En Dominica se
sitúa la trama de A Biography of my
mother, de Jamaica Kincaid. Una crítica la llamó fábula nihilista, y “abstracción
del sufrimiento y la degradación de todo un pueblo”, como si Kincaid hubiera
querido deconstruir a Jean Rhys, la hereje blanca que deconstruyó a Charlotte
Bronte.
La obra de
Kincaid remite al Caribe y a su isla natal de Antigua, país de unas 170 millas
cuadradas y cerca de 100,000 habitantes, de donde fue expulsada por su madre a
los 16 años para trabajar como niñera en Nueva York, con todas las cartas marcadas
en contra y apenas dos armas: la escritura y el temperamento. El libro A Small Place me parece una prolongada
carta suicida y una denuncia del culpable indiferente. En contraste con Naipaul,
la intransigente Kincaid no desprecia al
país natal desde una altiva distancia o desconexión radical. Muy al contrario,
la crítica feroz se confunde con un auto desprecio insolente, tiene la entereza
ética de incluirse a sí misma en la galería de absurdos de su pueblo, justo en
los años inmediatamente posteriores a una independencia cuestionable, otorgada
casi de mala fe. Kincaid reconstruye la isla natal y a sí misma como entidades
monstruosas. Se trata de la prolongación del discurso de la criatura abandonada
por su creador y una denuncia de los itinerarios del turista que degusta los
frutos fofos, los vacíos de la explotación colonial. Lo que dice sobre los
lugares pequeños, podría resumir una anti poética de la escritura: hermosas
prisiones segregadas, separadas, mezquinas, de poblaciones caricaturescas, sin
sentido histórico, enajenadas del mundo y de su propio ser. La criatura no encuentra lugar alguno
donde sentirse a gusto en su piel salvo
en los libros que lee y escribe y en los jardines que cultiva. Me deja el don de
una franqueza que no toma prisioneros y el reordenamiento del mundo en un espacio
pequeño, radicalmente distinto de su país natal, pero que de algún modo quiebra
la monótona brillantez de la ferocidad para reconcentrarse en hechicería. El
jardín de Kincaid en Vermont, es un lugar que, según la autora “carece de
intenciones serias y abunda en series de dudas sobre dudas… es semejante a un
mapa de las islas del Caribe y del mar que las rodea”.
Más allá, al
noroeste de las islas francófonas, al noroeste de Montserrat, está el archipiélago
de St. Kitts y Nevis, país de 104 millas cuadradas donde residen
aproximadamente 55,000 personas. Algún autor sitúa en esas islas el origen de
la economía de plantaciones en el siglo 17: la explotación densa de un espacio
mínimo que se reprodujo en otras colonias y generó buena parte de la riqueza
del imperio británico. En St. Kitts nació el escritor Caryll Phillips. Era un
bebe cuando sus padres emigraron con él a Inglaterra. Se trata un autor
importante, tanto por la actualidad y pertinencia de los temas que le atraen
como por su obra numerosa. La identidad propia como afro caribeño y el lugar de
la misma en las redes globales del imperio; la identidad polimorfa del imperio
mismo, es uno de sus temas. Es curioso que haya vuelto, en la que creo es su
novela más reciente, sobre la
personalidad y los temas encarnados en la figura de Jean Rhys. Rhys
es el personaje central de A View of the Empire
at Sunset (2018). Curioso,
pero explicable: si alguna autora encarna en su obra y biografía las
encrucijadas estéticas e ideológicas del Caribe letrado esa es Jean Rhys. Mucho
antes, (en libros como Extravagant
Strangers, dedicado a autores canónicos británicos que nacieron en las quimbambas
del imperio, o en el libro de crónicas y ensayos The European Tribe) Phillips establece conexiones entre el antisemitismo
y el racismo, y desmenuza el lugar equívoco del negro en la cultura letrada
europea escudriñando el personaje de Otelo, y también la figura nimia y dura de
Anne Frank como ominoso recordatorio de la historia violenta de los pueblos
ilustrados.
De los libros suyos que he leído recibo un regalo: la literatura propia
como reescritura de la literatura del otro. Y así como en los demás novelistas
comentados, el movimiento de las islas que extienden sus redes migratorias y se
escriben contestatariamente desde los imperios o ex colonias, y que ponen de
cabeza la tradición letrada que ya habían puesto de cabeza los vanguardista y
modernistas europeos y norteamericanos. No solo remite a Rhys sino que también
a autores que problematizaron el tema de la identidad, como William Carlos
Williams y James Joyce.
Aquí debería concluir
este tour literario de seis de los países más pequeños del planeta. Pero creo
que se justifica añadir al menos uno. Muy unida a la historia de St. Kitts y
Barbuda, se sitúa uno de los espacios mitogeneradores del archipiélago Caribe. Me
refiero a Angüila, un territorio británico de ultramar que ocupa una isla de 16
millas de largo por 3 de ancho en su mayor extensión, además de varias isletas
y cayos despoblados, según la fuente, y una población de 17, 400 personas. Por
allí pasó la historia del fracaso de un proyecto de federación antillana imposible,
diseñado por el poder colonizador. Cuando Gran Bretaña trataba de soltar
organizadamente el lastre de sus colonias, Angüila se negó a pertenecer a una
república con sede en la remota St. Kitts. La pequeña guerra de esa nación con
los kitianos se remonta a siglos, y llamó la atención de un profesor de la
Universidad de Puerto Rico nacido en Austria, de nombre Leopold Kohr. El profesor, en complicidad delirante
con varios publicistas de la ciudad de San Francisco, intentó convencer a los
angüileños de que les urgía fundar una sociedad inspirada en varios modelos: la
Atenas clásica, las ciudades estado italianas del renacimiento y la comunidad Amish,
situada aquí en Pennsylvania, en la no tan lejana Lancaster. Para citar a Kohr: una federación de ciudades es “la
única organización que preserva una humanidad de proporciones, sin las cuales la vida humana en comunidad
carece de un propósito éticamente defendible…
El tamaño de una sociedad debe ajustarse a la pequeña estatura del ser
hombre”. En justicia, las
intuiciones de Kohr cobran sentido tras los desastres ecológicos y económicos
de la globalización neoliberal.
Y quizás no se
equivocaba de lugar, a pesar de su chocante arrogancia. Contra sueños y
dislates existe todavía un país en miniatura llamado Angüila, y ese país, que
aún lucha por definir un estado político y superar su relación colonial, distingue, entre sus
proyectos culturales, un festival literario, el Anguilla Literary Festival. No
se trata de una pasarela de autores distantes y caros, sino de una celebración
de la literatura como práctica sensata de una sociedad sensata. Según sus
organizadores, el festival se inspira en una práctica de esfuerzo propio y
ayuda mutua de las comunidades más que en una visión especializada y distante. Se les unen las iglesias y el seguro social, lo que podrá parecer
ominoso, y se propone celebrar el “legado literario de Angüila”, en honor de
autores y autoras residentes. He podido
acceder a un libro de autora angüileña, la novelista Patricia Adams. Adams es maestra
de profesión y escribe para que no se pierdan las memorias de su pueblo. No se
trata, sin embargo, de una banal literatura de costumbres, sino de una narrativa
fuerte, que marca las diferencias entre los lugares más pequeños de un país
pequeño, entre las aldeas contrastantes de un archipiélago mínimo en sus rasgos
dialectales. Los cayos que lo rodean son extensiones desoladas, sin nombre y
sin sustento. La novela Blue Beans es un relato de aprendizaje que
comienza con el funeral de la madre y lo hace con unas imágenes y unos ritmos e
incluso un protocolo vivaz de comportamientos rituales y bochinches demasiado
humanos. Las voces recuerdan a Texaco, de Patrick Chamoiseau.
En estos apuntes
que he compartido con ustedes pretendí situar en un mapa la existencia de
cuerpos literarios de islas pequeñas, sujetas a una independencia política
frágil, expuestas a catástrofes climáticas, desigualdad social, pobreza y economías
vulnerablemente asentadas en apenas un sector de exportación. Se dirá que estas
cuestiones han sido estudiadas hasta el agotamiento; que los estudios
poscoloniales centrados en ellas van a cumplir medio siglo. Quizás se han
estudiado mucho pero no hasta el agotamiento. Los destinos de las sociedades no
son casos cerrados, como no está cerrada la cuestión de las literaturas de
países pequeños.
Resumo los
regalos derivados del regalo mayor del poeta: una relación otra con la
naturaleza; la memoria y la cura del trauma por medio de la empatía y resistencia al placer de infligir
dolor; la liberación del tiempo
lineal, histórico, en una confluencia de tiempos simultáneos; la posición de la mujer en el complejo
ideológico de raza, género y prácticas reproductivas en esclavitud y
servidumbre; una franqueza ética y compresión del mundo infeliz en
libros y jardines que de algún modo transforman la indignación en poderes; la
escritura propia como reescritura de la literatura de la otra; la nobleza de la
escribana que registra la palabra transmitida sin escrituras.
Como toda
maquinación literaria, las literaturas de las islas pequeñas han construido en
buena medida mundos paralelos, armados con piezas rutinarias y rutas de escape.
Es posible sugerir que sin esas literaturas se debilitaría la posibilidad de las islas como cuerpos
históricos.
“The island was a place you left”, pero no
tanto. Para el crítico
jamaiquino Stuart Hall, autor de una sutil y subversiva memoria del final del
imperio, los autores y autoras del Caribe invocan, extraen “el habla de los
pueblos, la música orgánica de la tierra”. No obstante la marginalidad de la
región, su actividad artística es incesante y la pequeñez material se hace
inmensa en la amplitud trazada por las redes diaspóricas extendidas a las
viejas metrópolis y sus periferias. A la vez, esa amplitud vuelve a hacerse
cuerpo pequeño, –inmensidad íntima, para citar a Bachelard– en la imaginación
literaria.
(Conferencia leída en la
Universidad de Pittsburgh el 26 de septiembre de 2019)
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