(Comienzo de un capítulo de la novela que escribo sobre la central Aguirre. En ese capítulo, el personaje Henry James visita Aguirre por el año de 1903).
.Comparto el culto jamesiano de Nilita Vientós Gastón, autora de Introducción a Henry James. Recuerdo que Nilita lo pronunciaba Jane
y que lo había leído con esmerado fervor. Busqué el libro de Nilita en la biblioteca
universitaria de Cayey el día de una asamblea de estudiantes. Se palpaba la inminencia de un paro. Como quien tiene derecho a opinar, expresé que la situación no era
para menos. Amenaza de huelga es amenaza de movimiento en una atmósfera social
de manifiesta apatía e impunidad, que replica en esta otra colonia los efectos
del “olvido prolongado” advertido por Glissant en su isla natal de Martinica.
Nilita vivió en
años de confrontaciones armadas y persecuciones que se prolongan en el olvido;
la insurrección del 30 de octubre de 1950, el arresto de miles de
nacionalistas. Parecía otro país sin serlo. La condición de pueblo esclavizado
que hoy ya no puede ocultarse se disimulaba entonces en escenarios retocados
para la representación de un artificio.
El libro de
Nilita fue publicado por la Editorial Universitaria en 1956. Supongo que ella misma tradujo párrafos de las
novelas, de los cuadernos, de los prefacios de James. Es lo que el título
indica: una síntesis de lecturas,
un panorama expresivo y amable, escrito en prosa llana y con timbre firme. Cultivar a James no requiere más propósito que el de adentrarse
en una escala de tonos medios, tan sutilmente afinados en su singular
frecuencia como las menudas distancias que capta un oído absoluto. Respondiendo
a textos escritos en su propio registro de empatía, Nilita se situó frente al
autor con la sencillez de quien reconoce a un interlocutor, mostrando una
disposición que tuvo desde niña y conservó siempre (la infancia es patria de
los lectores, acaso más que de los poetas) y que ella reconoce en James: un “asombrado
entusiasmo”. Inmediatez quizás algo provinciana, sí, pero ajena al mal gusto de
los nuevos ricos que medraban al amparo de la buena vida de entonces y
lejanísima de la flaccidez mental de los criollos “de casta”. Tal desenfado,
impensable en críticos de enrarecidos cenáculos patricios en otras capitales
latinoamericanas, medió en sus lecturas del novelista con quien compartía el
esnobismo que podía permitirse: el escandalizado horror que le provocaban las
tendencias anti intelectuales de la sociedad estadounidense, las que
denunciaría Richard Hostadter en su libro Anti-intellectualism
in American Life. La familiaridad con que Nilita hizo suyos temas contemporáneos
de la alta cultura modernista, su prolongada presencia en el periodismo
cultural inteligente, la revista que armaba sin dinero, el rol de maestra
universitaria y ateneísta, en nada evocan la melancolía del intelectual de país
pequeño, pobre, e intervenido, de escasas riquezas mal repartidas.
No sorprende que
Nilita citara la opinión de James sobre el presidente Theodore Roosevelt, como quien
suscribe la visión del “americano” bárbaro, repetida por aquellos años en la
puesta en escena de Los soles truncos,
de René Marqués. Entre Roosevelt y James
había diferencias de clase y temperamento. Roosevelt heredó de sus padres una fortuna
acunulada a la par con el crecimiento de la ciudad de Nueva York. También
heredó una salud frágil, superada por una voluntad de aventurero con vocación
de naturalista, explorador y cazador asesino. A Henry James lo tildaba de “amanerado”
y “miserable little snob”. James, que vivía de lo que ganaba con la venta de sus
libros, confeccionaba sus insultos a la medida, pero en su caracterización de
Roosevelt se atuvo a la denuncia política, al referirse al Presidente como “a
dangerous and ominous jingo”. (Edith Wharton, a Biography p. 144).
Comparto con
los maestros Nilita y James una tesitura peligrosa (en mí, no en ellos) de
cuerda floja tensada sobre la falla entre lo sublime y su “vecino íntimo” (la frase
es de James). Nilita quiso ser cantante de ópera. Entiendo el gusto por la
escritura musical de grandes pasiones desenfrenadas. James, sin embargo,
escribió acerca de pasiones superadas, inolvidables, selladas con discreción. Nadie ocupó mejor que él, sin rendirse al
melodramatismo, los espacios (recorridos con nostalgia y nobleza de espíritu)
que evocaban la figura extinta de la solterona curtida en el ejercicio del
emersoniano “self-sufficiency”, mujer leal a una pasión imposible, a un
principio más deseable que el placer.
En la primera
década del siglo XX, James recorrió varias ciudades de su país natal, de norte
a sur: Newport, Boston, Concord, Salem, Nueva York, Filadelfia, Baltimore,
Washington, Richmond, Charleston y Jacksonville (Florida). Las crónicas del viaje se
publicaron en un libro: The American
Scene. Tal vez por ser obra menor, el artista que construía múltiples
miradas para caracterizar a sus personajes centró el lente en su propia sensibilidad
al descubierto. Los espectros de experiencias anteriores en los lugares
reencontrados tamizaron su mirada. La veladura suele ser decepcionante y
melancólica, salvo el caso de espacios sagrados por la elemental manera de ser
originales, dignos en su candidez (como la inalterable villa de Concord, la
de la célebre batalla revolucionaria, la del célebre Emerson).
A James se le
tenía por traidor a la patria a causa de su exilio voluntario, sobre todo tras la publicación de su exquisita biografía de Hawthorne, que solo
salvaba al novelista de los siete gabletes por la transparencia de cierta ingenuidad
encantadora en el campo de una literatura nueva, cruda y rústica. Marion
Hooper Adams (la esposa de Henry Adams, parienta del malogrado Sturgis Hooper
Lothrop, la fotógrafa, a quien James distinguía con una particular simpatía, y
que para consternación del círculo de los Adams, se suicidó con los líquidos de
revelar de su cuarto oscuro) criticaba el
anti patriotismo de Henry en cartas a terceros.
Justo para la
época en que el imperio de las franjas y las estrellas ocupaba los territorios
donde no se pone el sol, se dio el
reencuentro del expatriado Henry con los Estados Unidos. En una escala del
viaje, en un hotel de Charleston donde
el conserje negro (“negro porter”) “put in the mud the dressing-bag I was
obliged a few minutes later, in our close-pressed company, to nurse on my knees“,
desenredó un hilo nostálgico del amasijo de impresiones que guardaba en la memoria.
A Henry le choca la aparente incapacidad del sirviente, al confrontarla con las
estampas del desaparecido sur de plantaciones señoriales, donde los negritos competían
por el honor de cargar las maletas del amo blanco. El racismo de James, la
cordialidad de James, cómo desenredar los hilos y calibrar las correspondientes
reverberaciones. Alguna clave debió proponer James Baldwin, quien leyó mucho a
Henry, como deben leer los escritores a ciertos monumentos. Además de la
genealogía del expatriado, Baldwin admiraba el oído perfecto de James. El solitario
Henry no hubiera imaginado la simpatía de Nilita Vientós Gastón, ni la importancia
de sus novelas para un autor negro nacido en Harlem. En una de las numerosas entrevistas
que otorgó, Baldwin añadió una clave insólita al enigma de la lección del maestro:
“I think I really helplessly model myself on jazz musicians
and try to write the way they sound. I am not
an intellectual, not in the dreary sense that word is used today, and do not
want to be: I am aiming at what Henry James called «perception at the pitch of
passion».”
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