lunes, 19 de septiembre de 2016

Henry James







(Comienzo de un capítulo de la novela que escribo sobre la central Aguirre. En ese capítulo, el personaje Henry James visita Aguirre por el año de 1903).

.Comparto el culto jamesiano de Nilita Vientós Gastón, autora de Introducción a Henry James. Recuerdo que Nilita lo pronunciaba Jane y que lo había leído con esmerado fervor. Busqué el libro de Nilita en la biblioteca universitaria de Cayey el día de una asamblea de estudiantes.  Se palpaba la inminencia de un paro. Como quien tiene derecho a opinar, expresé que la situación no era para menos. Amenaza de huelga es amenaza de movimiento en una atmósfera social de manifiesta apatía e impunidad, que replica en esta otra colonia los efectos del “olvido prolongado” advertido por Glissant en su isla natal de Martinica.
Nilita vivió en años de confrontaciones armadas y persecuciones que se prolongan en el olvido; la insurrección del 30 de octubre de 1950, el arresto de miles de nacionalistas. Parecía otro país sin serlo. La condición de pueblo esclavizado que hoy ya no puede ocultarse se disimulaba entonces en escenarios retocados para la representación de un artificio.
El libro de Nilita fue publicado por la Editorial Universitaria en 1956.  Supongo que ella misma tradujo párrafos de las novelas, de los cuadernos, de los prefacios de James. Es lo que el título indica: una síntesis de lecturas, un panorama expresivo y amable, escrito en prosa llana y con timbre firme. Cultivar a James no requiere más propósito que el de adentrarse en una escala de tonos medios, tan sutilmente afinados en su singular frecuencia como las menudas distancias que capta un oído absoluto. Respondiendo a textos escritos en su propio registro de empatía, Nilita se situó frente al autor con la sencillez de quien reconoce a un interlocutor, mostrando una disposición que tuvo desde niña y conservó siempre (la infancia es patria de los lectores, acaso más que de los poetas) y que ella reconoce en James: un “asombrado entusiasmo”. Inmediatez quizás algo provinciana, sí, pero ajena al mal gusto de los nuevos ricos que medraban al amparo de la buena vida de entonces y lejanísima de la flaccidez mental de los criollos “de casta”. Tal desenfado, impensable en críticos de enrarecidos cenáculos patricios en otras capitales latinoamericanas, medió en sus lecturas del novelista con quien compartía el esnobismo que podía permitirse: el escandalizado horror que le provocaban las tendencias anti intelectuales de la sociedad estadounidense, las que denunciaría Richard Hostadter en su libro Anti-intellectualism in American Life. La familiaridad con que Nilita hizo suyos temas contemporáneos de la alta cultura modernista, su prolongada presencia en el periodismo cultural inteligente, la revista que armaba sin dinero, el rol de maestra universitaria y ateneísta, en nada evocan la melancolía del intelectual de país pequeño, pobre, e intervenido, de escasas riquezas mal repartidas.


No sorprende que Nilita citara la opinión de James sobre el presidente Theodore Roosevelt, como quien suscribe la visión del “americano” bárbaro, repetida por aquellos años en la puesta en escena de Los soles truncos, de René Marqués. Entre Roosevelt  y James había diferencias de clase y temperamento. Roosevelt heredó de sus padres una fortuna acunulada a la par con el crecimiento de la ciudad de Nueva York. También heredó una salud frágil, superada por una voluntad de aventurero con vocación de naturalista, explorador y cazador asesino. A Henry James lo tildaba de “amanerado” y “miserable little snob”. James, que vivía de lo que ganaba con la venta de sus libros, confeccionaba sus insultos a la medida, pero en su caracterización de Roosevelt se atuvo a la denuncia política, al referirse al Presidente como “a dangerous and ominous jingo”. (Edith Wharton, a Biography p. 144).
Comparto con los maestros Nilita y James una tesitura peligrosa (en mí, no en ellos) de cuerda floja tensada sobre la falla entre lo sublime y su “vecino íntimo” (la frase es de James). Nilita quiso ser cantante de ópera. Entiendo el gusto por la escritura musical de grandes pasiones desenfrenadas. James, sin embargo, escribió acerca de pasiones superadas, inolvidables, selladas con discreción.  Nadie ocupó mejor que él, sin rendirse al melodramatismo, los espacios (recorridos con nostalgia y nobleza de espíritu) que evocaban la figura extinta de la solterona curtida en el ejercicio del emersoniano “self-sufficiency”, mujer leal a una pasión imposible, a un principio más deseable que el placer. 



En la primera década del siglo XX, James recorrió varias ciudades de su país natal, de norte a sur: Newport, Boston, Concord, Salem, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington, Richmond, Charleston y Jacksonville (Florida). Las crónicas del viaje se publicaron en un libro: The American Scene. Tal vez por ser obra menor, el artista que construía múltiples miradas para caracterizar a sus personajes centró el lente en su propia sensibilidad al descubierto. Los espectros de experiencias anteriores en los lugares reencontrados tamizaron su mirada. La veladura suele ser decepcionante y melancólica, salvo el caso de espacios sagrados por la elemental manera de ser originales, dignos en su candidez (como la inalterable villa de Concord, la de la célebre batalla revolucionaria, la del célebre Emerson).
A James se le tenía por traidor a la patria a causa de su exilio voluntario, sobre todo tras la publicación de su exquisita biografía de Hawthorne, que solo salvaba al novelista de los siete gabletes por la transparencia de cierta ingenuidad encantadora en el campo de una literatura nueva, cruda y rústica. Marion Hooper Adams (la esposa de Henry Adams, parienta del malogrado Sturgis Hooper Lothrop, la fotógrafa, a quien James distinguía con una particular simpatía, y que para consternación del círculo de los Adams, se suicidó con los líquidos de revelar de su cuarto oscuro) criticaba el anti patriotismo de Henry en cartas a terceros.



Justo para la época en que el imperio de las franjas y las estrellas ocupaba los territorios donde no se pone el sol, se dio el reencuentro del expatriado Henry con los Estados Unidos. En una escala del viaje, en  un hotel de Charleston donde el conserje negro (“negro porter”) “put in the mud the dressing-bag I was obliged a few minutes later, in our close-pressed company, to nurse on my knees“, desenredó un hilo nostálgico del amasijo de impresiones que guardaba en la memoria. A Henry le choca la aparente incapacidad del sirviente, al confrontarla con las estampas del desaparecido sur de plantaciones señoriales, donde los negritos competían por el honor de cargar las maletas del amo blanco. El racismo de James, la cordialidad de James, cómo desenredar los hilos y calibrar las correspondientes reverberaciones. Alguna clave debió proponer James Baldwin, quien leyó mucho a Henry, como deben leer los escritores a ciertos monumentos. Además de la genealogía del expatriado, Baldwin admiraba el oído perfecto de James. El solitario Henry no hubiera imaginado la simpatía de Nilita Vientós Gastón, ni la importancia de sus novelas para un autor negro nacido en Harlem. En una de las numerosas entrevistas que otorgó, Baldwin añadió una clave insólita al enigma de la lección del maestro: “I think I really helplessly model myself on jazz musicians and try to write the way they sound. I am not an intellectual, not in the dreary sense that word is used today, and do not want to be: I am aiming at what Henry James called «perception at the pitch of passion».”


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