sábado, 26 de noviembre de 2016

La historiadora de Aguirre





para José Claudio

Supimos de doña Rosita Ramos por José Claudio, que la llama la historiadora de Aguirre. La entrevistamos en sus gloriosos 87 años. El adjetivo no es un  elogio empalagoso. Rosita ha conservado la brillantez de la niña que superó una infancia rodeada de riesgos y cuidados. Su madre quedó viuda joven, tras parir cinco hijos, pero no son cuatro sus hermanos, sino catorce. El padre tuvo hijos de otras parejas y la madre de Rosita les enseñó a los suyos que los 15 eran hermanos y como hermanos debían tratarse. La madre era una “mujer de su casa”. Visitaba casas ajenas solo si había alguien enfermo. Parece que los oficios de la muerte y la enfermedad, cuando se asumen con lucidez, no matan la alegría. Desde pequeñita, dice, a Rosita la acostumbraron a hacer el rosario de difuntos, el novenario. Nueve rosarios en nueve noches corridas, aunque en el último día se rezaban tres.
En la atmósfera onírica de Aguirre, donde hay espacios para el mundo en transición de los espiritistas, suspendido entre imágenes reconocibles, frecuencias luminosas del misterio y sombras frías, alegra que esté tan viva una mujer que trabajaba cuando yo era una niña, y que esté en estado de salud, y que sea una persona de pueblo, sin taras clasistas, elegante y fina. La llamé por teléfono, mencioné a José Claudio, y nos dio audiencia. Voló el tiempo, y nos encontramos una tarde, después del mediodía, frente a una de las casonas grandes de Aguirre, de césped amplio y reseco, como si la potencia de la tierra se la hubiera chupado el caobo que marca el punto medio entre la colindancia y la casa, tan viejo que de sus ramas cuelgan barbas parásitas.  Se repite la jardinería al estilo de Aguirre, siembras en tiestos, vasijas y cántaros de cemento, pintados del color del barro oscuro.  En los tiestos subsisten especies de palmas enanas y helechos y otras plantas de follaje verde.  Bordeando la casa, una especie resistente, sembrada directamente en la tierra: cruz de malta amarilla y roja.
Si se observan bien, los escalones de la entrada cargan el rastro memorioso de quienes subían por ellos para acceder a la consulta del médico que fue el ocupante anterior de la casa, el doctor Bellaflores. La alfombra de limpiarse los pies cuelga de la baranda.  Se siente el vago trajín de las manos que construyeron la casa, y de las manos que trabajaban en la fábrica donde se hicieron los dos números que la sitúan: 81. Cada presencia alborota un enjambre de ausencias. Sobresale el alero generoso que en sus años de madera nueva marcaba la frontera excluyente de los trabajadores que lo construyeron, carpinteros y pintores de brocha gorda, como en aquellos relatos donde al concluirse la construcción de un palacio se ordenaba la muerte de los peones, para que no divulgaran los secretos de sus defensas.
La señora nos recibió con gentileza a dos viejos extraños, que, aunque parezca mentira, podríamos ser sus hijos; los descendientes de una madre de aspecto más joven que el nuestro. Nos dijo que escogiéramos dónde preferíamos conversar, la casa es grande, y decidimos sentarnos en la veranda protegida con tela metálica, que le da vuelta a tres cuartas partes de la casa, tan espaciosa que es toda una segunda residencia.
Nos acomodamos en un sofá y dos butacas tapizadas con una tela de franjas verdes y azuladas que se alternan sin corte abrupto, como una geología de matices. Entre las dos butacas hay una mesa ovalada con tope de cristal y sobre ella un adorno de yeso o de metal dorado, un angelito. En la esquina, otro juego de muebles de balcón, de metal, pintados de blanco con la mesita correspondiente, un florero pequeño en forma de barril recortado, del color del barro oscuro, con lirios azules de tela o de papel, entre los cuales hay, hincada, una pequeña bandera de Puerto Rico.  
La primera sensación fue la de ganarnos el premio del acceso. Tantos años viendo las casas, imaginándoles las vidas, y ahora veíamos el mundo desde adentro hacia afuera.  Esta casa, dice, tiene más de cien años. La veranda no es un lugar de transición entre el afuera y los interiores, sino el espacio común más grande. Contiene más de un juego de muebles. Incluso, como los cuartos abren al porche, cada uno cuenta, con su propio balcón, amueblado de forma individual.
Doña Rosita llegó a Aguirre recién graduada de la escuela superior de Coamo, el 11 de noviembre de 1948. Tenía 20 años, un diploma de escuela superior y sabía inglés. La refirió una amiga que trabajaba en el correo. No le pregunto por aquel primer día, pero puedo imaginarlo. Su madre era costurera, o, en justicia, modista, de aquellas que podían copiar los trajes de moda con precisión y rapidez, a cambio de una remuneración que no les hacía justicia. Entre sus clientas se destacaban las mujeres de la familia de los García Padilla de Coamo. Para la primera entrevista de trabajo quizás vistió a su hija con un traje sastre de tela azul. La revista Vogue circulaba en las casas de las familias pudientes y en los talleres de costura.
Es una mujer diminuta, discreta, que casi no ocupa el aire. Con las manos en la falda, sin cruzar las piernas, con un sombrero y guantes, así la imagino. Sabía inglés. Se trataba de una oportunidad de empleo poco común: trabajar en la primera oficina con servicios de IBM en Puerto Rico. Recuerda el nombre del entrevistador, el jefe de personal Bob Chandler. La entrevista satisfizo al funcionario de la central. Rosita Ramos se ganó la plaza y se enfrentó casi de inmediato a lo que sería su trabajo de toda la vida, con variaciones. “Key punch operator and verifier”. Hacer marcas en tarjetas, registrar las cifras de producción y los cheques para el pago de nóminas, una vida de números, en torno al eje de producción de la central.
En paridad con los buques de la marina de guerra que destrozaron media ciudad de San Juan y entraron al puerto de Ponce vitoreados por los comerciantes que ya tenían vínculos con empresas estadounidenses, se multiplicó la presencia de las máquinas en las carreteras y las fábricas en los campos cañeros. La joven oficinista no tuvo tiempo de maravillarse ante aquellas máquinas de la central, que llenaban el aire de ruidos martilladores, ni de paralizarse ante la máquina propia, que ordenaba y vomitaba tarjetas a golpes de baraja.
Las máquinas contables utilizadas en Aguirre eran sorteadoras y reproductoras. Se llevaba la cuenta de lo que se producía en las colonias de la central, con sus nombres inalterables desde el siglo 19, e incluso antes, que se extendían hasta Santa Isabel y Juana Díaz: Algarrobo, Josefa, Reunión, Adela, Potala, Amelia, Paso Seco (la caña se transportaba en los vagones del tren y también, cuando provenía de Maunabo y Patillas, en camiones). También se contabilizaban las nóminas de los obreros del campo, los que laboraban cortando caña, regando semillas y sembrando nuevos surcos. Ya hacia el final de su carrera, Rosita preparaba las nóminas de todo el personal: 300 empleados, que cobraban semanal o quincenalmente. Los cheques se imprimían en la central. Sin embargo, incluso en las labores clericales de la nómina, se practicaba la segregación: la nómina de los empleados gerenciales no la preparaba ella, sino su jefe.
Así tomó su rumbo la vida de una mujer que no oculta lo que piensa sobre la sociedad donde le tocó vivir. La lógica de los oficios contabilizados en nóminas segregadas impera en la segmentación del paisaje. El mundo de los americanos, la nómina que ella no veía era un mundo aparte. En la segunda sección tenían residencia los empleados clasificados: médicos e ingenieros, algunos nativos. Casi no se veían americanos en la plaza del poblado. Incluso en las oficinas administrativas había segregación: los americanos en la planta alta y los puertorriqueños, excepto algunos "clasificados", en la planta baja. En el cine se distribuía el espacio de la mima manera: los americanos arriba, los puertorriqueños en la planta baja.
¿Saben cómo les decían a los niños de las familias pobres? Los patidescalzos. En Aguirre las jerarquías contrastaban con la modernidad del sistema de producción. En principio había tres clases, tres castas. Los americanos, los profesionales y técnicos puertorriqueños y los parias. En los barracones, sucios, asquerosos, de paso, vivían los obreros de menos jerarquía. Una injusticia que no ha sido compensada.
Ella recuerda que fue ganándose la confianza de los jefes, y un respeto que le autorizaba a intervenir para ayudar a los menesterosos. Muchos obreros se valían de ella cuando necesitaban algún favor del administrador. Entonces Rosita subía la “acera especial” de la casa grande, esa donde nadie, ni los empleados blancos, podían entrar sin invitación, y tocaba a la puerta. “Buenas noches, Mr. Rice, esta persona me está pidiendo que lo traiga para ver si le asignan cama en los barracones.”


¿Por qué le dicen la historiadora de Aguirre?, pregunto. Desde que hicieron un documental y me entrevistaron. La forma en que tú relatas la historia de Aguirre es lo verídico, le comentó alguien, y así fue reconocida como la historiadora de Aguirre. Historiadora y sacristana de la casa, y de las memorias familiares y comunitarias. Rosita nos muestra la casa como el sacristán muestra las capillas de su iglesia, como mi tío Ángel Luis nos mostraba las capillas de la iglesia católica que custodiaba con infinita tristeza, en el South Bronx. El mundo se deshace a la vista de las personas longevas, pero en esta casa bien cuidada no se mantiene el orden bárbaro de la central como explotación de tierras y de obreros, sino los cuidados minuciosos que exige una abeja reina, fruto del sacrificio del trabajo. La sacristana accede a un mundo que los visitantes de paso no vemos ni comprendemos.
A sus manos llegan, formando un archivo de documentos misceláneos, recortes y fotografías y fotocopias. Álbumes de familia, de grupos escolares que celebran sus graduaciones con retratos formales, de agrupaciones cívicas. Par una foto posaron niñas negras y niñas blancas, con lazos al cuello, y varones blancos y negros encorbatados. Se enfrentaron a la cámara sin una sonrisa, con una seriedad casi áspera. Las niñas al fondo, sentadas o de pie en la fila más distante. Los varones más pequeños posaban arrodillados o en cuclillas, un gesto masculino, dolorosa posición de militar. Una pierna más alta que la otra, sobre la que cae el brazo, mientras el otro brazo, así como el peso del cuerpo descansa sobre la otra pierna flexionada, paralela, casi al ras del suelo. 


Hay nombres escritos en el borde de alguna foto: Lucas Pérez,  clase de sexto grado de 1939. En los pies calzados de las muchachas no hay un par igual a otro; algo tan tierno como un zapato que el cuerpo deja atrás, sandalias de pobre, con los dedos al aire, sandalias blancas elevadas en el talón, zapatos escolares con cabetes cerrados, zapatillas, zapatos parecidos a sandalias.  En la foto titulada “clase de sexto grado de 1939” alguien escribió los nombres de los niños y las niñas sobre las cabezas de cada uno. Claudia, Salvador, Nano, Gladys D., Lucas, Eduardo, Luis. Otros ilegibles. La maestra, Miss Guelb… Vemos una foto de la tropa 65 de niños escuchas. Tiene un nombre escrito a mano,  un grito estridente. MI PAPÁ CAYITO, SCOUTMASTER. De la cabeza de un hombre joven sale una flecha hacia el  grito.
A veces la memoria que creemos propia es solo un imán de las memorias del otro. Esa continuidad entre eslabones distantes se lee en el mobiliario de la casa, donde se juntan muebles nativos y exóticos, de manos artesanales y de fabricación en serie. Se confirma el gusto por los ribetes dorados, paradójicamente elegantes, quizás porque no desentonan, solo contrastan, con la sencillez de las paredes blancas, relucientes: el espejo vertical del baño, las cortinas que no se hicieron pensando en los efectos  del agua, porque la tela exterior es de encaje igualmente blanco, la toallita blanca de hilo para secarse las manos, el patrón de las conchas doradas de las jaboneras, que se repite en el espejo.  El cortinaje del dormitorio, de tul rosado y transparente, un pierrot de ojos hipnóticamente abiertos sobre la cabecera de  la cama de una plaza.

Un medio punto separa la sala del comedor. El juego del comedor es una antigüedad exótica, de madera negra. Rosita la compró en una tienda de antigüedades, en Estados Unidos. La luz de la tarde entra matizada por las cortinas amarillas y dispensa una atmósfera de reposo a la inmovilidad de la mesa con seis sillas y chineros repletos de copas, vasos y platos de cristal. A un costado el chifforobe, donde estarán engavetados los juegos de manteles y servilletas. La mesa está cubierta con un mantel de hilo. Sus calados forman bordes de rectángulos que enmarcan flores. Sobre uno de los chineros, descansan cuatro candelabros de bronce y, colgados de las paredes, platos decorativos. Hay dos relojes de bronce: de mesa uno y en la pared el de péndulo. La enumeración o inventario de objetos de este comedor, escenario de sucesivas familias y ceremonias, llenaría más de una página. Lo asombroso es que todo “caiga en su sitio” sin dejar una impresión de horror al vacío. Es una instalación pensada para que no se note su orden trabajoso.

Tomamos el café en la cocina, casi tan amplia como el comedor. Dada la ubicación de la casa, con su fachada hacia el este, la cocina se calienta un poco en las tardes, y es mejor que así sea, porque el calor la pone soñolienta. De otro modo no dejaría de repetir las tantas palabras y tantos cuerpos que han entrado en ella desde la infancia de la casa. 


(Pasaje de un capítulo sobre la central Aguirre, que forma parte de mi libro sobre la carretera PR 3).

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