miércoles, 30 de noviembre de 2016

The spy who loved us




Para Oscar Lamourt Valentín, in memoriam

Para conversar con Oscar, que ya no respira la atmósfera de los encarnados, voy a la playa, subo unos escalones. Nos sentamos en el balcón de un negocio en ruinas. Hay libros apilados cubiertos de arena en lugar de polvo, pero el mar se ve como un cristal limpio, y el oleaje constante y apacible modula una respiración de sueño tranquilo. De Oscar me impresionó siempre su mundo secreto, le digo. Si algo ha sobrevivido en este país como pie o referencia es lo oculto, lo que ha logrado mantenerse invisible, callado; tan sutil que hay que estar medio muerta para captarlo. 

Tengo fotocopias de varios ensayos de Oscar. No puedo evaluarlos, no sé si fue un gran escritor de leyendas, un demente o un brillante estudioso ocultista, ninguneado por la tiranía de las academias. Es mi interlocutor  ahora, en esa casa de playa,  no  tanto por el contenido de sus estudios, como por la impureza de su español intervenido por el inglés, el misterio de su formación, y los fonemas que explicaba con el aplomo de un gran conocedor de lenguas indígenas, 

La historia de Samuel Kirkland Lothrop empezó aquí, en esta playa de Jobos, le digo.  No digas, me dice.      

Samuel Kirkland Lothrop nació en Milton, Massachusetts, el pueblo donde veraneaban sus abuelos y sus padres. Estudió en Groton, una escuela preparatoria de alumnos destinados a Harvard. En apuntes biográficos se menciona que Samuel se crió entre Boston y Puerto Rico, donde su padre fue uno de los propietarios de la central Aguirre. Sus temporadas en la isla, presumo, serían puntuales, a intervalos regulares, coincidentes con los viajes de su madre, puede que al comienzo de la zafra, en enero, cuando el invierno bostoniano soñaba paraísos, o quizás en algún verano de vacaciones. En la isla comenzaría su aprendizaje del español.

There was a wild streak in Samuel, le digo a Oscar. ¿Really otro arqueólogo loco?. En alguna visita a la colonia, mientras los mayores se hacían fotografiar con botas y pantalones de montar, sobre un fondo de cortinajes de cañas que les doblaban la estatura, monstruos de la agricultura científica, Samuel sintió que alguien le halaba la manga. Era un negrito tan sucio, tan percudido, tan descalzo, que ya no olía a mugre. Olía a pastos y era gracioso. En una mano de Samuel dejó caer una cabecita de barro, de ojos hundidos, orejas puntiagudas y boca abierta. Un asa de vasija, dice Oscar, y me acepta una tacita de café. Nunca fue bebedor de alcoholes.

Manuel, que así se llamaba el niño, recorrió un camino entre cañas con Samuel pisándole los talones. Lo llevó a un área cercana, rodeada de árboles espinosos. Ahí, mira, ahí hay más.

Soruma, pendejo, dice Oscar. Tan lucío, como si el otro fuera a respetarlo.

No seas tan duro, respondo. Era un niño.

La cabeza de barro no protegió a Samuel del picotazo de una garza. El niño le enseñó un nido, con dos huevos. Samuel se acercó al trofeo. Entonces miró hacia  el cielo, y sintió una punzada antes de desmayarse. No perdió el ojo, pero la vista sí.

 El ojo lacerado lo excusó de alistarse en el ejército de Estados Unidos. Al menos eso cuenta la abuela de Samuel en su diario. Del nieto comenta que no participó en la guerra por el accidente que sufrió en Puerto Rico. He had only 25% visión in one eye. La asociación parece inevitable: el brazo ausente del capitán Ahab, el ojo picoteado de Samuel Lothrop. No encuentro al momento de escribir estas líneas, testimonios fehacientes sobre la personalidad de Lothrop, descrito llanamente como un bon vivant aficionado a navegar veleros. Imagino que la fiebre aventurera del joven antropólogo de la Universidad de Harvard algo se alimentó del rencor de las pérdidas súbitas, inesperadas, como no se espera la mordida de un animal doméstico. Un padre, un ojo; ojo por collar de piedra, padre por diente.

En 1915, Samuel Kikland Lothrop regresó al lugar de la cabeza y el picotazo. Excavó huesos de un enterramiento en las cercanías de Aguirre. Hay fotos del campo deslindado durante sus excavaciones. Para esa época, Lothrop estudiaba arqueología en Harvard. Los huesos y cerámicas de los ancestros se almacenan en el Museo Peabody, de la Universidad de Harvard.

No basta con poseer, hay que hacer el cuento, dice Oscar, levantándose como una bandera de humo, impaciente con esta historia.

La labor del espía no es solo dar noticia de los peligros, acechanzas y rebeldías. Su labor es narrar. A fin de cuentas el poder sin espejos, sin tramas, coartadas y códigos morales, carece de sentido. Cómo entender sin asideros letrados las cualidades del mundo que por derecho natural, si no divino, y deber moral, si no dogmático, depende de la buena gestión del buen señor. 

No se oculta la doble profesión de Lothrop como espía y arqueólogo e incluso diplomático durante las guerras contra los alemanes, la primera y la segunda. Fue en México, en los años de la revolución, cuando se temía  la insurrección de los pueblos mestizos, que Samuel Kirkland Lothrop, arqueólogo, se hizo espía. Lo reclutó otro arqueólogo llamado Sylvanus G. Morley, para la Office of Naval Intelligence en 1917. Usaban, se alega, jeroglíficos mayas para codificar mensajes.  John Alden Mason, el folklorista que hizo trabajo de campo en Puerto Rico, también fungió como espía, aunque se dice que renunció arrepentido.

¿Y Harvard? ¿Y el Peabody? ¿Qué rol tienen en la expoliación de objetos clasificables, almacenables, narrables? Me obligas a cuidar lo que tú no cuidas. Esas lánguidas señoritas de abanico y balcón, esos señores decadentes, enfermizos, lascivos,  marcados por su lujuria indisciplinada, son responsables de que yo me haga cargo de los legados de la especie. Si no fuera por Harvard y el Smithsonian se hubieran hecho polvo esas piezas.

El daño está hecho, me dice Oscar, que ha vuelto a hablar, con la tranquilidad de los muertos alargados. Se sienta frente a mí, las piernas cruzadas. Conversamos sobre agentes y espías. Él conoce ese mundo, él lo vio en todas partes.

El campo deslindado por Lothrop, las poses de sus asistentes, análogas a las de los batidores de las cacerías, evoca a una bestia muerta a los pies del cazador. Hay otras fotos, de la entrada de Aguirre y del puerto de Arroyo, que a pesar del tiempo conservan la finura de las luces, la precisión del enfoque. 


La colección que lleva su nombre en el Museo Peabody abunda en cerámicas, dujos, collares de piedra y fotografías.  Ásperas, sin el refinado esplendor de los objetos que por esa época se extirpaban de las pirámides egipcias. Sin embargo, sobre el mutismo del barro, la piedra y la madera, planea la relación casi inmediata entre el trozo de concha y su función de herramienta manida, la intensa conjunción entre las piezas y la sal, la arena, el sol y las tardes deslumbrantes de las marismas. 


La isla fue una temporada en una carrera que lo llevó a excavar vasijas en la selva nicaragüense y en Costa Rica. Se conoce a Lothrop por su investigación de un gran enigma de la arqueología centroamericana, el sentido de las esferas de piedra. Las descubrió Doris Stone en terrenos de la United Fruit Company que pertenecían a su padre. En Argentina, Samuel exploró el delta del Paraná y visitó sobrevivientes de los pueblos fueguinos en la Patagonia. Más que las piezas mismas su obra fue la trama etnográfica.


 La relación entre antropología y espionaje es directa, contamina la ilusión de objetividad. Escribir a los pueblos requiere el balance del entendimiento apoyado en una generosidad irónica que corrija la inevitable limitación del intérprete. Irónicamente, el acto de espiar con fines que pasan por el egoísmo, la componenda e incluso la traición es el mecanismo central de la literatura. La literatura, incluso la más lírica y subjetiva, es un parásito. La autora es un parásito.

Sugerir una narrativa viable, verosímil, de las culturas precolombinas en naciones como las centroamericanas; esa potestad de escribir la historia del otro, es una labor de inteligencia encubierta, la más perdurable. El espía describe: mide extensiones lineales y geométricas, caracteriza las formas de los territorios. Las medidas fijan linderos, son puntos de propiedades y reservas naturales. Es el orden cuantitativo del capitalismo de mercado. La interpretación de la historia de objetos desgarrados del tiempo recayó en un descendiente de ministros unitarios y aventureros bostonianos, habituados a protegerse de la tuberculosis, testigos de la muerte, herederos de matadores de indígenas. 

Lothrop viajó y escribió en ocasiones subvencionado por el American Indian Museum, Heye Foundation. El libro, The indians of Tierra del Fuego, se publicó en 1928 y es el décimo volumen de la serie “Contributions from the Museum of the American Indian”. El hijo de Alice Bacon y William Sturgis Hooper Lothrop visitó a los sobrevivientes escasos de los pueblos Ona y Yaghan. Reconoció la existencia de una enorme cantidad de fuentes secundarias. El viaje puede concebirse como intento de alcanzar un límite geográfico. En la búsqueda de un pueblo agonizante, del que quedaban menos “ejemplares” vivos que los seneca y oneida del Norte, leo, además, una propuesta  filosófica. El contacto con los últimos ejemplares de un enigma: cómo y de dónde llegaron esos pueblos;  por qué rutas. La cuestión formaba parte de una antropología propia: el estudio sobre el origen de la "raza angloamericana".

Según Lothrop, la isla grande del Sur se asociaba con la “terra australis” de las literaturas europeas, sede del purgatorio en la Divina Comedia. Su latitud del ecuador hacia el sur, hace juego con la de la Gran Bretaña Central, del ecuador hacia el norte. Nuestro espía se pregunta cómo es posible que pueblos con condiciones ambientales parecidas hayan evolucionado de maneras tan distintas.

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