Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades
Cuentan que hay una isla sin nombre, más pequeña que la nuestra, y más feliz. Es decir, sus habitantes son más felices, porque las islas pueden ser fértiles o inhóspitas, doradas, verdes, blancas o negras, pero sólo los humanos podemos ser felices. No sé si saben que en la Tierra se han contado 18,995 islas. Esa cifra, tan puntual, no debe ser exacta. Las islas nacen y desaparecen. Además su número es inmenso. Solamente el archipiélago de las Filipinas tiene más de 7,000 islas.
No importa cuántas haya, pueden ser sedes de imperios y de culturas hegemónicas, como Gran Bretaña, o colonias de poca extensión geográfica y curiosa complejidad social, como la nuestra. Hay islas que tienen forma de atolones (lagunas rodeadas de arrecifes). Otras son continentes.
Así que esa isla sin nombre, más pequeña que Puerto Rico, podría ser un imperio o un peñón. De esa isla nos interesa uno de sus habitantes. Llamémosle Víctor.
A Víctor le gusta viajar, pero sólo entre islas. De Manhattan a Madagascar. De Australia a isla de Mona. Si yo pudiera pasar el tiempo viajando no escogería un método tan riguroso, pero Víctor se impone unos criterios para disimular su apasionado caos de coleccionista.
Acaso sus travesías circulares representan una forma de viajar sin moverse de sitio. Que quede claro, si fuera preciso, que esos viajes son posibles porque en la isla de Víctor todos son millonarios.
Dije que Víctor es coleccionista. Colecciona cuentos y poemas como si fueran especies, los escucha, los graba en una máquina; los lee, los copia. Está escribiendo una enciclopedia. Por él supe que en la isla de Madagascar vivió un poeta contemporáneo de Luis Palés Matos. Se llamaba Jean Joseph Rabarivelo. Jean Joseph murió muy joven, abacorado por la depresión y la adicción a drogas. Escribió versos de espléndidas imágenes marinas que Víctor tradujo al español, y que recuerdan alguna estrofa del poema “Mulata Antilla” de Palés:
Y eres testigo de sus penas cotidianas
de sus labores interminables
de su agonía acribillada de truenos.
Hasta que los baluartes del este
repiten los ecos de las caracolas marinas
y ya no la compadeces
Ni siquiera recuerdas que sus sufrimientos
renacen cada vez que muere el sol. [1]
Hace poco Víctor vino a verme. Entró sin tocar a la puerta, como en una historia de fantasmas, y me dijo: “Soy un personaje, Marta. Tú también, eres un personaje”. Entonces puso en mis manos un manuscrito y desapareció.
Me dormí sin abrirlo. Soñé que despertaba, encendía la luz y lo leía, pero no pude levantarme. Cuando amaneció el manuscrito encuadernado ocupaba la mesita de noche. Salvo algunos borrones y palabras sueltas, las páginas estaban en blanco. Caí en cuenta de que Víctor había partido en una de sus largas excursiones, sin fecha fija de regreso. También supe que aquellas páginas enigmáticas eran el principio de esta conferencia.
Los comienzos son arduos: por dónde iniciar una partida de ajedrez, o un algoritmo; la organización de un cuarto revuelto, una conferencia o un relato. Se han escrito libros sobre la manera más eficaz de comenzar una novela o un cuento. Hay quien dice que debe ser por el medio, cuando ya la fiesta está prendida. Hay quien recomienda lo contrario: es conveniente empezar por el principio.
Empezar por el principio requiere delinear el asunto. Vamos a hablar de las misteriosas palabras de Víctor. Vamos a hablar de personajes y de historias. De las historias íntimas que nos identifican a cada uno de nosotros. De las historias escapadas de la intimidad, de los cuentos dispersos. Tanto las historias íntimas como los cuentos dispersos, tienen una raíz en la palabra. Palabras que se tejen para crear tramas y formar identidades.
Sí, porque pensándolo bien, a Víctor no le falta razón. En un plano muy verificable, somos personajes prescritos, como los de una novela. Nosotros, tan reales, tan concretos, además de ser organismos compuestos de carbono, nitrógeno, hidrógeno, oxígeno, calcio, fósforo y agua, somos personajes.
Los personajes de un cuento o de una novela viven por lo general en unos escenarios sociales y privados. Forman parte de una trama. La trama de un relato es la relación dinámica e integradora entre las acciones. Inventar una trama equivale a juntar elementos dispares, conforme a una lógica interna del relato. Los personajes de ficción no existen, sin embargo se mueven con una impresión de necesidad, cuando no fatalidad, en el ámbito de sus tramas.
Nosotros sí existimos, y también nos movemos en un tejido de tramas que a veces parecen ficciones. Piensen en las estadísticas actuariales. Desde antes de nacer formamos parte de un universo numérico; un mundo donde se nos concibe, ante todo, como consumidores. De entrada se nos impone un nombre y se nos asigna un número. Nos calculan cuántos años podríamos vivir, qué ingreso llegaremos a tener, la calidad de la ropa que usaremos, el precio de la vivienda donde residiremos, el carro que podremos pagar, la dieta que consumiremos, nuestras preferencias sexuales, nuestra capacidad intelectual, el costo de nuestros entierros.
Esas proyecciones estadísticas parecen más mortales que vitales. Pintan un horizonte gris donde la vida humana transcurre con menos libertad que la de muchos personajes de ficción.
Por suerte, además de formar parte de un mecanismo de promedios y medianas somos también personajes de historias más íntimas. Nuestras historias íntimas son carne apalabrada, imágenes escritas en la carne y el hueso.
Esta no es una metáfora. Parece que las primeras sensaciones de los humanos se centran en el oído y el olfato; las caras parlantes que rodean a los niños, los olores y colores del entorno.[2] Esas experiencias sensoriales primarias van atadas a la palabra, y forman un sedimento muy concreto de lo que podríamos llamar la persona. Sospecho que compartir esa manera de empezar a conocer el mundo es una experiencia unificadora de la especie, aunque la impronta que dejen sea diversa en cada persona. Algunas placenteras; otras, las de los niños maltratados, los hambrientos, los de la calle, experiencias traumáticas. Pero sea como fuere, esos olores, esas imágenes, esos sonidos, esas palabras, se alojan en el cuerpo; el cuerpo es un lugar de la memoria.
A propósito de esas primeras memorias, ese sedimento de la identidad personal: el mundo de mi infancia tenía olores y sonidos que se han extinguido como se extinguieron ciertas especies, ciertas costumbres, ciertos alimentos. Los primeros días en una clínica abierta a una calle polvorienta, con ecos lejanos de revendones y de la crónica de la guerra del momento en las velloneras. Luego, el espectáculo de la calle en el pueblo chico, que complementaba las novelas y los programas radiales de cuentos infantiles. Más tarde la televisión “en vivo”.
En un cuerpo iniciado por estímulos tan ricos, tuvieron entrada fácil las palabras sabrosas. Porque el aprendizaje de la palabra, oral o escrita, es una experiencia sensorial. Una de mis abuelas, la que conocí, era cuentera. Uno de sus cuentos más impresionantes trataba de un diluvio que duró siete días y siete noches. Cuando terminó de llover se desató otra catástrofe. La tierra se secó azotada por unos vientos que duraron los proverbiales siete días y siete noches. El mundo se convirtió en un desierto. No recuerdo cómo terminaba el cuento. Muy probablemente tenía un final feliz, o al menos justo. El numero siete es, desde luego, impreciso y mágico; denota, más que una cifra, un presagio de revelaciones.
Otro de los relatos de la abuela era más doméstico, pero no menos portentoso. Narraba la historia de una palomita que ponía huevos de oro. A la segunda mujer, y perversa madrastra de los hijos sufridos del dueño del ave mágica, se le ocurrió que si se comía la palomita en un caldo se haría rica. Acaso creía que la ingestión de la paloma le transmitiría el don de expulsar excrementos de oro. Tras muchas desventuras el hombre recuperó el corazón de la paloma, pero no recuerdo si con él recobró los bienes que el animal le proporcionaba.
De los cuentos de mi abuela me quedan unos pedacitos; no obstante el tono de apertura a lo maravilloso sigue intacto. De las historias del abuelo esposo de la abuela cuentera retengo metáforas. Mi abuelo era un inventor de imágenes. Un hombre no se zambullía en el agua, le “hincaba el moño al agua”; no moría, se lo llevaba “la pelona”. Mi abuelo era chofer de una guagua que parecía una novela sobre ruedas. En aquel vehículo de siete cambios que hacía la ruta entre Cayey y Guayama viajaban jíbaros cargando sacos por los que asomaban gallinas descendientes por un ala de los pájaros transportados desde las Islas Canarias en el segundo viaje de Colón. También acarreaban racimos de plátanos de la India y tubérculos de la amazonía y África Occidental. De día, la carretera animada por viajeros parlanchines parecía un semillero de historias, pero de noche no era favorable para hombres y bestias. En la bruma aparecían mujeres fantasmales que pedían pasaje al pueblo siguiente, pero sólo con el fin de matar del miedo a los choferes curiosos y mal intencionados. También circulaban cuentos de explotación, violencia y miseria.
En algún momento mi familia se mudó a una urbanización donde llegaba Santa Claus. Mis padres nos compraron a mi hermana y a mí una enciclopedia juvenil y descubrimos la belleza de los cuentos folklóricos de otros lugares. Una experiencia surrealista, esos encuentros. Ahora entiendo que me tocó vivir la transición de una sociedad de tradición oral a otra marcada por la escritura. A pesar de los conflictos, de los traumas y dislocaciones que producen los cambios, el primer paso entre ambas eras imaginarias fue gozoso. No había distancias insalvables entre las narraciones que entraban por el oído, por la vista, por el olfato, por el gusto y el tacto, y el mundo de la tinta sobre papel. La historia íntima de los cuentos familiares me abrió el apetito de conocer el mundo. Somos puertorriqueños, pero la patria, para citar a Hostos, es un punto de partida. Puerto Rico queda en el Caribe y el Caribe en América y América en el mundo y el mundo en un universo movedizo. En el desfile de la calle y los cuentos de camino prendió el vocabulario del cine. Los enredos de las radionovelas ambientadas en lugares fantásticos no estaban tan lejos de las tramas de novelas admirables. El programa radial “Alegrías infantiles” me relacionó con los cuentos de las 1001 noches y de Hans Christian Andersen, es decir con la Bagdad del siglo 10 y la Escandinavia folklórica. En un cuartito de una casita de barriada, entre olores a guisos suculentos, viví una globalización fantasiosa anterior a la globalización virtual.
Me parece que los escritores se nutren del espacio generador de ficciones que es la casa natal. En la primera casa que recordamos se aprende una relación con el mundo. La escritora Virginia Woolf apenas salió de Inglaterra, pero sin visitar Rusia leyó magistralmente a los novelistas rusos; García Márquez es nativo del Caribe colombiano, un lugar que le regaló al escritor sus secretas conexiones de familiaridad con la Europa atlántica y el continente africano del siglo 16. El puertorriqueño Alejandro Tapia viajaba en prosa por la Venecia del siglo XV rumbo al San Juan de un futuro que él soñó de manera personalísima.
Sin esa raíz en el oído, sin ese lugar de la memoria, hubiera sido otro el acercamiento. Desde luego, puede ser tanto o más rica la experiencia de un escritor de la diáspora, como Pedro Pietri, el poeta que escribió, en un inglés quebrado, los versos:
Mi abuela
has been
in this department store
called america
for the past twenty-five years.
She is eighty-five years old
and does not speak
a word of English. That is intelligence.[3]
En medio de ese país llamado tienda por departamentos y sus decenas de guetos, a Pedro le quedaba la abuela.
Para puntualizar: Entre el pueblo y la urbanización acumulamos experiencias riquísimas y sufrimos pérdidas profundas; sensaciones inscritas en el cuerpo como en un libro. Esa escritura subjetiva se llama memoria.
Prosiguiendo con las analogías entre el cuerpo y un libro viviente, ¿qué tipos de “libros” son las personas nacidas a partir de una fecha arbitraria, digamos a partir de 1990? Ustedes me dirán que cada persona es un mundo. Pero hay experiencias comunes, y también ausencias comunes. No sé si todavía hay quién narre cuentos como los que se hacían en mi casa. Sospecho que ya no abundan los abuelos cuenteros. Ignoro si los jóvenes nacidos después de 1990 vieron en sus primeros años el desfile de las calles, si sus familiares cultivaban jardines desordenados de begonias y helechos y una parra que no dio fruto en la que el abuelo colgó un racimo de uvas plásticas.
En cambio sí tuvieron, desde la cuna, teléfonos celulares, juegos electrónicos y la Internet, además de un estatuto de consumidores y la capacidad de comunicarse sin tropiezos con cualquier rincón del mundo. Para los ciudadanos que nacieron a partir de 1990 es normal una percepción vertiginosa del tiempo.
Evidentemente el tiempo ya no es lo que era. El historiador Andreas Huyssen describe una
lenta pero palpable transformación de la temporalidad en nuestras vidas, una nueva estructura de la sensibilidad, provocada por la compleja intersección del cambio tecnológico, los medios masivos de comunicación, y nuevos patrones de consumo, trabajo y movilidad a escala global…La vida útil de los artículos de consumo ha disminuido radicalmente. De igual modo ha disminuido la duración del presente. Es por eso que la memoria y la evocación del pasado levantan una protección contra la obsolescencia y la desaparición, intentan contrarrestar la profunda ansiedad causada por la rapidez del cambio y el encogimiento de los horizontes de tiempo y espacio.[4]
Ya no abundan los abuelos cuenteros. Sin embargo, tal vez por la sensación de que el tiempo vuela como nunca, se han multiplicado los cuentos. Los juegos electrónicos son versiones de mitos antiguos y de cuentos folklóricos: la figura heroica, a la manera de Odiseo o Hércules, se enfrenta a los monstruos más feroces y a incontables obstáculos, en una ordalía de búsquedas que tiene por destino purgar una culpa, rescatar a un inocente o restablecer el orden del universo. Como monstruosas novelas desbordantes de personajes y peripecias, los espacios virtuales por el estilo de My Space y Face Book, se alimentan de millones de historias personales.
De la televisión no hay mucho más que decir. Opina Cristina Peri Rossi, que si bien la televisión es una tecnología del siglo 20, “se comporta” como una novelista del siglo 19. Es una máquina de hacer historias, una devoradora y transformadora de relatos. Por ejemplo, los programas donde los detectives se apoyan en los métodos más adelantados de la patología forense para resolver crímenes tienen antecedentes en historias muy antiguas: en los mitos de Orfeo y de Narciso, en el enigma de Edipo, en la clarividencia de los sacerdotes que leían en las vísceras de un animal el destino de los pueblos. Sumergidos, por no decir ahogados, en un caldo de imágenes mediáticas, nos confundimos, más que nunca, con personajes de ficciones ancestrales.
La obsesión de los medios de masas por contar historias constituye una maquinaria donde el pasado se trae continuamente a un presente que se devora a sí mismo. Ese febril deseo de convertir todo en memoria, de deshuesar y exprimirlo todo fuera de contexto, en el mismo plano de importancia, desemboca, curiosamente, en un estado más parecido a la amnesia que al conocimiento.
Y ustedes me preguntarán, ¿a qué viene todo esto, qué tiene que ver la tecnología que manejamos y a su vez nos maneja, con el título de esta conferencia, “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”, que forma parte de las actividades de la Semana de Puerto Rico? Pues mucho, ya verán.
El filósofo Paul Ricoeur, propuso una facultad humana que en traducción se conoce como “inteligencia narrativa”.[5] Se trata de la capacidad de organizar el tiempo como si fuera un relato. Esa capacidad nos permite entender lo que leemos, así como dar forma a lo que percibimos, y anticipar lo que pasará mañana; recordar lo que hicimos ayer y relacionarlo con nuestra agenda de hoy. Además, esa inteligencia narrativa sostiene nuestras identidades personales y colectivas. Porque nuestras identidades fluyen en el tiempo, entre experiencias vividas y anticipaciones.
A propósito de identidades, el filósofo de la ciencia Daniel Dennett, autor de Consciousness Expanded, Consciousness Explained, propone una interesante definición del self, o persona. El “self”, se afirma, es “una fuerza de gravedad que atrae y acumula narraciones”.[6] Ese centro de gravedad que atrae y acumula narraciones como si fuera un imán, un novelón o un lector insaciable de novelones, consiste en una fuerza de atracción persistente, que segrega un “tejido de palabras”. Ese tejido protege al yo como la concha protege al caracol. Lo mantiene vivo, lo sostiene, como la telaraña a la araña.
Es decir, que estamos atrapados en las tramas de relatos que constituyen identidades. Sin esas identidades quedaríamos tan desamparados como caracoles sin concha. Eso no impide que a diferencia de los caracoles podamos optar por una libertad azarosa, renegar de las identidades que nos protegen, pero que también nos limitan y aprisionan.
De hecho, el deseo de transformar nuestras identidades, el hambre insaciable de nuevos comienzos, es quizás el sentido moderno de eso que conocemos como tradición. Desde hace cientos de años la tradición ya no es lo que era. Ya no se la concibe como la transmisión unidireccional de artefactos y prácticas culturales de una generación a las siguientes. Ya no es una galería de monumentos invariables e incontestables. La tradición es lo que el presente escoge conservar del pasado y cómo lo conserva.
Veamos un ejemplo. Para el estado colonial de los años cincuenta la tradición se expresó en el diseño programático del Instituto de Cultura Puertorriqueña: una historia cultural tramada por una institución, un diseño de nación que apostó a que no era necesario un estado soberano para establecer un ministerio de cultura, eso sí, en pequeña escala y sin recursos económicos considerables. Para los intelectuales de esa misma época la tradición fue mucho más ancha. En escritores como José Luis González la tradición es heredera de la modernidad toda. Sea como fuere, hay huecos entre la reescritura oficial de la historia y el deseo de nuevos comienzos que pretenden olvidar los conflictos del pasado. Ese afán de nuevos comienzos implica demoliciones y censuras.
La censura del pasado tiene en ocasiones el efecto contrario: aviva el deseo rebelde de conocer lo que se tiene por prohibido. Ese ha sido el caso de generaciones de escritores puertorriqueños. Es más, la rebeldía sigue presente de algún modo en varios escritores actuales para quienes el tema de la identidad nacional ya no es acuciante. Según Pascale Casanova, los escritores en plena globalización siguen siendo herederos de la historia literaria nacional e internacional que los “forja”.
Sólo a partir de su manera de inventar su propia libertad, es decir, de perpetuar, transformar, rechazar, aumentar, negar, olvidar, o traicionar su legado literario (y lingüístico) nacional se podrá comprender la trayectoria de los escritores y su proyecto literario, la dirección, el rumbo que seguirán para convertirse en lo que son. El patrimonio literario y lingüístico nacional es una especie de definición primera, a priori y casi inevitable del escritor, definición que él transformará (rechazándola) si es necesario o… constituyéndose en contra de ella por medio de su obra y de su trayectoria.[7]
¿Cómo aumentan, niegan y olvidan su tradición los escritores actuales? Rafael Franco es autor de la novela El peor de mis amigos. La novela describe con una belleza sobrecogedora una relación amorosa entre dos adictos. El espacio narrativo traza los mercados de la droga en San Juan, Nueva York y Denver. La novela es singular en el contexto de la literatura puertorriqueña e incluso latinoamericana. Sin embargo, no oculta sus vínculos con la musicalidad erótica presente en la Rayuela de Cortázar y un tocar de oído que dialoga con las escrituras metafóricas de Luis Rafael Sánchez y Ana Lydia Vega. No hablo de influencias, sino de reverberaciones. Son escrituras que vibran en un tono común. En todo caso, quisiera leer los textos desde una visión del tiempo que trascienda las influencias unilaterales y las cronologías. Otro autor de armas tomadas, Juan Carlos Quiñones, cuya primera novela, Todos los tiempos el tiempo, se publicará pronto, confirma que en la escritura el lenguaje siempre está entre comillas. Es fascinante y sospechoso, pero ordenado, como un juego de antecedentes surrealistas, cuyas reglas se desconocen. El descubrimiento de las reglas es precisamente la meta del juego.
Franco, Quiñones, Ana María Fuster, Mario Cancel, Alberto Martínez Márquez, Carlos Vázquez, Elidio La Torre Lagares, Pedro Cabiya, para nombrar sólo autores relativamente jóvenes, conocen, traicionan y reinventan sus tradiciones y su propia libertad sobre la marcha de un trabajo consecuente. Sin ser historicistas, (historicista es quien piensa que el “espíritu” de la Historia determina los procesos culturales) sin ser historicistas, reescriben el pasado histórico y literario. Mientras seamos humanos, esa capacidad de releer y de reescribir, esa inteligencia narrativa estará en la palabra. Como señala la escritora argentina Angélica Gorodischer: “hace muy poco tiempo que escribimos y que lo que escribimos es sagrado porque es la memoria de haber sido humanos, de serlo todavía aunque a veces parezca que no”.
Seguir escribiendo con dedicación al oficio es una apuesta de fe en la especie humana, y en su papel de memorialista. En cierto sentido, todo lo que ha sido y será está ocurriendo ahora mismo, en este instante. Es ahora cuando Sócrates habla y Platón escribe, y es ahora cuando habla Hostos, pero también la abuela cuentera y el abuelo chofer, el panadero, el vagabundo, las casas, el hierro, el viento, la lluvia, la luz del día en que nacieron nuestros padres, el día en que nacerán, si es que nacen, los humanos del siglo 22. Existen porque en el presente de los vivos alguien los piensa. El pasado y el futuro se experimentan en un presente que fluye y desaparece al instante. Ahora bien, ese presente depende del tenso conocimiento del pasado y del deseo de vislumbrar el futuro. Querámoslo o no, ignorantes o no, somos deudores de unas ideas, de unas acciones, de unos acontecimientos, de unos objetos. “Nuestra experiencia del presente,”, según el sociólogo Paul Connerton, “depende de nuestro conocimiento del pasado… y nuestras imágenes del pasado sirven a menudo para legitimar el orden social actual”.[8] A su vez, la capacidad visionaria de inventar el futuro es una función de la inteligencia.
Esa afirmación da pie para ir concluyendo. Vamos a iniciar el descenso recapitulando algunos conceptos. Primero: las historias íntimas conforman nuestras identidades, así, en plural. Cada uno de nosotros forma parte de varias tramas familiares y sociales que, sin embargo, se extienden más allá de nuestras coordenadas concientes. Cada uno de nosotros reproduce un mundo de historias que nos remite a un universo de orígenes: las voces de los abuelos, el espectáculo de la calle, las ondas de la radio, el influjo de la televisión, la suerte de Mrs PacMan, los laberintos de Dragon Quest. En esos círculos - mágicos todos, fríos algunos, entrañables otros- asimilamos el mundo y nos cala la experiencia. Esas historias se graban en nuestros cuerpos. Somos personajes de esas historias. De modo que la literatura, oral o escrita, no es un catálogo de conocimientos inútiles. La literatura expresa la humanización del tiempo. Es un modelo a escala de cómo entendemos y atrapamos el tiempo tejiendo historias. Es un ejemplo más de la inteligencia narrativa que postulaba Ricoeur.
Más complejo es el caso de las historias colectivas. Esos acontecimientos y objetos que nos preceden y que están en la geografía, en la economía, en los archivos, en el idioma mismo y en nuestros hábitos sociales han quedado dispersos y desvitalizados. Por mucho tiempo la enseñanza de la historia en Puerto Rico ha sido un problema candente. Se han barrido sus aristas debajo de la alfombra. Cuando se enseña la historia “colectiva” se hace fuera de ese círculo mágico que la arraigaría en el cuerpo como algo que pueda estimular la imaginación y la inteligencia. Es cierto, según Connerton, que la transición de una cultura oral a una cultura letrada representa también una transición de las prácticas que incorporaban el conocimiento, es decir, de prácticas que graban el conocimiento en el cuerpo, a practicas de escritura. Sin embargo, el mismo autor reconoce, como hemos visto, que la escritura no es posible sin un aspecto de participación corporal. Tal vez convenga reflexionar sobre la vigencia de ese vínculo corporal en un mercado de cuerpos virtuales, pero primero habría que volver sobre nuestras particulares estrategias del olvido.
Pensemos en las apologías recientes que recomiendan el olvido como salida de la encerrona de la historia colonial y de una identidad asfixiante. Para citar una propuesta provocadora de Juan Duchesne Winter, por qué no recurrir “a las prácticas del desconocimiento, el olvido y la pérdida, capaces de sostener el llamado y la voz del otro mediante el meticuloso registro y reconocimiento del desreconocerse mismo de esa voz”. [9] Sin desubicar estas ideas de su contexto, la pretendida dislocación de las identidades no es un invento del postmodernismo. No es, ni siquiera, un invento reciente. En nuestro caso, es característica de la modernidad puertorriqueña desde antes de 1898. En un país avasallado por el cambio vertiginoso resulta inevitable la obsesión cíclica de proponer borrones y “nuevos comienzos”. Como reacción popular ante el trauma y como consigna, esa “cura amnésica” se ha manifestado en todas las instancias de la vida social. Sin embargo me parece que el mismo devenir del siglo comprobó que dichos programas antihistóricos han tenido efectos contradictorios. Mientras más se ha intentado censurar los dispositivos de la memoria, más conspira su retorno. La censura del trauma agudiza la neurosis manifiesta en la ingenuidad de un país que ha celebrado la ignorancia del pasado como los personajes de una farsa que se creen liberados de un peso cuyos efectos, no obstante, perduran. Reconocer que la ansiedad de una identidad nacional ha desembocado a ratos en una tautología inconsistente no le resta realidad a las máquinas de construcción de identidades, esos centros de gravedad narrativa, que para bien y para mal fabrican definiciones; tampoco nos levanta el peso de los objetos, eventos y artefactos del pasado. Además, en un sentido práctico, el exterminio de las especies culturales, aún aquellas que preferiríamos olvidar, empobrece. Creo, aunque no sin reservas, que no representaría una ganancia para la especie borrar de los anales de la historia las tesis de Einstein porque un efecto insospechado de la mismas hayan sido los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki. También opino, por otra parte, que no le falta razón a Duchesne, cuando sugiere que la posibilidad de un sentimiento ampliamente comunitario de integración humanitaria precisa de cierto “olvido” del yo, acompañado del reconocimiento de la tradición del otro en nosotros.
Desde luego, la complacencia en el olvido -despreocupada o militante- no es un rasgo exclusivamente puertorriqueño. El presente global, según Huyssen, “tiende al olvido mediocre, a la felicidad de la amnesia, a la falsa conciencia disfrazada de iluminaciones”. Por eso:
Se hace necesario discriminar entre las prácticas de la memoria para poder fortalecer aquellas que contrarresten dichas tendencias. ¿A quién le interesa acabar en el paraíso de los que han perdido la memoria, disfrutando nuestra propia desaparición sin siquiera proponernos un enfrentamiento real con el pasado, ese viaje al pasado sin el cual es imposible imaginar el futuro?”. [10]
Iniciado el descenso, nos acercamos al aterrizaje. Si los comienzos son difíciles los finales son pavorosos. ¿Por dónde terminar una conferencia con un título tan abarcador como “Historias íntimas, cuentos dispersos: palabras, tramas e identidades”? Una manera es traer el pasado del comienzo al presente del final. Así que volvamos a Víctor, el personaje que me visitó hace unas páginas.
Hace poco me escribió desde San Marino. Ahora, además de las islas, también le interesan los países pequeños. Les leeré unos párrafos de su carta:
“San Marino fue la república más pequeña del mundo hasta 1968, cuando se proclamó la independencia de Nauru en Micronesia. San Marino ocupa 61 kilómetros cuadrados: es más chiquita que Mayagüez y exhiben las mismas películas. Pero aquí también hay cuentos y cuenteros. No te asustes si te confío que tu identidad está en otra parte. Las historias que te contaron se extienden por todo el mundo. Se conectan soterradamente. Te envío una de esas historias. La coleccioné aquí, en la república más antigua, Marta. Es la historia de un diluvio.
“Después del diluvio, el viento. Cuando terminó de soplar el mundo quedó convertido en un desierto. Sobrevivió una palomita. Cantó con toda el alma. Cantó y contó la historia de sus soledades. ¿La oyó alguien? Digamos que sí. Un canto siempre encuentra respuesta. Un cuento siempre encuentra un oído. Así termina la historia que habías olvidado. ¿Quieres que te la cuente otra vez?”
Marta Aponte Alsina
(Conferencia leída en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez, con motivo de la Semana de Puerto Rico, el 14 de noviembre de 2007 )
[1]
[2] Colwyn Trevarthen y Vasudevi Reddy, “Consciousness in Infants”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ed. Max Velmans y Susan Schneider (Oxford: Blackwell Publishing, 2007), 41-57.
[3] Puerto Rican Obituary.
[4] Huyssen, Andreas. Urban Palimpsests and the Politics of Memory. Stanford, California: Stanford University Press, 2003, p. 23. Las traducciones de esta y otras citas del inglés al español son mías.
[5] Ricoeur, Paul. Time and Narrative, volumes 1 and 2. Chicago and London: The University of Chicago Press, 1984. (Traducción de Temps et Récit, Editions du Seuil, 1983.)
[6] Susan Schneider, “Daniel Dennett on the Nature of Consciousness”, en The Blackwell Companion to Consciousness, ,loc. cit., p. 314.
[7] Casanova, Pascale. La república mundial de las letras. Barcelona: Anagrama, 2001, p. 62-63.
[8] Connerton, Paul. How Societies Remember. Cambridge: Cambridge University Press, 1989, p. 2-3.
[9] Duchesne Winter, Juan. Fugas incomunistas (ensayos). San Juan: Ediciones Vértigo, 2005, p. 31-32.
[10] Huyssen, op. cit. p. 10.
lunes, 21 de abril de 2008
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1 comentario:
Yo también tuve “El tesoro de la juventud”, que me imagino fue la enciclopedia que acompañó tu niñez. También me imagino que, como yo, leíste cada tomo página tras página. Porque vivo imaginando, me imagino que también te maravillaron las páginas dedicadas al cuerpo humano de aquel libro de medicina que venía con la enciclopedia. Con relación a la historia y la memoria, ¿cuánto tiempo crees tomará que nuestros descendientes nunca sepan que una vez hubo un planeta llamado “Plutón” en nuestro sistema solar? No creo que mucho. Todo lo que tienen que hacer es quemar muchos libros, no sólo de ciencias porque apuesto a que más de un poeta o escritor lo mencionó en alguna obra. Aunque, según expones y con mucha razón, mientras más tratan de ocultar, o borrar algo, más nos queremos empapar de ello. Por eso he convertido a Plutón en mi planeta favorito. Creo que escribiré algo acerca de él, ¿qué te parece? De todas formas, lo que deseaba decirte es que me alegro enormemente de poder leerte a través de este medio. Aunque nada sustituye los libros, una no puede publicar uno cada semana, ¿verdad?
Besos!
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