Alice Hooper
le atribuía virtudes espirituales. De cómo la imagen de una matanza puede
asimilarse a la elevación espiritual describe la sensibilidad de la señora
y de su tiempo. No se lo dejó en herencia a su hermana, sino al marido de esta,
Thornton Kirkland Lothrop.
Cuando el
cuadro de Turner pasó a la residencia de
los Lothrop, venciendo la inquietud de los sirvientes y la incomodidad de la mujer de la casa, William Sturgis Hooper Lothrop era un niño. Su infancia transcurrió al margen de la pintura que su padre contemplaba con un trago de bourbon en
mano y la chalina desajustada. Los males
de nervios de la señora coincidían con los traslados al desván, o el
sobresalto de verla de nuevo sobre la chimenea, o en el comedor, o en el
dormitorio del marido. La carne negra es más apetecible para los tiburones, esa
es la lección moral de los trópicos, muchacho.
Quizás como
regalo de bodas del padre, William recibió en herencia la pintura más notoria
de Boston. Las hay más emblemáticas y entrañables, pero ninguna la supera en
extrañeza. El título mismo no puede ubicarse en un mapa de miradas alentadoras:
“Slavers Throwing Overboard the Dead and Dying – Typhoon Coming In (The Slave
Ship)”.
William se
casó con Alice Bacon en 1890. Cabe imaginar que “Slave Ship” se exhibió en la
residencia del matrimonio joven, a unos pasos de la habitación donde nacieron
los hijos de William y Alice. Sonsacado de las dimensiones poderosas de la casa
del viejo Thornton, en Commonwealth Avenue, el cuadro de Turner duplicó la
fuerza alucinante que sedujo a su primer propietario, el criticó John Ruskin. Invadió
con sus luces el respaldo de las butacas, la mesa de nogal fabricada en el
Salem de las brujas que la madre de Alice, coleccionista de antigüedades
americanas y descendiente de una familia ilustre, les había regalado con ilusiones
de abundancia. No la quiero en esta casa, dijo la madre de Alice. Sobrada
sensibilidad tenía para captar la relación entre los objetos que con absoluta
ignorancia y desafortunada inocencia formaban la colección doméstica de los
muchachos. Esa pintura arrastra una maldición. No le veo nada edificante, solo
sangre, crueldad y el muslo desnudo de una desgraciada. En nuestra familia
siempre hemos sido antiesclavistas, aunque no abolicionistas, y mucho menos
gente disoluta. Ustedes son un matrimonio moderno, William es banquero y
hacendado, la época es un sol que amanece para todos, esta imagen es de cuando el diablo andaba suelto.
William exploraba oportunidades comerciales en Puerto Rico. Alice, afectada en su sensibilidad por las
aprensiones de la madre, detestaba la prepotente tiranía del cuadro en la sala
pequeña. En uno de sus viajes ocasionales a Boston, William recordó las amargas
diferencias de sus progenitores. No olvidaba que
su madre lo reclamaba como herencia, porque solo la más injusta de las leyes
podía decretar que su marido tuviera más derecho que ella a heredar una obra que
había pertenecido a su hermana, una mujer libre. William se propuso resolver la
situación sin dilemas sentimentales. La época no era auspiciosa para conservación de antigüedades,
sino propicia para inversiones útiles. Tras consultar al padre, que le expresó
su consentimiento en silencio, William vendió la pintura al Boston Museum of Fine
Arts por la suma de $60,000. Cabe
imaginar que el producto de la venta le permitió aumentar su participación en
una modalidad distinta de la explotación azucarera. Los terrenos de la Central Aguirre
fueron abonados por la desconcertante obra de Joseph Mallord William Turner.
Tuve un
encuentro con ella el 8 de noviembre de 2015. Ese día me reuní en el Boston
Museum of Fine Arts con Dolly Vázquez, una amiga que reside hace años en
Worcester. Recuperamos durante el almuerzo escenas de nuestra niñez. Hablamos
de la muerte de mi hermana, de la enfermedad de una de sus hermanas. Nos
despedimos. El Boston Museum of Fine Arts se me impuso como una mansión repleta
de objetos sin mapa que permita ubicarlos. Luego supe que no se le dotó de
presupuesto para contratar guías que orientaran al público y velaran por la
integridad de las piezas. Nunca he estado tan cerca, a un cuerpo de mutilarlas,
de tantas cosas insustituibles. En la multitud de espectadores, algo me arrastró
hacia una joven que me guió, subiendo escaleras y atravesando una serie de galerías
decoradas con imágenes de muertos y de sus mundos, hasta que, al voltear una
esquina me encontré de frente con el cuadro. Qué blanco es, qué blanca es esa
luz, qué blancos los tonos, algo así le comenté a la muchacha, que desapareció
llevándose la sonrisa.
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