Tres libros al alcance de la mano, entre las diversas lecturas del mes. Por algo coinciden, por algo confluyen Mirada de doble filo, de Ana Lydia Vega, Dos centímetros de mar, de Carlos Vázquez Cruz y El dulce fruto, de Emilio Díaz Valcárcel
En Mirada de doble filo, crónicas y columnas de opinión, asoma no pocas veces el alma de la narradora que de joven creó una mitología insuperable: plantas malcriadas, fuentes de agua existencialistas y marineros portugueses obsesionados con darle la vuelta al planeta. En parábolas o pequeñas fábulas aquí hablan las banderas de Estados Unidos, alias Gloria la pecosa, su colega, la nacional monoestrellada y el esqueleto de Ramón Power, mientras la cronista se desdobla en exploradora que, paraguas en mano, admira en la ciudad asesina el caudal del Río Piedras. Las mejores miradas son pellizcos cariñosos, tanto así que la noche de la presentación del libro La Tertulia tuvo que echar un segundo piso para acomodar el homenaje de medio millar de lectores, superándose los éxitos de taquilla que en los años noventa acompañaban los lanzamientos de la bien querida autora.
La novela breve Dos centímetros de mar, de Carlos Vázquez Cruz, es el primer libro de una Colección que lanza Editorial Tiempo Nuevo. La serie “Los otros cuerpos” publicará literatura gay y queer. El narrador de esta novela hace alarde de su hábil manejo de la lengua en más de un sentido, al contar una larga y a ratos exuberante agonía en los entresijos de las discotecas, la calle, las drogas y el travestismo. La lengua vive y hace bien lo suyo en esta primera novela y segundo libro del autor, moviéndose entre una variedad notable de registros: el circunloquio preciosista, la escritura lírica, el juego de ingenio, el humor, el melodrama, el sadismo, lo truculento y lo soez, sin evitar la tentación del chiste que no raya en el mal gusto, sino que lo exhibe, ni deslindar pudorosamente la frontera entre el erotismo y la pornografía. Estas páginas ponen el dedo en las llagas de la ciudad nocturna. Mucho talento tiene Carlos Vázquez Cruz, y mucha valentía, por lo que supone lanzar un libro tan apasionante en la islita de los clósets.
“Dios mío, yo tanto soñar simplemente para alimentar mi condición de ser indetectable.” Emilio Díaz Valcárcel, soñador alucinado desde la bella novela corta El hombre que trabajó el lunes (1966), sigue ilustrando la conversión de lo indefinido, de la timidez, del tartamudeo, en máxima capacidad expresiva. Con la novela El dulce fruto renueva los votos de lealtad al oficio de narrador, ese ser opaco que “hilvana las historias de los marginados y neuróticos que lo rodean”. Entre el yo y el él, como para acentuar el carácter de crónica novelada de los barrios, en tono poético, épico cómico, y todo a media luz, se desboca la corriente crecida de la memoria. De pronto la narración del pueblo chico, “sin fatigado aliento”, retorna.
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Primeros párrafos
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