jueves, 7 de febrero de 2019

Escribir en las paredes






para Javier Orfón, por Pozuelo

No todas somos tan fuertes como Bessie Smith. No todas somos torres, aunque seamos Torres. Virginia en la Torre de Londres: Prisoners scratched their names very beautifully on the walls. Virginia: When I was mad. La palabra mad es dulce. Silvinia recuerda cuando la locura fue su casa. En el manicomio la obligaban a reposar a fuerza de somníferos y calmantes. Un día la visitó la mujer de su hijo el vendedor de seguros. Era franca. Le dijo, fuiste una mala madre. Tu hijo no te perdonará nunca. Con tus caprichos, con tus teatros vas a arruinar a tu familia. Silvinia no salía del asombro. ¿Tan mala fui? Esa tarde insistió en que la dieran de alta. Le hicieron caso. Ya no tenía dinero para pagar el cuarto, los somníferos y los calmantes. No le contó al hijo ni a la mujer del hijo ni al hombre sobre su otro hijo (¿hija?), el abortado, el que sí sufrió el castigo de una mala madre, el que terminó en las alcantarillas, el feto blanco en forma de nuez que se concibió con un beso y nunca supo de besos.
Le fue más fiel al recuerdo de aquella carne blanca y fofa que a la vida del hijo vendedor de seguros. La víspera del día de todos los muertos soñaba con él (¿ella?). Un hijo sin identidad, una hija sin sexo, carne amorfa de su carne, carne muerta inmortal.
Cuando entraba un rayito de luna en el cuarto del manicomio Silvinia se levantaba de la cama. Persiguiendo la luz se veía y se oía a sí misma dos veces, diciendo y haciendo lo mismo, como en una transmisión digital retrasada. También escribió su nombre en las paredes, very beautifully.
La locura es un lujo que una pobre no puede permitirse, según la nuera. Tiene razón. Es sensata. Si se atreviera le preguntaría cómo terminar el cuento. Pero confianza, lo que se dice confianza, no hay.
Silvinia siente la atracción del desorden, un desmadre empozado en las esquinas de la casa. Una casa de pobre con un lujo: la mesa de maderas del país. ¿Pero es que hay tal cosa como madera de un país? ¿Qué es un país? ¿Tienen país los árboles? ¿Tienen patria los bosques? Una patria es el país del padre, un país es una narración de héroes y de guerras y de traidores y de estatuas, de pasados y futuros. ¿Se podrá narrar un país? Ella no. Sólo cantos de cantos.
Una cucaracha. Parece muerta. La habilidad histriónica de las cucarachas. Las patitas trenzadas. Agoniza o espera un milagro debajo de una de las sillas, rodeada de pedazos de alas que las hormigas devoran. Un cuarto cerrado, una cucaracha, Clarice Lispector. La cucaracha no se mueve, pero habla. ¡Inspector del lector lisp! ¡Ector, plis, rice a erica, clear el rotcepsil y la eciralc! Pedante la cucaracha.
Clarice Lispector: Escritora brasileña que al parecer no se suicidó, pero quién sabe. Larousse: “A la escucha de los sentimientos ocultos, sus narraciones deconstruyen la sintaxis, la cronología y los personajes (ejemplo: La pasión según GH)”.
Silvinia: Por lo pronto, no deconstruir el destino de la cucaracha. Decidir su suerte después. O dejar el cabo suelto. Ahora la convocan las hormigas. La luna y las hormigas se comunican por conducto de su cuerpo. Los adornos de la mesita del teléfono: una vasija de barro sin pintar y un platillo más pequeño, esmaltado en verde, hecho a mano por la hija mayor del hijo. La vasija rebosa resacas marinas. La coronan dos esponjitas, más agujeros que materia sólida, sobre un lecho de almejas abiertas y corales troquelados. Ya no huelen o sí huelen, pero no a cuerpos, sino a polvo. Si pudiera ver, de verdad, y describir los objetos de la vasija y compenetrarse con ellos (como hizo Clarice con la materia blanda de la cucaracha, ¡qué asco!) dejaría a Mítchel el músico y su nota en suspenso, engavetados para siempre.
Pero no puede ver, para eso hay que ver. De modo que habrá que terminar el cuento.
Caminos:
Una salida sentimental. Derrota. Alcoholismo.
Una salida sangrienta. Una ensalada que no alimenta.
Dejarlo así. Dejarlo en cantos. Hemorragia de voces. Dedicarse, mientras le queden palabras, a apalabrar las piezas coleccionadas. Le atrae un objeto del plato de barro: el carapacho de un cangrejo, tres tonos de un anaranjado que podría situarse en una escala entre la caoba bruñida y el rubor de una langosta asesinada. Al dorso quedan granos de arena y lo que fue la boca. Se repite el gesto de las patas suplicantes de la cucaracha, un ademán de momia. O de feto despreciado. En el carapacho ovalado, la miniatura de un árbol de tronco ancho que podría mutar en un pájaro visto por dios desde el firmamento, o en el hongo de una explosión atómica.
Si se dedicara sólo a pensar en la interminable historia de los objetos que pasaron de la naturaleza al plato y después al descuido, viviría. De la arena al huevo, del huevo a la muerte, de la muerte al plato, del plato a la basura acompañando las estampitas de la funeraria, de la basura al polvo, del polvo al vuelo, del vuelo a la luna, de la luna a las mareas, de las mareas a la arena, de la arena al huevo, del huevo a la imitación perfecta de un árbol de tronco ancho, y así al infinito, porque el origen desaparece, pero siempre hay más de lo que es idéntico a sí mismo. La vida pasaría y ella podría verse pasar con ella. Dos veces. Como un fantasma que no se sabe fantasma.
Once mad always mad? Mentira. Es remendona, pero llorona jamás. ¡Cómo va a estar loca, si vende enciclopedias!

De El fantasma de las cosas, 2010, Terranova Editores

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