martes, 29 de abril de 2008

Mar de los sargazos

Foto © Frank Vélez Quiñones


Dicen que uno de los síntomas inequívocos de la locura es negarla. Dios me libre entonces de semejante traición, pero a riesgo de exponerme, y acá entre nosotras, creo que ya no vale la pena estar locas. Lo digo con la seguridad que otorga el linaje de una larga carrera de loca y el espejo llamativo de un lugar cuya historia siempre ha sido menos respetable que sus ficciones; una esas islas afortunadas donde según el personaje de Erasmo de Rotterdam se asienta la patria de la locura, y “todo se da sin sementera y sin trabajo y no hay fatiga ni vejez ni enfermedad alguna”.

En una de esas islas caribeñas, afortunadas tal vez sólo en el reparto de músicos, poetas y locos, nació Jean Rhys, autora de Ancho mar de los sargazos. Cuando la novela se publicó en 1966, Rhys cumplía 76 años. Entre versiones sucesivas pasó hambres y padeció encierros en manicomios. La monstruosa gestación produjo un libro breve que simula el peso de un objeto vivo, de una densidad orgánica hecha de materiales personales y literarios.

Reconozco en Ancho mar de los sargazos las filiaciones históricas, de género y de oficio que nos convocaron a este congreso y a esta mesa. Es una demostración de cómo se construyen las identidades culturales y una denuncia poética de cómo la literatura se ha dejado usar para encerrar locuras peligrosas y salvaguardar los miedos interesados de sus guardianes.Timothy Reiss, un crítico al parecer hastiado de la crítica reciente, sostiene que “las razones o categorías culturales puede que siempre y únicamente hayan venido de otra parte”; es decir, que la seguridad de la razón dominante depende como el parásito de la sangre de algo tan poco sutil como las invasiones al otro, de algo tan brutal como el exterminio del otro. Con pareja falta de sutileza, la otra no desaparece aunque la maten. Escribe contra la corriente, amamantando la esperanza de que la historia no haya terminado, de que todavía sea posible una respuesta.

Ancho mar de los sargazos ofrece una respuesta venenosa al texto envenenado de la historia. Además, su pretexto es una novela de mujer, de modo que complica con su reescritura un mundo reescrito ya por la mirada subalterna. Rhys lee Jane Eyre cuando a la edad de 17 años llega a Londres desde Dominica, su isla natal, a la que volverá una sola vez sin que la ausencia debilite una comunicación visceral y conflictiva. El desajuste de su propia situación de criolla desclasada le sugiere de inmediato la humanidad oculta del personaje de Antoinette, la loca prisionera en el desván, un personaje que Charlotte Brontë maltrata, atribuyéndole los rasgos sobrenaturales de un demonio, aunque la figura no carece de antecedentes históricos en las indianas ricas entrampadas en matrimonios de conveniencia sin que se les reconociera la condición de damas inglesas, porque jamás se les eximió de cierta ambigüedad racial y sexual.

“Me pareció que aquella era una pobre fantasma y que me gustaría escribirle una vida. Charlote Brontë construye un mundo propio, un mundo convincente y eso mismo hace que el personaje de la pobre criolla lunática sea tanto más deficiente. Me escandalizó, me enfureció. Pensé, ese es sólo un lado de la historia, el de los ingleses”. De una histora, añadiría en otra ocasión, que es imposible limitar a dos versiones en pugna, la del blanco y la del negro, porque a fin de cuentas quién sabe y a quién le importa cuántos lados tiene la historia.

Que Jean Rhys sabía lo que hacía queda señalado por el tiempo (toda una vida) que tardó en escribir la que hoy se considera su obra maestra. Corregir a la madre es más arriesgado que destronar al padre. Rhys confiesa la aterradora intuición de que Charlotte Brontë conspiraba desde el otro mundo para impedir la escritura del libro y amargarle su estancia en la amarga Cornwall. No era para menos. Cuando en la escena final de Los sargazos Antoinette, antes de encender el fuego, compara a Inglaterra con un objeto de cartón tan frágil como un libro, su desvarío se impone con la veracidad incontestable de la justicia poética. Al denunciar la solidez de las coordenadas anteriores, se transforna la hija en la paridora de su madre, como si la parodia se hubiera escrito antes que su modelo, desde el fin hacia atrás y para siempre.

Otra escena de Ancho mar de los sargazos resume la problemática de la identidad cultural en las islas colonizadas. Después de la abolición de la esclavitud la madre de Antoinette, una criolla tan despreciada por los ingleses como por los negros, exclama que ella y su familia han sido abandonados. En inglés la expresión es marooned, que significa quedar abandonado en una isla desierta, pero también se asocia con cimarrón. La seguridad del cimarrón se funda en escapar del orden social dominante, desdibujarse y confundirse con la naturaleza. Al inglés marido de Antoinette, un personaje inspirado en el Rochester de Brontë, la naturaleza en estado puro de la isla, la cual rebasa su ojo cultivado en la contemplación de jardines domésticos, le provoca fiebres y temores. El lugar se muestra tan hermoso e inverosímil como el paraíso, pero los ojos de su mujer, enormes y desconcertantes, jamás parpadean. El púrpura tropical es demasiado profundo, el verde insoportablemente verde y todos los negros, sin individuación ni humanidad posible, le parecen iguales, como si la misma cara se repitiese hasta el agotamiento. El encierro de la loca que despertó su sexualidad equivale a la castración del inglés, al encierro de ese territorio desconocido que es la propia intimidad.

Más nos interesa otro personaje que logra escapar del encierro, Christophine, la niñera de Antoinette, una martiniqueña tocada con pañuelo de madrás. Racionalista de la brujería, gran realista en materia de transacciones, convencida de que Inglaterra no existe porque nunca la ha visto, se evapora del mundo de la novela como un fantasma que sabe de puertas secretas.

Jean Rhys pudo haber nacido en la Patagonia si su padre, un médico galés, no se hubiera aplatanado en las Antillas cimarronas, atraído por la proverbial criolla de origen misterioso. La Jean Rhys patagona hubiera escrito en español y tal vez traducido a Hudson como Alejandra Pizarnik tradujo a Aimé Cesaire. Pero la Jean Rhys que de niña se imaginaba a Inglaterra como el país de la nieve y las fogatas es una escritora caribeña y su versión del relato materno refleja las condiciones de creación de la cultura letrada en otras islas caribeñas, entre ellas la mía. El horror a la pérdida de una identidad propia, tan frágil que depende de que el otro esté loco, marca las pesadillas del colonizador. Ese horror al contagio, a reconocer la fragilidad de los límites protectores, marca también una obsesión constante en nuestra cultura letrada. En las islas se construyen las primeras ciudades europeas conforme a leyes que regirán los asentamientos de Indias.

Después, y durante siglos, esas ciudades se abandonan, se olvidan los cultivos y los hombres, los frutos y los animales revierten a un estado montaraz, a ratos miserable y a ratos sabroso, porque aprende de la sabiduría irracional del paraíso y las sutiles negociaciones del contrabando.Nuestra cultura letrada del 19, dominada por figuras masculinas, pero modulada por varias voces fuertes de mujer, como las de Lola Rodríguez de Tió y Ana Roqué, aspiró a inscribir una particularidad en el banquete del universalismo europeizante, en esa gran literatura global que proponía Goethe. Vano empeño. La política imperial no le asignó a la isla otros papeles que los de plaza fuerte y papiamentosa Antilla del baile, la botella y la baraja. Los capitanes generales tenían por lema que en Puerto Rico se puede hacer de todo impunemente. Con raras y visionarias excepciones el criollo piensa de los Estados Unidos lo que pensaban los latinoamericanos liberales de la época. Poco duró la ilusión después del 98, pero la isla siguió exhibiendo sus aspiraciones y sus productos. En la Feria Exposición Panamericana de Buffalo, en 1901, un Mr. José Silva y sus asistentes nativos le sirvieron café al presidente estadounidense William McKinley poco antes de que lo asesinara el anarquista Leon Czolgosz. No me extrañaría que entre los nativos y el anarquista se hubiera colado el fantasma agitador de la hechicera Cristophine,

Chistophine siguió encerrada durante buena parte del siglo 20 mientras los gringos intentaban adecentar a los nativos y los políticos criollos se esforzaban en demostrar que a pesar del color tostadito de sus pieles eran en efecto, gente de pura ascendencia europea y por descontado capaces de gobernarnos. En aquella guerra de identidades las artes y la literatura no contaban más que con las ampulosas armas verbales por el estilo de Santos Chocano y las consignas de la raza cósmica de Vasconcelos en confusa coalición, cuando no en conflicto, con la ideología del panamericanismo. Tuvo que volver por sus fueros nuestro genio pueblerino, cimarrón, delirante, marcado por las inseguridades del origen, la parodia y la amargura, en escritores como Emilio Belaval, Luis Palés Matos y Julia de Burgos.

A Jean Rhys la sacaron del manicomio para premiarla, con una ironía digna de Erasmo, nombrándola Comandante de la Orden del Imperio Británico. Algo tendrá que ver el inconcebible reconocimiento con que en los años sesenta el imperio británico se desprendía de sus colonias caribeñas. Como el imperio estadounidense todavía no se desprende de sus colonias, y el imperio español lo perdió todo en Cuba y el fantasma de Puerto Rico no frecuenta sus centros espiritistas, nuestra Rosario Ferré tuvo que publicar en inglés antes de que una editorial española se interesara en adquirir los derechos de su obra en español. Mi país, frontera de fronteras donde la realidad ha sido siempre más frágil que los cuentos, es un caldo de cultivo de ficciones.

Cuando los pobladores de una isla no deciden lo que entra y lo que sale de ella, ni fabrican los objetos que les rodean, ni conocen ni entienden el origen y el sentido de las acciones que determinan sus vidas, la percepción de las cosas bordea la magia y florece el caos. Todo, desde cruzar una calle hasta escribir una novela, se hace con la sensación de encontrarse en un espacio ingobernable. Para muchos seres buenos, el ejercicio de la responsabilidad consiste en dejarla en manos de Dios. El contrabando sigue siendo un arte de la desobediencia, pero en su versión actual carece de la mutualidad que el escritor caribeño Wilson Harris atribuía a los intercambios interculturales respetuosos. Engarzada en la ruta militar del narcotráfico, mi país se refocila en el pesimismo. Sin embargo se mueve. Creo que nuestro logro mayor, y lo digo sin vanidad, más bien asombrada de atreverme a reclamar en calidad de victoria lo que podría interpretarse como un mandato del instinto, ha sido sobrevivir con la maña oportunista de las yerbas malas.

Nunca fuimos puros, sino criaturas del trasplante, del injerto y el bricolaje y quizás por eso persistimos. Lejos de mis capacidades intentar una interpretacion del “carácter nacional”, pero creo que si bien la nación no ha carecido de héroes en el sentido clásico, su fortaleza colectiva radica en la capacidad de conservar una memoria silvestre, sin archivos; en el deseo de seguir siendo diferentes y el talento de inventar las justificaciones constructoras de una identidad cultural que palpita en una síntesis anárquica, siempre sorprendente, como decía Galeano, de las contradicciones nuestras de cada día.

Me preguntaba una periodista qué puede aportar una escritora de un paisito tan caótico a un congreso tan serio como éste. Le hablé de una supuesta república internacional de las letras y de que ante la globalización de la impotencia los escritores encuentran nuevos y dolorosos puntos de identificación y posibles estrategias de respuesta. Pero fue por salir del paso ante una pregunta inquietante. Debí invocar el mercado de las quimbambas de Christophene en su encarnacion de marchanta haitiana que recorre el Caribe como si fuera una maravilla esa sociedad absurda escrita por la Agencia Central de Inteligencia para conocerle bien las entrañas y entrar y salir de ellas. Debí decirle que vengo en son de trueque, a traerles un cuento impuro, un cuento boricua hecho con telas importadas a las que siempre se añade un detalle, como se rehacían aquellos tejidos que los comerciantes europeos compraban en la China y revendían en Benin para readquirirlos en otro puerto africano con la forma alterada y volver a venderlos más tarde en Lisboa o en Kingston. Debí comentarle que repudio lo que quizás haya sido la mayor perversidad del colonialismo: reducirnos al ridículo papel de ser sus víctimas, y en consecuencia sus cómplices e imitadores. ¿De quién sino de nuestros contrarios aprendemos a invisibilizar lo visible, a negar lo que no podemos asimilar; a señalar como degradante lo incomprensible del otro; a imponer, como verdades absolutas nuestras miradas al ombligo?

Habría que curarse de la locura que consiste en decretar la locura del otro y mirar con apasionado interés la vida que nos rodea y nos habita, hasta conseguir que lo familiar nos parezca extraño. Habría que desconfiar de la existencia de Inglaterra, pero sobre todo de la solidez de la propia existencia. “Un encuentro cultural digno de ese nombre, también exigiría que sacáramos a la luz nuestros propios elementos sumergidos y los de nuestra tradición.”

Esta libre traducción de la traducción de una cita de Habermas evoca la lenta labor regurgitante y acumulativa del Mar de los Sargazos que da su nombre a la novela de Jean Rhys, una singular región geográfica próxima a la fosa de San Juan, que se extiende por el norte desde la Bahia de Chesapeake hasta Gibraltar, y por el sur desde Haití hasta Dakar. Hacia este desierto marino de aguas profundas se mueven seres vivos de todas las latitudes, arrastrados por las corrientes. Incrustados en las algas se adaptan a las leyes de un mar sin fondo. Las plantas que tardan siglos en llegar a la quietud absoluta del centro se ganan la inmortalidad. Se dice que algunas de las yerbas vivas podrían ser las mismas que vieron Colón y sus marineros. De tanto navegar la centenaria Christophine debe haber cruzado varias veces el centro del Mar de los Sargazos. Un centro flotante sin pretensiones de dominio. Un lugar de límites irregulares cuyas leyendas de naufagios son una ilusión de cosas que nunca existieron, como nuestra locura.

Por suerte ya sabemos que no vale la pena estar locas para complacer a nadie, y mucho menos para que nos encierren o nos induzcan al suicidio. Lo que hace falta es tratar de no repetirnos cada vez que nos reunimos en congresos para hablar de los mismos temas.

Marta Aponte Alsina
Congreso de Escritoras Latinoamericanas
MALBA, Buenos Aires, 31 octubre de 2002

1 comentario:

Miranda Merced dijo...

¿No te has fijado que nuestros perros satos (satus portorricensis) son tan saludables que no se les lleva al veterinario? Producto de las mezclas. Con las características dominantes de cada una de ellas. Lo que mencionas de la heroicidad de nuestro pueblo debido a la conciencia colectiva es tan cierto que duele. Le duele a los que quisieran que de verdad fuéramos sumisos y acomplejados, y que nos sintiéramos obligados a bajar la cabeza en reverencia ante cualquier otro ser humano, que lo que tiene de “diferente” es que nació en otro punto del “mapamundi”. Bendita la locura que te hace pensar en la sabiduría de la sencillez, y que te hizo aportar el melao a un café que pudo ser soso. Felicitaciones por ser tan tú. ¡Besos!

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