miércoles, 14 de septiembre de 2016

Principios





(Fragmento mínimo de una entrevista que me hizo Paz Balmaceda en 2010. Se publicó en el libro 18 novelistas latinoamericanos. En Puerto Rico hay dos ejemplares de ese libro.)


Quisiera que conversáramos un poco sobre la escritura. ¿Desde dónde planteas una novela? ¿Cuál es el punto de partida?

El punto de partida de una novela no es un punto. En todo caso es una convergencia, o una constelación. Ahora, mientras concluyo este intento de respuesta, a las 11:47 a.m. del 25 de julio de 2010, ratifico la metáfora de una constelación de cuerpos que se corresponden. Esa metáfora elige definir la escritura (y por supuesto la lectura) como un lugar de encuentros, al que nos lleva el deseo de integración –regresivo, pueril- que le adjudicaba Walter Benjamin al instinto mimético. El comienzo de un relato es la entrada en esa convergencia.

Una de sus corrientes, quizás la más engañosa, es la biografía del autor. Podría decir que me planteo una novela desde el lugar de una mujer que nació en un pueblito del interior de una isla caribeña el día en que comenzaron los juicios de Nuremberg. Eso es para ponerle los pelos de punta a cualquiera, la imagen de mi madre, casi una niña, pariéndome en un hospital de un sitio irrelevante donde además había una base militar de los Estados Unidos, el día que comenzó el proceso cuyas revelaciones, según Adorno pondrían fin a la poesía. Por suerte, al margen de ese espanto, transcurría la celebración del fin de una guerra.




La isla es una colonia “clásica”, un país totalmente dependiente, donde la estética Disney esconde violencias. Un incoherente enclave colonial que se concibió como “escaparate de la democracia”, como puente invisible entre el Norte y el Sur, y que con el tiempo colapsó como modelo y ahora forma parte de otra red global: la economía del narcotráfico. Este estado colonial, tan premonitorio de lo que pasaría con las culturas nacionales en la economía global, ha sido una prisión, y también una cantera para una escritora que, además, maneja una lengua literaria que no es la lengua viva de su país, situada en un momento del mundo, en una literatura menor, a la sombra de literaturas mayores. Ella vivió la euforia de las contraculturas de los años sesenta, una corriente crítica de resistencia cultural. La marcaron la herencia de los modernistas, la cultura pop y una fe candorosa en la autonomía relativa de la literatura.

Esos contextos de la enunciación son lugares conjeturales para plantearse la escritura de una novela. Orientan el trazo que nunca llega a completarse, como en la parábola de Calvino, un escritor cuyas propuestas han tenido validez profética en cierto modo de entender la literatura.

¿Cuál es tu punto de partida? Lo que se pierde. Lo que se olvida. El olvido es parte del pacto de escribir. Las novelas de un novelista son una sola novela con variaciones. La novela que alguien es capaz de escribir está hecha ya, como el código genético y los condicionamientos de la historia, pero sólo un dispositivo es capaz de exteriorizarla. Ese dispositivo es un texto primitivo, un estímulo inquietante, un enigma, una provocación, una irritación, un deseo, una realidad entrevista. 

Desde esa clave se plantea una novela.

Si recuerdo sus efectos, esa clave tiene una frecuencia alta, extática. El camino de la escritura es la vía de la impotencia, pero el principio siempre es el gozo. Incluso cuando se plantea con la necesidad urgente que causa un desgarramiento, una experiencia dolorosa o devastadora, la clave de entrada está en una frecuencia alta, en un ritmo vivaz. Algo muy parecido a esa sensación de amparo que muchos niños no sienten nunca.

Hay relaciones entre la música y la escritura de una novela. No sólo en la estructura, aunque se hayan compuesto piezas musicales conforme a la estructura dramática, novelas sinfónicas y novelas que son piezas para un solo instrumento. Reviso la imagen de la constelación para añadirle música y movimiento.

Esto no tiene que ver con la magia, aunque parezca mágico y en cierto modo lo sea. Las modalidades de la conciencia tienen correlatos neurofisiológicos. La actividad del cerebro, que es un hacedor de ficciones, marca frecuencias de tono y ritmo. Narrar, disponer acciones en el tiempo, es una de sus funciones, un modo de organizar la experiencia. El placer engañoso de las ficciones es otra. El cerebro es un gran seductor, el poeta camaleónico de Keats.

El lugar de partida de una novela es una invitación a recuperar el principio del placer, que a la postre se estrella contra la realidad doliente de su insuficiencia. Afasia, fracaso, recurrir a una lengua escrita, inerte. Ese principio del placer es una máscara que encubre el entorno miserable, que lo sustituye con la esperanza del conocimiento, de la comunicación. Lo que queda de ese momento, el libro, es el fósil de lo que fuera una experiencia vibrante. Siempre hay algo patético en ese libro, las huellas de una componenda. Pero su principio olvidado deja una resonancia en el texto.

Uno de los riesgos de la escritura es la propensión a la utopía, la consolación escapista (Bataille). Otro riesgo es su contrario aparente, la estridencia efectista. Veo en la mejor escritura una mezcla de distanciamiento y rigor, de compasión y frialdad insobornables, o que en todo caso sólo puede sobornar la arrogancia, la ilusión del éxito. Entonces, paradójicamente, aun al precio de disolver esa unión con el otro, es preferible destruir lo hecho, ocultar lo que no debe asimilarse, degradarse, sobornarse. Desde esos lugares extraños todavía puede plantearse una novela. 


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