Guayama, 14 de octubre de 1886
Aunque usted no quiera saberlo se lo voy a contar,
corazón, no te molesta que te llame así, ni que te diga cojito, ni que te encuentre gracioso, Hans con miedo. Siempre
como si hubieras visto al diablo. Yo sí lo veo, es el hombre que me crió y yo
soy su aprendiz. Cada mañana el viejo Homero me pide que vaya a entregarle sus
medicinas a la viuda del teniente Pavía y yo localizo en un santiamén el compuesto
vegetal Lydia E. Pinkham, lleno una botella azul con una dosis del láudano que ayer
preparamos mezclando diez gramos de opio, una cucharada de miel, una raja de
canela y medio litro de ron oro, una receta de las islas, dice Homero, de Santo
Tomás, donde se cuecen mejores brujerías que aquí, añade, con una pausa para el
recuerdo de todas las brujerías que ha hecho, y salgo antes que el viejo verde
podrido me apriete los pezones con sus manos huesudas y frías, porque a un pie
de la tumba está el viejo maldito, como quien dice mi padre, él me enseñó todo
lo que sé, eso se lo agradezco, aunque no es mucho y buena parte es pura
porquería, como sus pensamientos desde que empecé a desarrollar, no quiero que me
toque me dan asco esos dedos verdosos, la telita del pellejo transparente, las
uñas sucias, los nudillos cubiertos de pelos y además siempre están heladas y no
quiero que las tetas se me acatarren, no quiero que supuren flema y mocos y
estornuden mis tetitas, así que lo dejo babeándose y salgo corriendo. La botica
queda atrás, oscura de sombras, con un olor a limo, porque en las canaletas de
desagüe del callejón hay bosques de limo, quiero decir que abunda el limo, aunque
afuera la calle arda. Te habrás fijado que el limo es bonito, Hans, y lo mejor
que tiene es que es insignificante, casi nadie se fija en el limo. Cruzo la
plaza, todavía no calienta el sol, camino despacio, siento que me miran desde
la acera del frente, son los hombres que toman la parva en la Fonda del Indio,
viajantes de comercio en su mayoría y algún fotógrafo de bodas y bautismos.
Cuando entro al zaguán de la casa de la viuda me lanzan zarpazos los gatos que ella
alimenta con las sobras que dejan en sus platos los huéspedes de la pensión, ustedes
mismos, que aunque se harten como puercos siempre desprecian alguna migaja. Por
ser protectora de los animales dicen que es la mujer más generosa del pueblo, aunque
yo bien podría dar fe de lo contrario, así de raras y miserables son sus
propinas, pero ella dice que valen más sus consejos, pues es la regente de la
academia de los gatos y de los gatos se aprende todo lo que vale la pena
aprender, dice ella con palabras que no entiendo, que si el placer, la astucia,
la inagotable paciencia, la escuela de la agonía y de la muerte, sospecho que
así hablaba alguien que ella no ha podido olvidar, pero que su voz verdadera no
es esa, sino la chillona que le regatea a la sirvientita cada grano de arroz,
cada cucharadita de azúcar. Ojala se casaran Homero y ella, son tal para cual. Fíjate
en cómo mueren los gatos, dice, y sabrás que es un arte, que han perfeccionado mucho
antes de que el tiempo fuera tiempo. Está loca, pero es la viuda de Pavía y
dueña de la pensión donde vives, alemancito. Aprende el lenguaje de los gatos,
dice, los sientes si aguzas el oído
arañando las maderas de las casas, el cinc de los techos, y a veces se les oye el
sueño. La interrumpo, tengo otros recados, de modo que no me interesa saber
cuál de sus gatos enseña baile, cuál matemática. Ella me examina con sus ojos
pequeñitos, achinados, y me pregunta con un retintín de malicia por el viejo
Homero, ese demonio francés, y algún día me contará cosas, dice. Te estás desarrollando
con una rapidez que da miedo, los huesos se te estiran de un día para el otro, y
de eso yo sí sé porque aquí donde me vez hubo hombres que se bebían los vientos
por mí.
Beberse los vientos, no entiendo. Beberse los vientos,
tonta, es perder la voluntad, es convertirse en un canto de carne que huele los
peos de una mujer hermosa y ama todas sus cochinadas. Los gatos no se beben los
vientos de nadie, prefieren morir a comer mierda.
No me interesan los gatos.
Hans, así dicen que te llamas, aunque vives en la
pensión de la viuda seguramente ni te has fijado en el lugar. Dicen que eres un sabio enamorado de las plantas y que solo tienes
ojos para las hojas y las semillas. Son bellos, del color del cielo cuando hay
buen tiempo, si me hicieras caso me largaría contigo, pero ahora quiero
contarte más de la pensión, el lugar donde vives sin fijarte en él.
La cocina es pequeña, el fogón calienta lo que el sol
termina de cocinar azotando el techo y abochornando las viandas, y ahí todo tiene un manto de olores y colores, donde
se mezcla el recao con las cebollas, tan picantes que entre el humo y el zumo
dan ganas de llorar, pero no importa porque la comida es sabrosa. Sobre el fogón hay una olla renegrida
donde todos los días se prepara un cocido de tasajo con guineos verdes y yautía.
Ese cocido es lo mejor de Guayama, dice la viuda. Que si el pueblo
desapareciera de la faz de la tierra y solo quedara la receta de ese cocido, no
se perdería gran cosa. La sirvientita, una niña de mi edad que a la vieja le
regalaron en el campo, tiene el delantal y los dedos manchados con la pegajosa
mancha del guineo verde, la veo y se me quitan las ganas de quejarme. No sabe
leer ni escribir, parecería que la echaron al mundo frente al fogón, por lo
tiznada que está siempre y solo sale los domingos, a la iglesia, sirviéndole de
bastón a la vieja. Se llama Rosa, pero más que rosa parece flor de cadillo y
duerme, me ha dicho, en la misma cocina, eso sí, está bien alimentada pues
lo que los huéspedes dejan y lo que queda en el fondo del caldero es de los
gatos, y de ella.
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