En mi pueblo había un cuartel militar en tiempos de España que siguió siendo cuartel militar en tiempos del Tío Sam. Es un pueblito de tierra adentro, tumbado en la cordillera central de la isla, donde se sembraba café y tabaco y los obreros, que fundaron un partido socialista en 1915, le pagaban a un letrado para que les leyera novelas de Zola y Víctor Hugo mientras liaban cigarros. Mi abuelo trabajaba como chofer de una ruta de autobuses que conectaba el pueblo con la costa Caribe. En aquel vehículo se pasaban sustos tremendos, era una máquina vieja, densa para sortear las curvas y evadir los precipicios de una carreterita trazada sobre un camino de mulas. Entre el monte y la costa viajaban campesinos cargando sacos por los que asomaban las cabezas gallinas descendientes por un ala de los pájaros transportados desde La Gomera en el segundo viaje de Colón. También acarreaban racimos de plátanos de la India y rizomas oriundos de la amazonía y África Occidental. No era raro encontrar algún espiritista con la cabeza llena de fórmulas en lenguas mixtas, o un estudiante que repasaba un libro escolar publicado en Michigan, y en cuyas páginas, envoltorio de unos pesos para ayudarlo en los estudios, guardaba la cartita de una hermana que trabajaba en la fábrica de costura de unos judíos de Praga domiciliados en Brooklyn. Otros pasajeros aportaban la cartografía irreconocible de Atlántida y Provenza en décimas cantadas que nombraban a Platón y a los siete pares de Francia. De día, la carretera animada por viajeros parlanchines parecía un semillero de historias, pero de noche no era favorable para hombres y bestias, en la bruma se manifestaban mujeres fantasmales que pedían pasaje al pueblo siguiente, pero sólo con el fin de matar del miedo a los choferes curiosos y mal intencionados.
Éramos personajes de fábula sin saberlo, como ignorábamos el abolengo azteca de aquellas mujeres fantasmales. Tejiendo redes entre la brumosa memoria de la tierra y los caminos que van a dar a la mar, la carretera formaba un pasadizo que unía al pueblito microscópico con el mundo. En un planeta que ya se había desmembrado bajo los efectos de las primeras explosiones atómicas, la carretera, premoderna en sus formas de vida, representaba imágenes universales y de algún modo conciliadoras. Y es que todas las rutas, aun las más recónditas, por más primitiva que parezca su ingeniería, son afluentes de rutas mayores, a la vez que grandes arterias de redes más pequeñas, extendidas por territorios propios y ajenos, y a través de todas ellas fluyen los cuentos, sin limitaciones de época y contexto.
Los humanos cargamos cuentos. Ese equipaje es quizás el último rasgo esencial de la especie.
La cadencia narrativa segmenta el tiempo en formas asimilables, hechas a la medida del cuerpo. La comunicación entre el cuerpo personal y un cuerpo mayor de historias compartidas evoca el tiempo de los mitos. Una cautivadora declinación de ese tiempo mítico se expresa en los songlines de los pueblos australianos. El songline, o línea cantada, traza el territorio de un clan: es una patria lineal. Para que esa patria lineal exista, debe contar con no menos de cuatro salidas. De modo que cada caminante es cuatro veces otro y él mismo, custodio de un tramo del camino, de una cadencia musical que lleva en la memoria. Cada quien reproduce una línea melódica afinada en la tónica de sus semejantes, ancestros y descendientes, y la intercambia con caminantes de otros pueblos. El conjunto de líneas trazadas o caminos cantados compone una partitura que es el universo, y se recrea constantemente. El mundo no existiría sin ese memorioso juego de pies.
Cuando Angélica Gorodischer, bajo lo auspicios de la Fundacion OSDE, me invitó a conversar con ustedes (“podés hablar de lo que te dé la gana. Algo que ya tengas, que no te dé trabajo, esas cosas”), vi la oportunidad de compartir las primeras reflexiones en torno a un soñado libro sobre caminos, esos que desaparecen desde el instante de su trazo, como palabras habladas, y que se ramifican y reaparecen inesperadamente. En la exploración del tema, descubrí que el Paraná es un camino líquido, un remolino de cuentos de isleros, y que en Rosario la loca del pueblo anduvo disfrazada de Reina Victoria. También encontré, en uno de los libros más hermosos y hospitalarios que he leído, El río sin orillas, de Juan José Saer, al que me dirigió Marta Alicia Ortiz, que el río tiene una dimensión mitogeneradora, apuntalada en la razón del escritor que experimentó, por primera vez, “el sabor del mundo, dulce y amargo”, en estas regiones. De la zona fluvial habló también el puertorriqueño Eugenio María de Hostos, de “los edenes del Delta y ... la cadena interminable de islas que encuentran (en) las aguas del Uruguay y (el) Paraná, la mansión venturosa de una vasta población”.
Hostos escribió varios artículos sobre esta ciudad de Rosario, “grande”, según él, “para tener la independencia que se pierde en círculos de población muy reducidos, pero suficientemente pequeña para girar sin dificultad y sin obstáculos” en un círculo de afectos. Antes que en Rosario, el puertorriqueño había hecho escala en otro lugar consentido por la imaginación, el estrecho de Magallanes, cuando viajaba de Santiago de Chile a la Argentina en 1873, abordo del vapor Ibis, en plena guerra contra indios. En su viaje al sur, el exiliado Hostos se compenetró con los indios de las pampas y las regiones patagónicas, que por entonces perdían sus patrias. Adelantándose a Martí, se confunde con lo que no entiende, se deja vencer por lo que le atemoriza, admira al “hombre natural”, y dictamina que la guerra de exterminio desatada contra los aborígenes era “ triste y pequeña”. De la Patagonia sobrecogedora de Hostos a los lugares del pintor Rugendas, caribeño de Ausburgo por derecho de sus paisajes tropicales, discurre el viaje, contado por César Aira, al vacío espantoso de los Andes, con sus sendas que parecen “camino de salida de todos los puntos a la vez”, donde el artista se siente “espectador de sí mismo”.
El nómada espectador de sí mismo también ronda los caminos accidentados del Caribe, las guaridas del pirata, la llorona, y la loca.
Piratas hay en todas las escrituras marinas. El doméstico cíclope confundió a los hombres de Odiseo con lo que eran, piratas. Sin embargo, a pesar del lustre de los piratas griegos y malayos y de la viuda de Cheng , es en el Mar Caribe donde más brillan los mitos de piratas de corazón maleable, tanto que sus antiguos perseguidores han tenido que devorarlos en ceremonia caníbal y hoy navegan en los circuitos imaginarios de Disney. Aquellos seres irreverentes se jugaban la vida en el tablero de los imperios, donde las islitas (sucesivamente españolas, inglesas, francesas, y holandesas, cambiaron de dueño tantas veces que sus residentes inventaron el creole, una sabrosa de olla de lenguas, para esconderse de todos) pasaban de la condición de tierras de nadie a ser ungidas, por proclama de algún demente oportunista, como extensiones de las cortes de Versalles o Westminster.
El pirata Roberto Cofresí cometió el error de burlarse de las banderas imperiales: “atrapaba buques mercantes con banderas extranjeras, lo que provocó protestas de varias naciones ante el colonizador español”. Para él las banderas eran accesorios de una puesta en escena. Se apropiaba de tesoros ajenos e identidades portátiles. Imposible adivinar que cuando sacaba la tricolor para acercarse a una nave francesa, Jean Duval, la amante martiniquesa de Baudelaire, leía a Emma Bovary en el acto de leer, mientras esta última acariciaba un mapa de París y se decía que aquella ciudad era un océano. Tenía razón, en la ciudad abundaban los piratas que de vez en cuando escondían sus garras mercantilistas, afiladas en los caminos de las plantaciones.
Las fisiologías nacionales que condicionaron la invención de una mirada hoy evocan el sopor eterno de las criaturas en salmuera del boticario y los tesoros del pirata. Transportadas a escalas de disolución, sugieren que, por el contrario, el Caribe fue siempre una de las regiones más abiertas e inficionadas del mundo.
Las islas se confunden en el folklore con las once mil vírgenes, que después de sufrir toda clase de pérdidas prefirieron la guerra al matrimonio. Seguramente no eran tan vírgenes y murieron luchando porque el hogar les parecía menos apetecible que la aventura. Tampoco era virgen un archipiélago donde hacía siglos se había hundido todo un continente cuyas leyendas daban cuenta a los antiguos griegos de la antigüedad del mundo y de la inminente extinción de la especie. Pero la empresa colombina debía subrayar su propia singularidad, la originalidad del empeño y la ingenuidad del mundo nuevo, además de sembrar el terror a los caníbales y patagones como quien protege un tesoro anteponiéndole el dragón de una leyenda.
Ingenua o pícara, la caribeña, para sentir que de algún modo le pertenece su patria lineal, procura conocer las cuatro salidas y las numerosas entradas. Tal vez le falte, sin embargo, una conciencia de cuán exóticas e irreales son las cosas que toma como propias. La mesa de disección de Lautreamont bien podría ser el lugar de encuentro de ciertas figuras que naufragan indiscriminadamente en las costas caribeñas: polvos del Sahara, supermarkets y sirenas. Antes de la peluca y la casaca ya existían la peluca y la casaca, o al menos el manto de piel y el casco vikingo, el comercio amplio y azaroso.
Y sin embargo, la isla pequeña, cercana a nuestra escala humana, ejerce una poderosa fascinación. En una isla todo es deseo de escapar, pero ese movimiento no se desprende de cierto temor a romper los cordones umbilicales. Ese deseo que anida en su contrario -tierra adentro y mar abierto- el miedo a dejar de ser, el llamado a ser otro, marca los pasos de la migración y el exilio. En mi país las familias campesinas enterraban los ombligos que se les caían a los niños para que al correr del tiempo los angelitos no salieran andariegos. El ombligo enterrado es también un signo de los destinos, la raíz nocturna y terrestre de las culturas sepultadas que se niegan a morir por la fuerza, como sugiere el novelista guayanés Wilson Harris.
A fines del siglo pasado, Antonio Benítez Rojo, escritor habanero en cuya vida se manifestaron los signos del Caribe migratorio, publicó un libro que copiaba los motivos de la entonces floreciente teoría del Caos: La isla que se repite.
Para Benítez Rojo las naciones del Caribe honran los vocablos del desorden: “generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, fragmentación, inestabilidad, recíproco aislamiento, desarraigo, complejidad cultural, dispersa historiografía, contingencia, provisionalidad”. Conglomerados germinados en el holocausto de los pueblos indígenas y la trata negrera transitaron de la sociabilidad belicosa de corsarios, piratas y una extendida cimarronería contrabandista, a economías esclavistas de plantación. Sociedades obsesionadas con la pureza de sangre, sobrevivientes en un sentimiento anárquico e indócil de la vida. Esa especie de patria líquida, librada al vaivén de los imperios, es progenitora, sin embargo, de un legado cuyo hilo unificador consiste en la transformación de fenómenos tan abominables como la esclavitud y las guerras de conquista en estancias de belleza. La belleza como un precipitado de la crueldad puede parecer, para evocar a Adorno, detestable por sí misma. Pero en tanto expresión de un deseo libertario, de una alegría insumergible, constituye un arma contra el espanto y la inhumanidad. De ahí que el Caribe se extienda tan ampliamente como la cartografía bulliciosa de sus imagineros, en mapas cuyas líneas demarcadoras movedizas no sólo han fondeado en el sur de Estados Unidos y los litorales de Centro y Sudamérica, sino que se replican de algún modo en los negros espejos del Missisippi y atraviesan las calles del Harlem neoyorquino, donde el jamaiquino Marcus Garvey inspiró todo un renacimiento.
Lejos de resistirse a la asimilación por vía del insularismo, es decir, lejos de atrincherarse en las entrañas de lo “propio”, la lectura de Benítez Rojo evoca la antropofagia ritual de los Caribes. En una de sus últimas entrevistas afirmaba que las culturas antillanas traman “un complejo sistema cultural que no sólo se limita a recibir y articular componentes del exterior, sino que también los exporta después de reprocesarlos”. Dejarse devorar con astucia parece una forma de devorar al “enemigo”, si se le digiere bien. La eventualidad de tantos banquetes de pobres se desprende de cierta manera de ser, que él ubicaba en un sustrato mitogenerador compuesto de sentidos ancestrales.
En la figura del escritor o la escritora de las islas, las capas de identidades se sobreponen obsesivamente. En su libro de memorias The enigma of arrival el novelista VS Naipaul, hijo de emigrantes de la India nacido en la isla de Trinidad, deplora la educación abstracta que lo preparó para no ser Naipaul, que le sembró el deseo de imitar las novelas de ambiente “metropolitano”, que calcaran la personalidad de escritores por el estilo de Somerset Maugham. Naipaul describe la transformación dolorosa del colonizado que con los materiales de la inferioridad y la lengua del colonizador, se construye una voz y transforma una tradición literaria tan distante de la literatura colonial como de la literatura étnica. No pudo superar la frustración provocada por el desfase entre cultura literaria y vida, entre el hombre y el escritor, hasta que recuperó la atmósfera y las voces de una calle de su infancia. Con el distanciamiento de quien nunca podrá sentirse a gusto en el país natal, reconoce, sin embargo, que la isla le ha regalado el mundo, porque en su escritura se propuso vincularla con el mundo.
Cuando logra recuperar por medio de la palabra los sabores de la infancia, se vuelve asimismo capaz de apropiarse de territorios ajenos, en actitud de asombro, intensidad y timidez. Asistido por estas tres virtudes provincianas, el asombro, la intensidad y la timidez, se adentra en el deseado mercado cultural británico y lo reconstruye a su manera, a partir de las migajas caídas de la mesa del amo. En su libro Naipaul traza una cartografía de la ceguera y la represión, el camino tortuoso de un escritor caribeño de la diáspora que invade el paisaje de una cultura libresca y explora desde una soledad absoluta los personajes y las claves históricas de la isla mayor. Esa devolución de la mirada, desde esta orilla caribeña y latinoamericana, a los autores del “primer mundo”, nos confirma el profundo extrañamiento del nómada, la hipertrofia imaginativa del desposeído.
El poeta de la isla barloventeña de Santa Lucía, Derek Walcott, reanduvo los caminos del pintor Camille Pisarro, nacido en la isla caribeña de St. Thomas, desde la veladura de su propio caos. En una escena del poema El sabueso de Tiepolo, Pissarro visita el Louvre, y siente que nada de lo visto le pertenece, no sólo por haber sido excluido de la Historia, sino porque sus ojos, curados en la luz blanca del trópico, apenas le permiten apropiarse de una pincelada que matiza la cadera de un perro en un óleo. Un fragmento que el pintor incorpora y enriquece a tal grado, que le basta para robarse las luces de Pontoise, región que no existiría en el imaginario del arte sin él. La hazaña de Pisarro se contagia con la generosidad de un virus. La voz poética eleva a los impresionistas al rango de “bastardos de la academia, negros oriundos de colonias bárbaras”.
La negritud de los impresionistas es visible para quien lee el afuera desde un adentro versado en los caminos del otro. Por ejemplo, Wilson Harris interpreta las novelas de William Faulkner a través del lente de la cultura del vodú. El crítico se comporta al modo de un actor que tuviera la potestad de dar vida a las letras como quien resucita cadáveres en una ceremonia. Por su parte, el poeta, narrador y ensayista martiniqués Edouard Glissant se acercó a Faulkner de una manera más académica. En el camino hacia la casa solariega del novelista en Misissippi, compara la figura del poeta francomartiniqués St. John Perse con la del sureño Faulkner. Ambos autores recrean el espacio mítico de la plantación, ocupan “los bordes de una casta”. En un mundo a punto de desplomarse se encandilan ante el espacio del otro. Escritores, según Glissant, situados en una frontera, en el límite entre dos imposibilidades.
Para una criatura del Caribe es de algún modo inevitable la vocación del tránsfuga que se desplaza en mares de identidades, sorteando fronteras de manera oportunista, porque la ley de la isla que se repite se hunde en la injusticia y por lo tanto es justo desobedecerla. Los caminos reales siempre han sido trazados desde afuera. Las denuncias y las maldiciones se ocultan detrás de la duplicidad de la máscara, en la reapropiación como farsa, en la lucha persistente por la existencia.
En este escenario, la loca del pueblo poco tiene que ver con la Antoinette encerrada en el desván por Charlotte Bronte. Negra callejera, nada es más libre, ni más angustioso, que su ruta trazada por la necesidad material de mantenerse a un paso de la muerte, o por la más imperiosa de que el universo no se derrumbe. La que llora por sus hijos, por un amor engañoso, por una herida abierta, es madre simbólica y oscura de una serie de pueblos. No hay en la historia universal de la infamia un horror mayor que el de la trata esclavista, los incontables tormentos que narró James en su libro Los jacobinos negros, expresión de una violencia feroz, de mutilaciones y vicios que configuraron, con el exterminio de los pueblos indígenas, el primer genocidio de la historia moderna. Desnuda de protecciones, a la loca que recuerda su origen sólo le queda maldecir a los que se ríen de ella, infundirles terror, imitarlos para devolverles el escarnio. También le resta la estrategia narrativa de una Jean Rhys, que la lanzó a envenenarle el agua a las Bronte, o el discurso matricida de la genial escritora de la isla de Antigua, Jamaica Kincaid.
Por los explosivos caminos del nómada, el pirata, la loca y el esclavo, circularon unos relatos que para sobrevivir tuvieron que esconderse. Me parece oportuno recordar esa tradición ocultista, simuladora, sobreviviente, ante la red de caminos donde a principios de siglo se juega la suerte de las historias. En un mundo en guerra languidecen los ámbitos palpitantes, los cuentos de camino que llevamos en la sangre.
Este año se cumplen 53 de la publicación de “El guardagujas”, del tapatío Juan José Arreola. El duende que lo cuenta parece un sueño del pasado del relato, de cuando Adelita se iba con otro en un tren militar. A inicios de la década desarrollista de los cincuenta, adicta al guión del progreso escrito por los países insaciables, consumidor de una tecnología oscura, el receptor codifica su impenetrabilidad con un nudo gordiano que obra a semejanza de una protección. Algo digno había en la ley inextricable de aquellos trenes: era impredecible y por lo tanto indomeñable. Alentar lo impredecible, reconstruir la capacidad de repetir lo que ya ha sido dicho. Nuestros son el oído insaciable, el talismán del humor contra el poder y el distanciamiento ante el país que nacimos para contar.
Una de las lecciones del artista colonial que no se siente a gusto en ningún lado, se encuentra en la libre apropiación de los territorios ajenos. Un escritor de la diáspora caribeña puede relacionar la obsesión de un personaje de Paul Auster que fotografía cientos de veces la misma esquina de Brooklyn con las obsesiones maximalistas de la épica de Carlos Argentino Daneri, el primo amante de Beatriz Viterbo. Ha pisado la esquina de Brooklyn y además conoce la extraña sensación de capturar un mundo lejano e infinito desde un espacio mínimo con los instrumentos más primitivos, como en el verso del puertorriqueño Luis Palés Matos: “Dadme esa esponja y tendré el mar”. Se da el lujo de proclamar caribeños a Martin Luther King, a Gauguin, a Charlotte Bronte. No se prohíbe nada, algo que no entiende quien no venga de una sociedad condenada a las prisiones del insularismo y la pequeñez. Puede escribir en español, dotando a la lengua materna de una eficacia defensiva. Es el caso de Pedro López Adorno, transplantado a Nueva York cuando tenía once años. La obra de Pedro, de una calidad asombrosa, se construye a partir de un conocimiento laborioso de sus posibilidades expresivas. El puertorriqueño de la diáspora también puede escribir en inglés, como el incomparable poeta Pedro Pietri.
Ahora bien, ¿cómo pensar una nación o un archipiélago de naciones, que en buena medida está en otra parte, reprocesada, además, como remedo de disneylandia, shopping center y escala en la ruta del narcotráfico? Reneguemos de la globalización de embuste, pero no dejemos de imaginar un territorio expandido que rebase el “realismo de lo local”. Néstor García Canclini, estudioso de las culturas híbridas, citando a Etienne Balibar, señala que: “Lo imaginario puede ser el campo de lo ilusorio, pero asimismo, es el lugar donde uno se cuenta historias, lo cual quiere decir que se tiene la potencia de inventar historias”.
Los caminos de la globalización han engendrado sus bicéfalos caballos de Troya. Las rutas de la migración componen una nueva identidad caribeña, lo que significa, de igual modo, un revuelo en los bordes del imperio; la construcción, en un solar baldío de Manhattan, de una casita de barrio; la recreación de una gallera en un sótano; bailes dominicales en un centro cultural del Bronx; un desfile carnavalesco a lo largo de la Quinta Avenida neoyorquina. La casita de barrio es tan artificiosa como una carroza de carnaval, pero a pesar del guiño no deja de trastornar los órdenes hegemónicos, de imponerse con un gesto risueño ante miradas hostiles o curiosas.
Según García Canclini lo diferente, lo que no es reducible al mercado, se descarateriza. Desde luego, no desaparece. En un mundo partido por la mitad sería terrible negarse a la aventura de lo real. En un mundo belicoso parece más sensato el altruísmo que el atrincheramiento. No el consenso sino algo más profundo: sin la habilidad para interesarse en la vida del otro pierde interés la vida propia.
En una de sus últimas entrevistas decía Benítez Rojo, acerca de la porosidad de las culturas del Caribe: “Todas las posibilidades narrativas son nuestras. Somos herederos de todas las formas narrativas del mundo.” De acuerdo, hay que practicar el arte de mantener abiertos los caminos con el cuerpo y con el cuento. Si una corriente importante de la arquitectura actual se adhiere al nomadismo y cultiva la idea de que caminar es un quehacer estético, ¿por qué renegar de los cuentos de camino como quien se desprende de un zapato viejo, por qué no reconocer la vitalidad de las historias que nos entran por el oído, en las oficinas, en los aviones, en el camino líquido de los ríos?
Esa vitalidad crece en los bordes de caminos sorprendentes y nos toma por asalto, como el mapa del mundo al revés, la versión australiana del planeta, que tiene en el centro la isla continente, al Sudán en el lugar donde acostumbramos ver a París, y a Tierra del Fuego hacia el norte, como el pico de un ave voladora que apresara en sus garras a Alaska.
Ahora bien, si fuera cierto que somos herederos de todas las tradiciones narrativas, que tenemos derecho al eclecticismo como estética, cabría preguntarse lo siguiente: ¿será posible hacer cultura con tantos fragmentos, o sólo una versión chatarra de la burundanga, el estertor deseante de una región que nunca fue viable, el fantasma de una sociedad que no nació? Empiezo a despedirme volviendo al tono personal del comienzo. Nací a mediados del pasado siglo, cargo el recuerdo de las voces umbilicales y la memoria de la letra ajena en la ruta del adentro-afuera. He tratado de afincarme en mi país de modo excéntrico, con el oído puesto en otra parte. Lamentablemente las personas hechas de historia, es decir, las formadas en el caldo de cultivo de los relatos sociales y familiares, hemos perdido la gracia de legar la esperanza, de contagiar a las personas más jóvenes la fascinación del camino de los cuentos y los cuentos de camino.
Y, sin embargo, a pesar del abandono de sus mayores, hay que admirar las intuiciones de la generación que ya agotó las letras del alfabeto. Ante los cotos cerrados de una cultura que es global sólo de nombre, reaparecen en sus imaginarios las figuras nómadas. Me cuenta un amigo sobre el movimiento de fuente abierta, una consigna de los libertarios cibernéticos. Desde luego, lo que algunos interpretan como la más reprochable piratería, para otros es un movimiento con patente de corso para liberar las vías de acceso al conocimiento. Los nuevos solares comunitarios contrarrestan el consenso del nuevo mundo feliz vitoreado por el capital, esa vida buena para la degradación ambiental y la degradación de salarios, donde los spas del mundo gitano que luego fue comunista ya no acogen a los jerarcas del Partido sino a los millonarios achacosos.
Poetrica se llama el cadáver exquisito inventado por la artista brasileña Giselle Beiguelman. Beiguelman transforma en signos gráficos o poemas visuales los mensajes que de todas partes le envían por internet y los proyecta en un monumental tablero electrónico en una esquina de Sao Paulo. Otro joven, Thierry Pétit, el contrabajista de la orquesta sinfónica de Montpellier, partió hace unos años de Palavas, al sur de Francia, e hizo el tour solitario del Atlántico, con escalas en Guadalupe, Montserrat, Barbados, San Vicente. En cada isla dejaba los aires musicales que traía en la memoria y recogía los cantos infantiles locales para diseminarlos por el camino, a la manera de un Colón post imperialista y multilingüe. Después hizo lo propio en las escuelas del sur de Francia, con las melodías occitanas, en un trayecto que él mismo llama deportivo, musical y pedagógico. Deportivos y pedagógicos son los pasos de otro joven, el militante ambientalista Tito Kayak, el mismo que coronó a la Estatua de la Libertad, en el puerto de Nueva York, con la bandera de Puerto Rico. Performer del asombro, súper héroe de cómic contra el imperio. Hace unos meses intentó bajar del asta la bandera de las Naciones Unidas en la sede de la organización y colocar la de Puerto Rico. Está vivo, aunque a un paso de la cárcel, y no es poco el mérito de estar vivo de esa manera.
Me parece que hacen bien los nuevos caminantes en no perder el hilo de los cuentos, de las canciones y las palabras, en no perder la clave del movimiento. En asimilar, reexportar y establecer conexiones, desde un punto intransferible, en una línea melódica afinada en la frecuencia de sus ancestros y descendientes.
Para nosotros los antillanos clave es sinónimo de ritmo. Tiene clave esa patria lineal donde fluyen las historias y ocurren los intercambios. Quien no pierde la clave es capaz de afinar el oído y el paso a lo largo del camino, en combinaciones variadas de volumen y velocidad, intensidad y memoria. Con esos instrumentos corporales un viejo poeta recorrió el mundo sin abandonar su isla. En su humilde línea abierta se cruzaron muchos caminos: “Dadme esa esponja y tendré el mar/ el mar en overol azul/ abotonado de islas/ y remendado de continentes/ luchando por salir de su agujero/ con los brazos tendidos empujando las costas”.
Marta Aponte Alsina
Rosario, Argentina
23 de septiembre de 2005
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3 comentarios:
Marta! Que bueno encontrarte aquí! Abrazos.
Hola Marta:
Yo digo lo mismo que Elidio y te doy la bienvenida al mundo bloguero.
Un abrazo fuerte.
Saludos, mi queridísima profesora.
Una bienvenida cibernética y un abrazo virtual.
¡éxitos mil!
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