Angélica Furiosa
Blog de la escritora Marta Aponte Alsina
domingo, 16 de abril de 2023
sábado, 15 de abril de 2023
De jardines
En La novela de los veinte años, Tapia escribe sobre un jardín de Miramar en el siglo XIX. Alguna casa de Miramar conserva todavía su solar extenso, como el espacio descrito por Tapia. Hay en ese patio de Miramar a mediados del siglo XIX varios árboles grandes y más de un ejemplar de cada uno: flamboyanes, tamarindos, mameyes (¡en forma de pirámides!), almácigos y una acacia enorme. Hay un orden en el jardín que impide pensar en una ruina abandonada al desorden de la naturaleza. Simétricas calles y grupos pintorescos de bosquecillos donde las plantas florales imperan. Rosas de especies variadas, claveles, jazmines, nardos, azucenas, lluvia de coral y una glorieta situada en el centro del patio y “cobijada a su vez por el arrayán balsámico, entapizada por el blando césped y adornada de divanes cómodos para sentarse a gozar de aquel encanto”. El personaje que espía se instala en “una enorme acacia, formada por los años y respetada por su hermosura cuando se edificó la quinta, desde cuya copa frondosa y elevada puede atisbar según su objeto.”
Un jardín cultivado, evocador de pinturas galantes, a unos minutos de la ciudad murada de aires insalubres. Para tener jardín había que poseer algún terreno, por reducido que fuera. Un jardín señala el lujo de la inmovilidad.
Recuerdo las especies del jardín de mis abuelos paternos. Decir jardín es mucho decir. Era una franja de tierra negra entre un borde de la carretera de entrada al pueblo y el balcón de una casita tan breve que años después, al visitarla, me asombró que años atrás, cuando era nuestra, cupiera tanta gente. El jardín debe haber tenido tres pies de ancho, a lo sumo, pero no he visto luego un espacio más densamente poblado. Recuerdo los nombres de las plantas porque mamita Justina los mencionaba al señalarlas. Begonias, hortensias (ella les decía bella hortensias), espuelas de galán, gallegos, claveles, varitas de san José, abetos (el que se usaba para adornos de bodas y graduaciones). Había una enredadera de parra que daba sombra al balcón. Papito Berto le colgó un racimo plástico de uvas. Seguramente cultivaban geranios en latas de leche en polvo, aquellas latas significaban cierta solidez económica.
Luego, en la casita de urbanización en Bayamón, convergieron otras especies compradas. Del trueque o regalo de un ganchito o de una semilla entre personas de buena mano para prender o germinar, en la región imaginaria de las urbanizaciones se favorecían especies más afines al paisajismo suburbano. En Bayamón se estableció Pennock Gardens. Las plantas de hojas vistosas desplazaron a las pequeñas y ajibaradas florales.
El primer jardín botánico del nuevo mundo, otra tierra plana, se estableció en Trinidad. Ese acto fundacional resume, desde luego, el deseo de conocimiento, inseparable del contexto en el cual se engarza: una política imperial. Tan pronto se establece una forma de vida, una cultura, un país invasor, llegan sus hombres de ciencia y alguna mujer de ciencia. He leído en otro lugar que el primer jardín botánico del Caribe se estableció en la isla de san Vicente, ocupada por los británicos y otros piratas.
Los datos tienen el encanto de una casa que no cae al primer viento, aunque sea breve su gloria, porque igual lo que se cree inconmovible hoy dentro de unas generaciones pasará al ámbito de las ficciones que fueron verdades, como la forma rectangular de la Tierra.
sábado, 31 de diciembre de 2022
La novela del Lower East Side: primer vagido de la musa
(29 de febrero de 2008: primera idea sólida, tangible, primera toma cabal de conciencia??? o primer acercamiento sólido a una idea entrevista desde hace tiempo para la estructura de esta novela. Sensación de un centro de gravedad en torno al cual se aglutinan esos deseos de totalidad. Después de hablar sobre Sexto sueño en dos cursos de Fernando Cros, en la mañana).
Una calle, un trozo de calle. Nueva York. Fue la lectura de un cuento de Nabokov donde se describe una cuadra, y además la evocación de un ensayo de Virginia Woolf, el de la compra del lápiz. El trozo de calle, la manzana, las fachadas de los edificios: es un pentagrama. Niveles espaciales y temporales. Abres una ventana al mar, bajas a un sótano que puede llevarte al infierno. La luz es pareja. La figura que narra es una especie de guardián. Cortos horizontales, transversales, amplios, miniados, en fin, el mar en el agujerito de esa calle; a lo largo del tiempo cabe la ilusión del mar en un agujerito. La gente que ahí vive, la gente que vivió. Selección aleatoria de los personajes: de ahora en adelante todo sirve.
Acercamiento a una estructura musical??? La calle se repite en todas las calles del L. East Side, pero muta continuamente. Tiene carácter propio Por algún lado. Pero no y no lo tiene. Quiero dejar constancia, apuntar la fecha y la hora del golpe: 29 de febrero de 2008 a eso de las 3 y media de la tarde. Luego, a las 4 pm, creyendo que pasarían la entrevista que me hicieron Rosa Luisa y Martorell, escucho una entre Rosa Luisa e Iván Thays, moleskine. Habla de un gran ejecutivo que se hizo cocinero. Mi narrador será un cocinero, ¡qué mejor vínculo! Y habrá un músico, no sé si él o el pianista ruso de Arthurs o si son la misma persona! O THE MODEL MAKER, THE MAP MAKER DE PIGLIA) (El 10 de mayo a la 12:40, cuando ya están escritas las primeras páginas, la vieja y la idea del arrebato hacia el New Amsterdam adelanto u poco. Leí un capítulos sobre sinestesia, el de la imaginación musical y el de brainworms del libro musicophilia. También terminé de leer hoy la horrenda novela de C.. Depresión absoluta y aprovecho la noche para penar.
Pienso que tommy es sinestésico. Ya hay varios personajes más: el ciego, Cristina Rivera Garza, la viajera, el perrito que levanté de la calle, vaciado de sangre, la criatura más suave que he tocado, lo levanté por las patitas, la cabeza le colgaba, estaba vivo, suave como la gatita, no había muerto. Además leí el cuento la muerte de T con zero, y entendí que hay dos planos de muerte de la muerte, porque son constantes la muerte y el renacimiento: el plano celular, la sopa indiferenciada. Debe haber otro en frecuencia contraria fuera, como el celular, de la experiencia o percepción de la muerte individual. Otra cosa: también está más claro Tommy, el sinestésico, el Rafael Hernández.
Varios cuentos del caño como el de la mujer parturienta. Me falta definir la acción sintagmática, la que encadena las tramas individuales y las transforma y les confiere un sentido más allá del episódico con esa transformación. Esa función le corresponde a Tommy. ¿Estamos todavía en la calle, o es otra cosa: manicomio, teatro, piezas de una maquinaria que él echa a andar? ¿Hacia dónde, con qué propósito?
(14 años más tarde: las preguntas quedaron en el aire y la novela fue cuento).
domingo, 23 de octubre de 2022
Sopas
La
sopa de almácigo sazonada con la miniatura inclasificable abría otra puerta y
violentaba los confines de su vida anterior. Apreciaba a plenitud la calidad de
los dos caldos, cada uno en las antípodas del otro: el tenebroso jugo de los
Alpes bávaros y el exceso sabatino de la pensión de aquella ciudad de brujos.
Pero el paladar de Hans era virgen. Él no lo sabía hasta que probó el caldo que
se obtiene de la dulce corteza hervida del almácigo. Algo le habían dicho esa
mañana sus compañeros de pensión sobre las virtudes de la corteza del almácigo,
cuando anuncio su expedición a Las Planadas, pero eran unos charlatanes;
podrían estar muriéndose de aburrimiento, y quejarse muy solapadamente de los
españoles, y alimentar conjuras que con él no compartían, pero nunca, nunca,
dejaban el relajo. El chiste, la broma, la maledicencia. En fin, el relajo.
Hans
le da vueltas a la noria del recuerdo inmediato, y repite. El almácigo es la
esencia de un medallón. ¿Was? El tronco es rojo, pero tras una corteza que se
despelleja la piel es verde.
Morir
lejos de la tierra donde se nace, cómo será ese sentimiento, me pregunto yo,
Julia, que no salgo de aquí. Quizás un presagio del paraíso o del infierno.
Quizás un adelanto de la próxima vida. Hans Adalbert no pensaba en esas cosas,
un explorador que se cree moribundo no tiene tiempo. Pero las sentía, como
sienten los perros el trance de la agonía.
El
sabor real de la sopa de almácigo sazonada con aquella especie no evocaba ni
por cortesía de la imaginación las enjundias de la sopa de gallina, no obstante
los huevos azules encontrados como piezas de porcelana preciosa entre los
matojos de la sierra. Huevos sucios más perfectos en su ronca geometría que las colecciones del rey de Baviera.
(De Los botánicos alemanes, novela).
domingo, 21 de agosto de 2022
Fragmento de novela
Hay aventuras del Rey que no he
contado, escribiría el Hans que escribo yo, Julia, la mujer escrita
El Rey no encontraba en esas
notas las misteriosas claves que él mismo deseaba desconociéndolas. Löhrer, un
hombre maduro, se vio en la posición de Scheherazada, la cuentera real, a
partir de informes de otros viajeros a lugares que no pudo visitar. Informaba sobre Afganistán, una de las regiones ancestrales del opio,
en una descripción que revela el estado de esa región maldita por la codicia:
“Las estribaciones de Hindu Kish, hacia el sur, se asemejan en algo a nuestro
amado paisaje alpino. A ambos lados de la pendiente hay aldeas de gentes
amistosas construidas en terrazas. Ahí se cultiva un vino excelente, de
reputación en todo el mundo. Los albaricoques, las almendras y una cantidad
innumerable de frutos diversos crecen silvestres. El valle que se extiende
hacia Kabul es, gracias a la protección de las montañas nevadas, un paisaje de
praderas y jardines… ¡Imagínese lo que podría hacerse con tal lugar bajo un
régimen organizado!”
El Rey le preguntaba qué decían
sus fuentes sobre las siembras de opio, flores rojas al viento, resinas que son
un regalo de la madre tierra, y Löhrer confirmaba que, en efecto, que en aquelloa valles y en esas terrazas se encontraban tierras propias para la siembra. Pero
que no olvidara el Rey las cualidades, las primeras causas de un reino: que el
Rey quedara protegido como en un inexpugnable tablero de ajedrez del capricho
de las estaciones y de los desvaríos de la naturaleza, de la maldad y la
ambición de los hombres y de todo género de necesidades.
Löhrer rindió otros informes
sobre lugares en Brasil, las islas del Pacífico, Persia, Noruega, evaluando sus
perspectivas como emplazamiento del nuevo reino de Lohengrin sobre la tierra.
Así se fue conformando la admirable repetición de las 1001 noches que el astuto
Löhrer le trasladaba al Rey, mientras este aspiraba la pipa de kif, o ingería dosis
extraordinarias de láudano que hubieran matado a un hombre frágil. Desde luego,
habría que comprar tierras, hacer trámites con los consulados alemanes, algo
que no debe preocupar a un monarca, para eso están los funcionarios y las
influencias, insistía machaconamente Löhrer, mientras el rey jugaba con fuegos
artificiales.
Pero en verdad no había un lugar en el mundo que
no estuviera bajo alguna bandera, que no fuera propiedad de alguien. Incluso
las tierras realengas requerirían la intervención de consulados alemanes ante
monarcas parientes y amigables para que permitieran el asentamiento del nuevo
reino.
Estas nuevas al fin parecieron
cerrar el ciclo de Ludwig. La patria chica era detestable con sus paisajes
pintorescos y sus pueriles castillos de piedra. Olvídalo todo Löhrer y retírate
a jugar con tus nietos. Se te están cayendo los dientes, le dijo una noche, con
una sonrisa que dejó al descubierto sus
propios dientes podridos.
Lo que se desconoce es que el
rey, con la duplicidad de sus facultades reales, desconfiaba de sus edecanes,
ministros e incluso del docto archivero que le inventaba cuentos geográficos.
De manera que se le ocurrieron otros emisarios cuando empezó a aburrirle el relato del
viejo Löhrer. En otras palabras, le fue infiel a su propio deseo materializado
en el docto, persistente y simple Löhrer.
El emisario fui yo,
Hans, el jardinerito cojo; un premio a mi cómica inteligencia y
conocimiento íntimo de las plantas. Me destinó a un punto que quizás la
imaginación de Löhrer visitó en una de sus escalas, el Caribe, un mar con mil
islas. A mi encomienda, además de encontrar el lugar del
reino, se sumaba otra aspiración del Rey, que odiaba a su madre vulgar y detestaba las
guerras, y que ya se hastiaba de una idea que acabara con el dolor de la
violencia. Una planta que desarmara legiones de soldados agresores, acobardados,
carne sin nombre, un arma que acabara con todas las guerras.
(Fragmento de Los botánicos alemanes, novela a punto de parto, escrita por Marta y sus auxiliares).
jueves, 11 de agosto de 2022
Raquel En Mallorca
La muerte feliz de William
Carlos Williams / Marta Aponte Alsina
Librería La Biblioteca de Babel.
Palma, miércoles 22 de junio de 2022
por Aránzasu Miró
Y si me ha fascinado escuchar todo
eso, más me fascina pensar que, a Marta Aponte, la ha traído hasta Mallorca un
propósito que podría, de igual manera, concluir en un libro/homenaje semejante.
Dejemos que sea ella quien nos cuente
qué la trae a Mallorca en este viaje trasatlántico que de Barcelona a Madrid la
ha traído hasta Palma. Pero yo añado que si se materializa, como espero, en una
novela, a tenor de la estela de la lectura de la que hoy nos convoca, podemos
conseguir una buena versión de nuestra isla en la gran literatura. La
esperamos.
Lo que Marta Aponte Alsina ha hecho
con la historia de Raquel Hoheb en el libro que nos convoca, esa "La
muerte feliz de William Carlos Williams", es mucho más que contar su
historia.
Reivindicar su figura ya estaría
bien; pero el libro, eso, lo supera en mucho.
No es su historia, ni su ciclo vital,
ni la despedida de su vida: es una reflexión sobre el cambio, la tenacidad, la
fuerza personal, y una reivindicación de valores de vida y de mujer que, en su
vigor y autenticidad, sorprenden. Porque la obra, que se ubica de partida en el
año 1949, nos sitúa en realidad a finales del siglo XIX, y con esta mujer
sorprendente recorreremos el mundo para entenderlo, desde la visión de una
mujer que quiere tomar las riendas de su vida, y que reflexiona sobre las
decisiones que toma. Hasta llegar a ese mediado siglo XX, que para Raquel ha
dejado de tener importancia. De la isla caribeña de que parte, al París de la
Exposición Universal de 1878 (el París de las demoliciones y las anchas
avenidas) donde se forma y se afianza, al nuevo mundo que le abre las puertas
en Nueva York y donde se instala definitivamente en Rutheford, Nueva Jersey: la
ciudad donde hace su vida de casada, donde nacen sus hijos, donde sus expectativas
de mujer y artista se funden en la nada de la familia y el lugar que la acoge,
y donde morirá ella misma, pero también su hijo, el poeta modernista que nos
servirá de enlace para esta historia.
Una historia que es mucho más que
eso, porque es también la semblanza, el ciclo vital de la propia autora: esta
Marta Aponte que interpela y busca a su propia madre y sus orígenes en ese
Puerto Rico que reivindica, el punto de partida y de referencias vitales de
Raquel Hoheb Williams y de ella misma.
Pero si la historia tiene mucho
interés, lo tiene todavía más la forma de contarla. ¡Qué moderna! ¡Qué fuerza
expresiva!
Yo, de joven, quiero ser como ella,
con esa expresión precisa, contenida, de frases cortas e impactantes, nada de
subordinadas, que tiene tanto por decir y sabe ir y venir, haciendo poesía y
obligándonos −obligándome al menos a mí− a anotar constantemente frases,
reflexiones.
Es un libro lleno de referencias −sé
que me pierdo muchísimas− en que esos tres mundos de civilización y cultura se
despliegan ante nuestros ojos permitiéndonos entenderlos.
Marta planta a su protagonista,
Raquel, ante los procesos de cambio que vivió París −la Comuna y la gran
reforma de Hausmann, esa gran ciudad post-barricadas y de grandes avenidas−,
ante el advenimiento de Nueva York como capital de un nuevo mundo y esa ciudad
de Rutherford que jamás apreciará, con una esencia que ni a ella ni a nadie, en
realidad, nos gusta reconocer:
«El equivalente
existe en las calles de París, donde abundan los barrios bajos y pecaminosos,
no me digas que no, le dijo George un día que se levantó sin tolerancia para
los melindres de su mujer. Sí, le dijo ella, como quien tiene la respuesta
lista a una pregunta que tardan mucho en hacerle, pero yo no los veía» (p. 118)
Una mujer que asume las decisiones
que toma, desde una fortaleza que la escritora nos narra haciéndolas creíbles.
No sé cuánta ficción hay en lo que cuenta de la historia de Raquel, y no me
importa. Sobre todo, porque es creíble y porque me sirve para ver y, en
particular, entender su mundo, ese mundo en proceso de cambio que, incluso
estudiándolo, estamos acostumbrados a conocer desde la perspectiva del hombre,
en masculino.
Recuerdo ahora, en mis lecturas sobre
ese París en transformación, la aproximación inusual a la flâneur vista
como mujer que hizo Anna Maria Iglesia en su La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019) con su caminar crítico desde la
perspectiva femenina de la práctica urbana.
Ver el mundo en perspectiva de género
también está bien y es un gran logro de esta novela. Porque nos situamos a
finales del siglo XIX. Eso también lo hace, y de forma sorprendente y veraz,
Marta Aponte.
Pero todavía mejor es esa hilazón de
ciclos vitales. El hijo que asiste a la decrepitud (y muerte feliz, para él) de
la madre; la mujer que entrelaza su realidad final con el proceso de la que fue
su vida; y la búsqueda otra de la realidad maternal, cíclica y de raíz de Marta
Aponte.
«Raquel
acostumbraba el oído a los acentos y
movimientos de quienes se acercaban al pueblito como lo había hecho ella, sin más premeditación que la
de seguir al hombre que le prometió
matrimonio con una mirada de cielo frío en día claro. De cómo se transformó la
muchacha traviesa con manos olorosas a trementina y aceite de linaza en madre
de una familia de locos recluidos en las oscuras noches invernales y
administradora del presupuesto doméstico, es una pregunta que ya no se hace en
el cuartito donde su hijo la retiene.» (pp. 60-61)
La novela nos sitúa en un momento de
actualidad, casi en círculo cíclico −dice Jacques−:
«El mundo
perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura
tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero
cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al
infinito» (p. 48).
La novela −ya digo−, nos sitúa en un
círculo cíclico en que Raquel Hoheb ya no tiene voz, ni recuerdos, aunque sí
sueños a modo de pesadillas, y su hijo se ocupa de atenderla para dejarla en
manos de un asilo que le dulcifique su final. Ese final que alarga ese círculo
que se cierra, ya que la novela toda se inscribe en el momento de ese día que
van a venir a recogerla. A modo de coda, finalmente sabremos que ha llegado «La
conciencia súbita del ciclo [que] le duele. Un golpe inesperado» (p. 186). Un
homenaje desde su propio reconocimiento al reconocimiento de la madre: esa
muerte feliz. Se cierran ciclos, se entienden procesos.
En veinticinco [25] capítulos la
estructura cíclica tiene sus sorpresas, porque acaba donde empieza (ya digo,
salvo esa pequeña coda añadida), pero en medio (capítulo 4), aparece ese otro
ciclo entrelazado, el de Marta Aponte en busca de su propia madre, en busca de
su abuela Fermina y de su madre isla, Puerto Rico. «Resido en una isla pequeña
de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde
nació y murió mi abuela Fermina» (p. 33).
Entretanto, entenderemos la escritura
de William Carlos Williams: «Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de
la máquina de escribir» (p. 9). Así comienza esta novela, que ya augura
ferocidades. «El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores» (p.
9).
Yo me demoraría en lecturas, aquí;
pero solo quiero decir y decirles: léanla. Si les dejo con ganas de hacerlo,
habré conseguido mi propósito.
«Escuchar y apuntar son hábitos» (p.
11) de escritor y poeta. Sabremos mucho sobre su manera de escribir, sus
papeles en los bolsillos, su rechazo a la solemnidad de T.S. Eliot desde otra
manera de hacer poesía, sus listados modernistas y punzantes. Mientras para
Raquel, relación madre hijo como punto fuerte, «el mundo, salvo París y algunos
parajes de Mayagüez, era una porquería» (p. 11).
«Él sabe de palabras, él no cesa de
intentar consolarla con palabras» (p. 12). Hay amor, amor filial, y amor
maternal, el reconocimiento de la mujer como madre: «La madre sabe que los
hijos no son del padre, sino suyos» (p. 12). El hijo la escribe, quiere
escribirla, lo ha hecho, y nos lo cuenta en el capítulo 16 en particular,
«testimonios hilvanados con bochinches» (p. 130), y esa es parte fundamental de
la documentación de Marta Aponte, que escribe poesía de la poesía de la
escritura de William Carlos Williams.
Esa estructura en que yo pienso
servirme, a modo de plantilla, para reescribir otra historia, porque es
increíble cómo entrelaza los ires y venires, los sentimientos de uno y otra. A
mí, como lectora, me fascinan los libros que me incitan a escribir; que me
propongan una plantilla para completar y rellenar, esto creo que no me había
pasado nunca. Los párrafos concisos de Marta Aponte no permiten ninguna
concesión a la holganza. Lo que aquí diríamos «Anem per feina»[1]. Palabras
medidas y las justas.
William Carlos define a su madre:
«Sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más
cercano al contacto poético» (p. 14).
Nos explicará la historia de la
familia de uno y otro, y recalaremos en la infancia de Raquel. Cautivadora, su
historia. Sus ciudades, donde «habría que estar en las ciudades de Raquel como
quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo» (p. 20). Mayagüez
(capítulo 3), donde la llamaban, «con más pasmo que cariño, la zurrapa» (p. 22),
donde se llena de referentes culturales y de vida interior. «Irás a París
porque es tu patrimonio y porque eres artista» (p. 26) sentencia su madre
Meline, y ella, con su «temperamento vivísimo, inteligencia notable» (p. 27),
asume el reto y lo hace. Pinta, toca el piano, parte a París, se aleja de la
pena: «No es frecuente que la madre te diga mírate en este espejo para que no
me imites en la pena» (p. 32). Y lo hace. Diciéndose a sí misma: «Soy la dueña
del mundo, la hija de mis padres» (p. 34), pero también se dice que «ser una
insignificante mujer sin atributos no es tan grave» (p. 34).
París, su París, 1878, momento de la
Exposición Universal en Trocadero, es fascinante.
«El año siguiente
a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo
lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me
impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la
invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no
podía compararse con la más austera sala parisina. [paréntesis] (El puerto de
Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo
contrario)». (p. 58)
Leedlo. París. Trocadero y sombreros.
Sabremos de su vida de casada
(capítulo 7) antes y mientras París, y su retorno a Puerto Plata, y su
noviazgo, y su ida tras él a Nueva York, donde él «venderá sus colecciones de
sellos y se comprará una boca nueva» (p. 99). Y nunca más será aquel que la
enamoró, ahora él y su madre y hermanos, esa Emily Dickinson tan cruelmente
real, tan poéticamente incómoda.
Finalmente Nueva York con su puente
de Brooklyn en construcción: «Así cualquiera hace una ciudad, la ciudad más fea
y desvergonzada del mundo» (p. 116), y el Rutheford donde se encierra («en
comparación con Rutherford, Mayagüez era una gran ciudad» (p. 118)), donde en
1883 nacerá su hijo William Carlos, el poeta, donde, «En el torbellino de polen
y polvo, el futuro le parecía tan soso como los informes de ventas que George
[su marido] dedicaría su vida a rellenar» (p. 120).
«Así creció William
Carlos, junto a una teoría imposible de una madre pintora que no podía trazar
una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus
balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen.»
(p. 154).
Así que por fin nos contará de la
mujer pintora que fue Raquel Hoheb Williams, (capítulo 20), y esa delicia de
qué es la pintura no tiene desperdicio:
«Fuera
distracciones. Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de
cosas que le llaman la atención. Responderá a la visión ordenadora de sus
maestros. Pintar no es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni
olores. Es pura imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por
disolverse en lágrimas.» (pp. 156-157).
Y mucho más.
De la misma manera que la escritora,
Aponte, nos recordará su proyecto: la escritora y su ciclo: «Hace poco desperté
sabiendo que le debo un recuerdo» (p. 169). Así que hará relación entre
momentos. Enlaces de ciclos.
De manera que nos llevará al final,
al cierre de ciclos donde Raquel se retira de escena, a un asilo. Ese es el
final de la historia. La coda es su muerte. «Es una muerte feliz, y es solo
suya. (...) Impones esa alegría que no entiendo. ¿Por qué?» (p. 204).
De manera que, para concluir, solo
añadiré la definición que William Carlos Williams hace de su madre: «Stern and
frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la
personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.» (p.
29) Ese Stern and frivolous que me recuerda a mí a ese Sturm und drang
tormenta y estrés (o sacudir y arrastrar). del romanticismo.
No sé si he desentrañado demasiado la
novela. Solo quería incitar su lectura.
Gracias por escucharme.
Aránzazu Miró
Palma-Alaró, 22 de junio de 2022
[1] “Poner manos en la masa”, emprender.
domingo, 17 de julio de 2022
Presentación de "La muerte feliz de William Carlos Williams" de Marta Aponte
por Viviana Paletta
Marta Aponte Alsina es natural de Cayey, tierra de montaña y brumas en la isla de Puerto Rico. Estudió Literatura Comparada en Río Piedras y posteriormente completó dos grados de maestría, uno en Planificación Regional en la Universidad de California y otro en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Ha sido directora de la división de Publicaciones del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha publicado diversos ensayos de crítica literaria así como editado y prologado libros de referencia como, entre otros, la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por la Biblioteca Ayacucho, y Escrituras en contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña (en colaboración con Juan Gelpí y Malena Rodríguez). Pero si hoy tenemos el enorme honor de su presencia aquí es porque es una de las narradoras contemporáneas más sobresalientes de la lengua castellana. Desde la edición de su primera novela, Angélica furiosa, en 1994, no ha dejado de crecer literariamente. Cada cuento, cada novela supone un hallazgo de una imaginación visionaria que se recrea en una rigurosa investigación histórica, a partir de datos secundarios, personajes aledaños, de menor enjundia o de improbable biografía, dejados de la mano de la Historia con mayúscula, y que, en su portentosa escritura, tan poética como certera, se transforman en un prodigio de la materia y el pensamiento.
Solo la experiencia de haber leído profundamente a
Marta Aponte, sus novelas, sus relatos, sus artículos, todo lo que he podido,
todo lo que ha estado a mi alcance, en libros, revistas, blogs, ya supondría
una distinción para acompañarla hoy. Pero además está el hecho de que Marta es
mi amiga: un poderoso hilo de conversación nos une a través de muchos años, una
madeja de afecto, de palabras y lecturas que se empezó a ovillar allá cuando
culminaba el siglo XX, cuando
empezamos a intercambiar correos electrónicos que solapaban largas cartas, que
pusieron en la mesa proyectos de vida y de escritura. En 2007 tuve ocasión de
editar una soberbia novela suya, Sexto
sueño, que fue distinguida con el Premio
Nacional otorgado por el PEN Club ese año. La misma aborda las peripecias de
una anatomista (y compositora de boleros) que intenta reconstruir los hechos de
la vida de un criminal de Chicago, que termina sus días, tras treinta años de
prisión, exiliado en Puerto Rico, donde se dedica a embalsamar pájaros. Un modo de construir la narración que ha ido
afinando, creciendo, desarrollando a lo largo de estos años. Una estela en este
mosaico poliédrico que conforman sus obras.
Siguieron los intercambios
vitales, las circunstancias de cada una, allá y acá, el diálogo sin
interrupción. En 2014 apareció Raquel Hobeb, madre de William Carlos Williams y
el personaje que hoy nos convoca, en la vida de Marta. Y tuve la emoción de
compartir en una fructífera, interesante, jugosa comunicación a partir de las
distintas versiones que me fue enviando y que han culminado en esta novela, más
que feliz, prodigiosa, que es La muerte
feliz de William Carlos Williams.
Y vuelvo a los derroteros de mi
lectura, pidiendo disculpas por este desvío tan personal y señero que es la
maestra Marta en mi vida, ya que nunca me guardo de criticar las presentaciones
donde el acompañante del autor se explaya en anécdotas personales que solo le
interesan a sí mismo. Para que me lo recuerden en otra ocasión.
Abre las páginas de esta novela una escena
dolorosa; el poeta William Carlos se debate en la última noche que comparte
casa con su anciana madre, Raquel, desquiciada, enferma, ya que la trasladarán
a un geriátrico; una mujer que supo ser «severa y frívola» en la hiriente
opinión de su hijo; que ha ocupado el antiguo desván reservado para la
escritura poética del médico en sus horas libres. Un lugar ajeno al trasiego
cotidiano y luminoso del día; un espacio habitado por los recuerdos, por los
sueños incumplidos. Y uno pronuncia “desván” y se confabula la memoria de las
novelas góticas y sus fantasmas que acechan en las buhardillas polvorientas,
lúgubres, en especial reservadas a las mujeres indómitas, que no se someten al
papel hogareño que les señala la sociedad, y una imagen asalta por sobre otras,
porque proviene también del Caribe: la puerta prohibida de Jane Eyre, que ocultaba prisionera a la primera esposa del señor
Rochester, una bella joven de Martinica, hija de un terrateniente, que se
debate prisionera en su locura. Jean Rhys, en El ancho mar de los Sargazos hizo saltar los goznes de esa puerta.
Aunque hay un elemento insobornable en la
figura de Raquel, no hay maldad aquí, hay resignación de un hijo que ha cuidado
de su madre hasta que su mala salud ya no lo permite, un anciano que atiende a
una anciana, a la que no ha llegado a comprender jamás, ajena, extraña. Esta es
la escena inicial que dará pie a la reconstrucción de una vida particular, casi
anónima, de una jovencita nacida en Mayagüez que soñaba con ser artista a pesar
de su pobreza, que alcanzó a lucir su incipiente talento pictórico en la
academia parisina gracias al esfuerzo familiar, que se dedicó al espiritismo,
una práctica muy corriente en el Caribe del XIX, y que, debido a su matrimonio
con un viajante de perfumes, se tuvo que trasladar a Rutherford, en Nueva
Jersey, un pequeño pueblo de una gran nación a la que nunca dejó de desdeñar. Para ella, conocida la importancia y la
vitalidad que tuvo la ciudad de Mayagüez en aquellos tiempos de traficantes y
revolucionarios, y tras callejear por París, supuso enterrarse en vida, «una
vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena»; ella que decía:
«Seré una gran artista o moriré de rabia».
Esta peripecia vital de la madre del gran
poeta William Carlos Williams, de la que nada sabíamos ni siquiera
sospechábamos, se vuelve en manos de Marta un explosivo contra la desmemoria que
nos aqueja individual y colectivamente, a las personas y a los pueblos. Porque,
como se afirma en la novela, «el arte triunfa cuando las cosas desaparecen».
Adivinamos el profundo desencuentro que hubo entre
madre e hijo, entre sus dos culturas: «Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con
la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de
vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños»; a pesar
de ello, se afirma del poeta, y como no es para menos, su pasión por la
materialidad de la lengua, de la creación: «Persigue una poesía que no se
contenta con ser lo radicalmente hermosa que es (…). Anota las voces de cuanto
le rodea: de las casa de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos,
olores e infamias (…) pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado
por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético».
Y nos lleva a una pregunta que considero
fundamental de esta novela y del resto de la obra de creación de Marta, ¿qué es
un patrimonio, sea familiar o artístico? ¿Qué se deja finalmente cuando se
desaparece tras tanta errancia? ¿Qué papel tiene la imaginación en la
permanencia, en la reconstrucción de la memoria?
La novela pone el foco en lo olvidado, lo
anodino, lo vencido. En París, adonde llega «lista, alegre, menuda de pies, pero pobre», embelesada de literatura,
de arte, de revistas de moda que lee de cuando en cuando en Puerto Rico, queda
el olor a pólvora y barricada, los cascotes manchados de sangre de la Comuna,
«el poema épico de los pobres», que van a asfaltar el suelo de los nuevos
bulevares, esa «perspectiva infinita,
abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una
violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma». También se detiene en los
ejércitos de hambrientos migrantes que ofrecen la fuerza bruta de su trabajo a
Estados Unidos para la construcción de edificios, vías, puentes, por donde rodará
el vertiginoso capitalismo que no se atiene a los seres y sus culturas, que las
deglute y las invisibiliza, las ningunea. Albañiles y cocineras que se vuelven
espíritus errantes por las grandes urbes.
Pero una huella fantasmal, soterrada,
mantiene esa presencia, el testimonio de la cultura, la experiencia y los
saberes originarios. Se afirma en la novela: «Algo no muere en la dispersión de
esa memoria». Y aquí está una de las decisiones clave de la narradora, más que
creativa, ética, ¿cómo hablar de lo que no se ha documentado, lo que no tiene
monumento, menciones, registro? Y descuella en su respuesta la herramienta
apabullante de la imaginación, una bien representativa del trópico, «donde se
disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas
porque no hay nada más».
Dos párrafos más destacaré (aunque podrían
ser cientos; algún crítico estos días señaló que terminó la novela con todas
las páginas marcadas destacando frases): «El lugar desde el cual se escribe es
siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. (…) Quizá esa tensión
entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la
escritura». Y más palmario si cabe: «Era el destino que se bifurcaba, de
pronto; el camino de vuelta a un sitio desaparecido que siempre se obstinaría
en recuperar (…). Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de
sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo».
Esta frase final no puede ocultar su
genealogía con la archifamosa pronunciada por Flaubert. Acá podría
transformarse en «Raquel soy yo», o «William Carlos Williams soy yo»; a ambos,
madre e hijo, los distinguió la relación con las voces; la de los muertos, en
el caso de la médium Raquel, que prefería inventar colores; la de las calles,
sus pacientes, sus vecinos, sus contemporáneos, en el caso de William Carlos.
Recuerdos propios y ajenos, reales, posibles, fantaseados, pero que hacen a la
construcción de una memoria y de una obra de arte. El poeta William se
encuentra en una ocasión, en un viaje a Puerto Rico, frente a la casa vacía de
su madre, una ausencia cuajada de voces,
de imágenes, de presencias espectrales que se niegan a acallarse, a desaparecer,
que se vuelven palabra poética.
Y aquí nos alcanza la otra decisión
fundamental, sostén de este edificio portentoso de la novela para mí. Hay un
breve asomo en la página 33 («Resido en una isla pequeña de nombre optimista.
La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela
Fermina») pero tenemos que aguardar al capítulo coronado por el número 22, que será
el dedicado a la genealogía particular de la autora, cuando acomete el dato
biográfico real de Marta, la peripecia de las mujeres de su familia, su abuela,
su madre, las que compartieron espacios, circunstancias, acaso sueños y
frustraciones como los de Raquel; enlaza la ficción con los datos históricos
con su vida personal, cómo inciden esas presencias anteriores en su escritura narrativa;
que al igual que el poeta, aunque no las haya transcrito bien, aunque haya
desvío en la memoria, vacilaciones, traspiés, oscuridades, chispazos, esas
presencias están, ese mestizaje de voces y tiempos nos transforman y nos dan la
palabra momentáneamente hasta que lleguen los venideros, que seguirán esa rueda
de memoria y recreación y utopía. «Las hojas liberan el pensamiento de las
raíces oscuras». Ojalá todas las ficciones, los cuentos y las memorias reales o
imaginadas, se desplegaran con esta lucidez que tiene Marta, con su escritura grácil, irónica, deslenguada o
afectuosa, demoledora, hipnótica. Un talento inaudito que no dejo de
celebrar.
Viviana Paletta
Librería
Juan Rulfo, Madrid
21 de
junio de 2022
Primeros párrafos
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