(Fragmento mínimo de una entrevista que me hizo Paz Balmaceda en 2010. Se publicó en el libro 18 novelistas latinoamericanos. En Puerto Rico hay dos ejemplares de ese libro.)
Quisiera que conversáramos un poco sobre la escritura. ¿Desde dónde
planteas una novela? ¿Cuál es el punto
de partida?
El
punto de partida de una novela no es un punto. En todo caso es una
convergencia, o una constelación. Ahora, mientras concluyo este intento de
respuesta, a las 11:47 a.m. del 25 de julio de 2010, ratifico la metáfora de
una constelación de cuerpos que se corresponden. Esa metáfora elige definir la
escritura (y por supuesto la lectura) como un lugar de encuentros, al que nos
lleva el deseo de integración –regresivo, pueril- que le adjudicaba Walter
Benjamin al instinto mimético. El comienzo de un relato es la entrada en esa
convergencia.
Una
de sus corrientes, quizás la más engañosa, es la biografía del autor. Podría
decir que me planteo una novela desde el lugar de una mujer que nació en un
pueblito del interior de una isla caribeña el día en que comenzaron los juicios
de Nuremberg. Eso es para ponerle los pelos de punta a cualquiera, la imagen de
mi madre, casi una niña, pariéndome en un hospital de un sitio irrelevante donde
además había una base militar de los Estados Unidos, el día que comenzó el
proceso cuyas revelaciones, según Adorno pondrían fin a la poesía. Por suerte,
al margen de ese espanto, transcurría la celebración del fin de una guerra.
La
isla es una colonia “clásica”, un país totalmente dependiente, donde la
estética Disney esconde violencias. Un incoherente enclave colonial que se
concibió como “escaparate de la democracia”, como puente invisible entre el
Norte y el Sur, y que con el tiempo colapsó como modelo y ahora forma parte de
otra red global: la economía del narcotráfico. Este estado colonial, tan
premonitorio de lo que pasaría con las culturas nacionales en la economía
global, ha sido una prisión, y también una cantera para una escritora que,
además, maneja una lengua literaria que no es la lengua viva de su país,
situada en un momento del mundo, en una literatura menor, a la sombra de
literaturas mayores. Ella
vivió la euforia de las contraculturas de los años sesenta, una corriente
crítica de resistencia cultural. La marcaron la herencia de los modernistas, la
cultura pop y una fe candorosa en la autonomía relativa de la literatura.
Esos
contextos de la enunciación son lugares conjeturales para plantearse la
escritura de una novela. Orientan el trazo que nunca llega a completarse, como
en la parábola de Calvino, un escritor cuyas propuestas han tenido validez
profética en cierto modo de entender la literatura.
¿Cuál
es tu punto de partida? Lo que se pierde. Lo que se olvida. El olvido es parte
del pacto de escribir. Las novelas de un novelista son una sola novela con
variaciones. La novela que alguien es capaz de escribir está hecha ya, como el
código genético y los condicionamientos de la historia, pero sólo un
dispositivo es capaz de exteriorizarla. Ese dispositivo es un texto primitivo,
un estímulo inquietante, un enigma, una provocación, una irritación, un deseo,
una realidad entrevista.
Desde esa clave se plantea una novela.
Si
recuerdo sus efectos, esa clave tiene una frecuencia alta, extática. El camino
de la escritura es la vía de la impotencia, pero el principio siempre es el
gozo. Incluso cuando se plantea con la necesidad urgente que causa un
desgarramiento, una experiencia dolorosa o devastadora, la clave de entrada
está en una frecuencia alta, en un ritmo vivaz. Algo muy parecido a esa
sensación de amparo que muchos niños no sienten nunca.
Hay
relaciones entre la música y la escritura de una novela. No sólo en la
estructura, aunque se hayan compuesto piezas musicales conforme a la estructura
dramática, novelas sinfónicas y novelas que son piezas para un solo
instrumento. Reviso la imagen de la constelación para añadirle música y
movimiento.
Esto
no tiene que ver con la magia, aunque parezca mágico y en cierto modo lo sea.
Las modalidades de la conciencia tienen correlatos neurofisiológicos. La
actividad del cerebro, que es un hacedor de ficciones, marca frecuencias de
tono y ritmo. Narrar, disponer acciones en el tiempo, es una de sus funciones,
un modo de organizar la experiencia. El placer engañoso de las ficciones es
otra. El cerebro es un gran seductor, el poeta camaleónico de Keats.
El
lugar de partida de una novela es una invitación a recuperar el principio del
placer, que a la postre se estrella contra la realidad doliente de su
insuficiencia. Afasia, fracaso, recurrir a una lengua escrita, inerte. Ese
principio del placer es una máscara que encubre el entorno miserable, que lo
sustituye con la esperanza del conocimiento, de la comunicación. Lo que queda
de ese momento, el libro, es el fósil de lo que fuera una experiencia vibrante.
Siempre hay algo patético en ese libro, las huellas de una componenda. Pero su
principio olvidado deja una resonancia en el texto.
Uno
de los riesgos de la escritura es la propensión a la utopía, la consolación
escapista (Bataille). Otro riesgo es su contrario aparente, la estridencia
efectista. Veo en la mejor escritura una mezcla de distanciamiento y rigor, de
compasión y frialdad insobornables, o que en todo caso sólo puede sobornar la
arrogancia, la ilusión del éxito. Entonces, paradójicamente, aun al precio de
disolver esa unión con el otro, es preferible destruir lo hecho, ocultar lo que
no debe asimilarse, degradarse, sobornarse. Desde esos lugares extraños todavía
puede plantearse una novela.
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