia: escapes nucleares, maremotos, terremotos, tornados, ciclones irresistibles, terroristas, plagas. Baste saber que Micaela Minh Said escribe sobre el plan Tenesí en un año que no tiene por qué saberse. Baste saber que cuando Micaela escribe, Nueva York todavía se permite el lujo de sus revistas, de sus museos, de sus intelectuales bruscos.
Antecedentes: la escritora que lleva el nombre de Micaela Minh Said necesita un hígado nuevo. Tendrá que dejar a un lado la novela en que había cifrado sus esperanzas de un retorno a la lista de best-sellers y cometer una locura. Por lo pronto sigue admirando las flores del cornejo. Se le cruzan los tiempos. De momento se confunde. No sabe dónde está, si en su apartamento neoyorquino o en la mac mansión virginiana de Sergio Calderón Morales. Sé que estoy aquí, me despertó el canto del cardenal que hizo su nido en el cornejo. Estoy a punto de bajar a desayunar con Calderón y su consorte, o quizás todavía no es tiempo, o quizás ya lo hice.
Lo dicho: ya no se puede medir el tiempo.
De pronto recuerda que almorzó con Nora, su pesada representante, en una marisquería que destilaba olores a ajo y marisco, en la calle Hudson, la de las aceras sucias y los contenedores repletos de basuras nutritivas. El recuerdo salta con lujo de detalles a la pantalla de los párpados. Era impagable el olor a pescado podrido en un mundo delirantemente feliz de esterilidad, pero Nora todavía presumía de estar al tanto de lo nuevo en gastronomía. Juzgaba a los restaurantes por el decorado y los precios razonables y raras veces los frecuentaba más de unas semanas. Nueva York, decía, se mueve siempre, constantemente, pero en el mismo lugar. Sólo cambia un poco el menú, eso sí hay miles de probabilidades, 18,696 restaurantes, miles de menús que prenden y apagan, miles de sueños de empresarios que colapsan y triunfan. Nora habla como si narrara el comienzo de un documental de la guerra fría. (A Micaela le aburren las imágenes grises, los tonos graves).
         La decoración de la marisquería recién abierta reproduce el interior de un yate: escotillas, paredes revestidas de madera, sillas de vinil blanco. Un asco. En la cocina ya no trabajan los pinches mexicanos de la infancia de los padres de Micaela. Casi todos los nuevos pinches provienen de dos de las cuatro esquinas de sus padres: Vietnam y Puerto Rico.
Nora ya había cambiado de senos más de una vez. Además se hizo dos cateterismos cardiacos preventivos y una cirugía plástica. Tenía cuarenta años más que sobrepasados y se cuidaba, sin abandonar, en su trato con los humanos inferiores –meseros, doncellas, peluqueros– cierto resabio de tacañería. Acaso, más que a la muerte del capitalismo lascivo de principios de siglo, le debía el lado cauteloso de su personalidad a una bisabuela nativa de una ciudad bombardeada durante la segunda Guerra Mundial y sobreviviente de Auschwitz. En raras ocasiones y como para imponer su personalidad resbaladiza, a Nora no le importaba pagar mil dólares por un almuerzo, siempre que el vino fuera de primera, el somelier atildado y guapo y los ingredientes naturales. Esta vez escogió un restaurante que era una de esas reinvenciones constantes en la ciudad. Más bien austero, a la altura de los tiempos del fashionismo austero. El plato más caro, producto de la ingeniería sintética y no de los escasos viveros donde todavía las langostas se reproducían de un padre y una madre, costaba $39.
Nora se veía tan matadita como siempre que se le acercaba la fecha de las vacaciones y el nuevo estirón y el nuevo amante, y el deseo de ser otra. Le habló en plata.
–Es un escándalo el precio de las endivias. Dime cómo se puede hacer una ensalada decente sin endivias. A mí no acaban de convencerme las de sintetizador y para colmo están tan caras como las naturales, que no se consiguen. Tremendo disparate.
A través del borde de la copa, Nora se veía verde. Las endivias estaban baratísimas, pero eso no era lo importante. Nora hablaba en parábolas para referirse a sus intimidades. El nuevo amante debía ser un consumidor de ensaladas. Un temperamento saturnino, un intelectual endeble, quizás un pianista tuberculoso, si eso fuera todavía posible. La reina de las enfermedades románticas. Qué bien se las arreglaban los médicos de la humanidad primitiva para definir cualquier tratamiento. Eran cuatro las causas de las enfermedades, cuatro los elementos. A los sanguíneos los sangraban y a los demás les recetaban vinos poderosos. Sorbió despacio del martini, pensando en la difteria, una enfermedad casi terminal que había ido sumiéndose en el olvido, como la tuberculosis cuando se descubrió la penicilina, pensando también si el bacilo de la tuberculosis tendría algún uso culinario, o si los martinis los matarían de inmediato. Por respeto al hígado enfermito tenían que bastar dos martinis putos y uno virgen en vez de los cuatro putos habituales.
–Nenita, te traigo buenas noticias– dijo Nora, poniendo sus dos manos calientes sobre una de las manos grandes de Micaela. Y la miró, entre distante y divertida, con sus ojos verdes, pelo rojo, pómulos magníficos. Micaela no odia a nadie, las pasiones feroces no tienen asiento real en ella, aunque sepa finjirlas. Sólo durante un pestañeo odió tanto a Nora que se le saltó una lágrima.
Micaela abre y cierra varios archivos implantados. Aparece uno sin fecha, porque las fechas ya no sirven. En ese archivo a Nora le gustaba que Micaela fuera irreverente, una pústula abierta de mezquindad; símbolo mercadeable de desaliño artístico e independencia intelectual: Di la verdad al poder. Así adiestró a su pupila multiétnica, y esa imagen de intelectual polimorfa, un poco a la histórica Patricia Highsmith, otro poco a la anciana Amélie Nothomb, otro tantito a doña Cristina Ricci, con una pizca de doña Rosie Vélez para suavizar la figura de torre devoradora de Micaela, les había servido bien en las giras de promoción de los primeros libros.
Primeros libros, que nostalgia. Micaela ataca a su representante:
–¿A sí? ¿Me conseguiste un hígado? ¿Cuánto me cuesta? ¿Lo compraste en Calcuta, hija de puta? Prefiero un hígado de macho. Son más resistentes al alcohol y además los muy asesinos se merecen quedarse sin hígados.
– No seas disparatera, sabes muy bien de dónde vendrá tu hígado. Si lo quieres macho no hay problema, siempre y cuando depongas esa tendencia destructiva que te hace verte más fea de lo que eres. Te vendemos a ti, querida. Y no es fácil. Eres una aguafiestas, y si hay algo que reta la paciencia de los lectores es la malacrianza.
– Juicio profundo, viniendo de ti. ¿Venderme a mí? Mi escritura pasó de moda, eso lo dijiste tú. Mis acciones han caído con la bolsa y con el mercado de las energías alternas, eso dijiste en la fiesta del solsticio. Me amenazaste con una visión catastrófica. Soy una escritora maldita, no me queda otra. Escribir una novela cada diez años, una reseña pasajera del New York Review of Books, y entonces con el mismo hígado vivir de los recuerdos, mudarme a Brooklyn, vivir de las regalías y ser famosa a los cincuenta años y morir a los cincuenta y uno, porque los escritores famosos mueren a los cincuenta, pero yo, que no seré tan famosa, duraré un año más.
Nora rió con un destello de ojos verdes y pulsera grande. Estaba vestida para el lugar, con aretes comprados en el pulguero, mahones baratos, una blusa exquisita que debe haber costado una fortuna.
–Querida, no te lo iba a decir así, como quien vomita en un avión, amargándole la vida al prójimo, pero ya no me gusta esa tónica autodestructiva y a tus lectores les gustará menos. Está pasé. Ya no funcionan la malacrianza ni los vampiros ni el sadomasoquismo. Las cosas están malitas. Bastante jodidos están como para que te des terapia en tu escritura torcida y arrogante y para colmo les pases la cuenta. Los libros son mercancías para el placer. No son indispensables para vivir. Ocupan espacios inelásticos en apartamentos donde ya no cabe nada. Acumulan polvo. Si son electrónicos pueden salir 10,000 idénticos con títulos diferentes de un solo clic, tantos que el bosque no deja ver los árboles.
–Ahora cuéntame la de vaqueros, ese sermón ya lo oí.
Y desconectó el auricular. Porque Micaela es sorda, una caída, un golpe, un virus. Sorda necesitada de auriculares, desde niña
–Sólo a los autores les hace falta escribir para vivir. Los lectores no te necesitan. Dile a tu técnico genetista que te revise las dosis. Nada, no te lo mereces, pero estás de suerte. The New Yorker se interesa en ti.
Sorda, lee los labios rojos de Nora. The New Yorker. Micaela se echa a reír y termina en llanto. Se sopla los mocos con la servilleta babero y se obliga a recordar. The New Yorker. Sí, aquel otoño de dos mil algo. La graduación, la pasantía. Le habían publicado un artículo sobre los mil restaurantes vietnamitas de Manhattan. The New Yorker. Siendo una niña su padre la llevó a ver a Junot Díaz y a Annie Proulx en una actividad de The New Yorker Festival. Las lecturas se hacían en Chelsea, en un almacén transformado en ágora oscura con cabida para quinientos espectadores que pagaban treinta dólares para oír leer a los autores y después hacer fila y acercarse a los micrófonos con alguna pregunta. Junot había leído de su novela en curso, la segunda parte de Oscar Wao, con abundantes alusiones a los culos de sus amoríos. Proulx, de un libro sobre los parques de Wyoming, inspirado en  un guardia forestal que enloqueció por el amor de un sequoia, o de un matojo volador, de esos que los eremitas ven en los desiertos.


miércoles, 1 de febrero de 2017

Plan Tenesí PR8






Para Beatriz Llenín Figueroa y Lissette Rolón Collazo

(Hago una pausa en la escritura de la novela sobre la PR3 para recuperar un proyecto anterior. Comparto el primer capítulo de El plan Tenesí).

Ya es común decir que la operación conocida como el Plan Tenesí nos cambió el mundo, pero en otro tiempo esas dos palabras eran notas al calce en diccionarios que nadie consultaba. El tino de los radares nunca sirvió para situar un dato menor. No basta que sobreviva en la memoria artificial básica. Si no repercute, no existe. Todo cambió cuando un muchacho atlético de ojos azules se lanzó de cabeza al tanque de un triturador de intestinos de cerdo, estiércol de vaca y papel sanitario en The Oranges, New Jersey. La máquina formaba parte de un herrumbroso sistema de producción de energía de biomasa.
Un detalle pintoresco: el joven llevaba una capa de gran vuelo con leyenda al dorso. Plan Tenesí PR8. La capa no se descompuso, pero el cuerpo del muchacho sí. Se sabe que era atlético y demás porque sobrevivió en buen estado su memoria teledigital, donde constaban una identidad y un retrato. La antimateria desatada ahogó residentes y encendió alertas rojas en los tele transportadores de las ciudades aledañas, que también quedaron inhabitables. Los  menos afectados por el escape nanofecal pugnaron por ser incluidos en la lista de semi humanos dignos de sobrevivir. Una máquina justiciera determinó que fueran indefinidamente excluidos en una estación espacial de clase media baja, un armatoste antiguo donde se mantienen de buen ánimo, celebran el viernes social e incluso intentan reproducirse sexualmente.
Se abrieron los diccionarios poco fatigados en busca del sentido de las dos palabras. Pronto volvieron a cerrarse.
El segundo atentado contra la inestable paz de Estados Unidos ocurrió en el extremo opuesto, en Kreizer, Oregón.  En esa ciudad apenas quedan 3,000 habitantes, de una comunidad que llegó a tener alrededor de 40,000 residentes. Hacia 2011 se diseñó para Kreizer un plan de desarrollo un tanto lírico. Contaba con una infraestructura de energía renovable, jardines flotantes, granjas urbanas y, al centro, una lomita formada con composta, ceñida por una vereda en espiral. En una de las vueltas encontraron el cadáver de un joven idéntico al anterior, si bien, en honor a la verdad, no era realmente igual. Era el mismo.  El joven infiltró con un mensaje subliminal la red digitotelepática que todavía se mantiene en pie, instando al suicidio sonriente, no sin antes inyectar, en todos los idiomas que aún se leen en la Tierra dos palabras, dos letras y un número: Plan Tenesí PR8. Los sobrevivientes, que sí los hubo, añadieron su cuerpo a la composta y se encerraron en sus casas.
A pesar de la proximidad temporal de los atentados y de la coincidencia de sus representaciones en lugares que en otro tiempo habían inspirado planes visionarios, tampoco se prestó mucha atención al segundo suicidio. El miedo es inseparable de nuestra experiencia. La historia solía contarse en sucesión de pequeñas batallas y guerras prolongadas. Ahora se lleva su cuenta en la lucha cotidiana contra el terror, y cada día trae un encuentro con formas horrendas. De modo que los suicidios y sus mensajes  no tenían por qué llamar la atención de quienes procuran la seguridad de la nación (se les puede disculpar el retraso en un mundo donde lo anormal es la paz y el suicidio un método corriente de desconectarse).
El tercer suicidio, ocurrió en la comunidad californiana de Rialto, donde la especulación inmobiliaria desafió al desierto de San Bernardino y se estableció una compañía de juguetes que solo los humanos más viejos recuerdan. Allí se inmoló pegándose fuego otro joven atlético. Esta vez, además de la repetición del suicidio del muchacho, y de la capa inscrita, se produjo algo de veras insólito. De la fogata del suicidio emergieron (como de un experimento de germinación de guisantes cruzados) varones de diversos colores: negros con ojos amarillos, amarillos con ojos negros, de cuerpos rayados, de pieles moteadas. Los hijos del suicida, por así llamarlos, se dispersaron de inmediato, confundiéndose con la población, que ya incluía algunos ciudadanos de colores artificiales.
En la nación se hizo una sola voz, un solo caos, parecido al revuelo que, cuando había hormigas, dicen las viejas, alborotaba los hormigueros envenenados. No se recuerda quién fue el primero en sumar a los espacios virtuales que compartimos el comentario preciso: “El mundo es otro. Más vale reconocerlo y vivir a conciencia de que lo aprendido y acumulado no sirve para nada. Y que el lugar de nuestra especie –digo nuestra como digo vuestra– jamás será el mismo”.
De algún modo los medios dieron con las pistas que hasta entonces no habían despertado interés, inyectaron ríos de pánico, reabrieron los diccionarios poco fatigados en busca del sentido de las dos palabras, volvieron a cerrarlos.
Pasó un tiempo imprecisable – ya no se puede medir el tiempo, no hay consenso entre humanos viejos, semihumanos y humanos artificiales- antes de repetirse los suicidios y la proliferación de seres moteados, rayados, negros, rojos, amarillos y azules. No era posible entrar a la casa asignada, cepillarse los dientes, acostarse en la cama destinada, sin dispensar muestras de ADN. Cuando se fue haciendo rutinaria la prestación de heces fecales matutinas, es decir, cuando la nación se acostumbró a la molestia, comenzó otro ciclo de atentados con resultados idénticos. Para detenerlos hubiera sido preciso eliminar de raíz todas las especies, y esa pérdida no tiene sentido para los mercados, que han tomado más tiempo del previsto en hacer la transición hacia el martedólar. De modo que el misterio llegó a su fin. Al fin empezaba a vislumbrarse un método común en el suicidio, resurrección y reproducción del muchacho de ojos azules.
El cuarto suicida estalló en medio de Cicero, un sector de Chicago que en tiempos remotos fue sede de una monstruosa fábrica de feísimos teléfonos, artefactos enormes e ineficientes. De aquella comunidad de personas color barro quedaban las vías del tren elevado. Desde ellas se lanzó el muchacho al pavimento. De su sangre brotaron cientos de criaturas de colores que jamás se han visto en pieles estiradas sobre esqueletos humanoides. El suicida agarraba una bandera modificada de Estados Unidos: tenía tres franjas y ocho estrellas. De sus labios despedazados brotó un grito tan poderoso que las ruinas de Cicero se hicieron polvo, y los retoños de los arbolitos sembrados para limpiar sus tierras contaminadas lloraron de espanto: Plan Tenesí, Puerto Rico 8.
Un vistazo a la plaquita madre implantada en las neuronas del muerto reveló lo que ya se sabía: se llamaba (se llama, porque se reproduce al infinito) Sergio Calderón Morales. Al hacer las respectivas autopsias de los restos digitales de los suicidas anteriores se corroboró la sospecha. Todos eran rubios de ojos azules y cuerpos atléticos. Todos se llamaban Sergio y eran idénticos a un señor muy viejo tal cual fue en su juventud: Sergio Calderón Morales. Los investigadores, recordando sus deberes, tuvieron que acudir al museo de los servidores y rescatar un modelo del 2020. En las páginas pornográficas del tal Calderón se encontró su retrato juvenil. La solución del caso estaba encaminada. Los terroristas pudieron haberse economizado el próximo suicidio, que francamente sobraba. Sucedió en Florida. Los muchachos multiplicados se perdieron en los manglares. No se les prestó atención, pues la verdad es tan rara que no tiene competencia.


Un mortal sin implantes llamado Francisco Valdés desentrañó el enigma que escapó a las más complejas inteligencias artificiales. El Plan Tennessee fue la estrategia empleada por el estado de ese nombre –hoy desaparecido– para ingresar, en 1796, al club de las trece colonias recién independizadas de Inglaterra. (Los datos históricos se apuntan con retórica ironía, pues son absolutamente incomprobables). Los colonos de Tennessee,  matadores de indígenas, devoradores de carne de jabalí ahumada protagonizaron una invasión de bárbaros peludos al parlamento de los founding fathers con peluca. Parecida estratagema usó el territorio de Alaska en el siglo XX y también Washington, DC. Con la admisión de la extinta Washington DC a la Unión, la bandera de Estados Unidos llegó a tener 51 estrellas. Tras la desaparición catastrófica de cuarenta y cuatro estados, es decir, casi todos, con excepción de Illinois, Florida, Oregon, California, New Jersey, Virginia y Nueva York, las estrellas se redujeron a siete y las franjas a tres. En Nueva York no hubo atentado suicida. Total, para qué.
La teoría de Valdés asombra. Algo tiene que ver el sacrificio de los Sergios con el deseo de que Puerto Rico sea admitido como el octavo estado de la nación. En el archivo de uno de los diccionarios poco fatigados se informa que Puerto Rico todavía existe.  Es una de las miles de islas que pertenecieron a Estados Unidos (solo el archipiélago filipino, estadounidense hasta 1945, tuvo siete mil islas). Puerto Rico, la inspiración de una chillona comedia musical olvidada. Puerto Rico, cuyo nombre, para algunos, evocará a una escritora joven que tuvo muchos lectores y los perdió: Micaela Minh Said. 


Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...