viernes, 6 de diciembre de 2019

Invitación al desvío; literatura de países pequeños (cuarta y última parte)




En Dominica se sitúa la trama de A Biography of my mother, de Jamaica Kincaid. Una crítica la llamó fábula nihilista, y “abstracción del sufrimiento y la degradación de todo un pueblo”, como si Kincaid hubiera querido deconstruir a Jean Rhys, la hereje blanca que deconstruyó a Charlotte Bronte.  
La obra de Kincaid remite al Caribe y a su isla natal de Antigua, país de unas 170 millas cuadradas y cerca de 100,000 habitantes, de donde fue expulsada por su madre a los 16 años para trabajar como niñera en Nueva York, con todas las cartas marcadas en contra y apenas dos armas: la escritura y el temperamento. El libro A Small Place me parece una prolongada carta suicida y una denuncia del culpable indiferente. En contraste con Naipaul,  la intransigente Kincaid no desprecia al país natal desde una altiva distancia o desconexión radical. Muy al contrario, la crítica feroz se confunde con un auto desprecio insolente, tiene la entereza ética de incluirse a sí misma en la galería de absurdos de su pueblo, justo en los años inmediatamente posteriores a una independencia cuestionable, otorgada casi de mala fe. Kincaid reconstruye la isla natal y a sí misma como entidades monstruosas. Se trata de la prolongación del discurso de la criatura abandonada por su creador y una denuncia de los itinerarios del turista que degusta los frutos fofos, los vacíos de la explotación colonial. Lo que dice sobre los lugares pequeños, podría resumir una anti poética de la escritura: hermosas prisiones segregadas, separadas, mezquinas, de poblaciones caricaturescas, sin sentido histórico, enajenadas del mundo y de su propio ser.  La criatura no encuentra lugar alguno donde  sentirse a gusto en su piel salvo en los libros que lee y escribe y en los jardines que cultiva. Me deja el don de una franqueza que no toma prisioneros y el reordenamiento del mundo en un espacio pequeño, radicalmente distinto de su país natal, pero que de algún modo quiebra la monótona brillantez de la ferocidad para reconcentrarse en hechicería. El jardín de Kincaid en Vermont, es un lugar que, según la autora “carece de intenciones serias y abunda en series de dudas sobre dudas… es semejante a un mapa de las islas del Caribe y del mar que las rodea”.


Más allá, al noroeste de las islas francófonas, al noroeste de Montserrat, está el archipiélago de St. Kitts y Nevis, país de 104 millas cuadradas donde residen aproximadamente 55,000 personas. Algún autor sitúa en esas islas el origen de la economía de plantaciones en el siglo 17: la explotación densa de un espacio mínimo que se reprodujo en otras colonias y generó buena parte de la riqueza del imperio británico. En St. Kitts nació el escritor Caryll Phillips. Era un bebe cuando sus padres emigraron con él a Inglaterra. Se trata un autor importante, tanto por la actualidad y pertinencia de los temas que le atraen como por su obra numerosa. La identidad propia como afro caribeño y el lugar de la misma en las redes globales del imperio; la identidad polimorfa del imperio mismo, es uno de sus temas. Es curioso que haya vuelto, en la que creo es su novela más reciente, sobre  la personalidad y los temas encarnados en la figura de Jean Rhys. Rhys es el personaje central de A View of the Empire at Sunset (2018). Curioso, pero explicable: si alguna autora encarna en su obra y biografía las encrucijadas estéticas e ideológicas del Caribe letrado esa es Jean Rhys. Mucho antes, (en libros como Extravagant Strangers, dedicado a autores canónicos británicos que nacieron en las quimbambas del imperio, o en el libro de crónicas y ensayos The European Tribe) Phillips establece conexiones entre el antisemitismo y el racismo, y desmenuza el lugar equívoco del negro en la cultura letrada europea escudriñando el personaje de Otelo, y también la figura nimia y dura de Anne Frank como ominoso recordatorio de la historia violenta de los pueblos ilustrados. 


De los libros suyos que he leído recibo un regalo: la literatura propia como reescritura de la literatura del otro. Y así como en los demás novelistas comentados, el movimiento de las islas que extienden sus redes migratorias y se escriben contestatariamente desde los imperios o ex colonias, y que ponen de cabeza la tradición letrada que ya habían puesto de cabeza los vanguardista y modernistas europeos y norteamericanos. No solo remite a Rhys sino que también a autores que problematizaron el tema de la identidad, como William Carlos Williams y James Joyce.

Aquí debería concluir este tour literario de seis de los países más pequeños del planeta. Pero creo que se justifica añadir al menos uno. Muy unida a la historia de St. Kitts y Barbuda, se sitúa uno de los espacios mitogeneradores del archipiélago Caribe. Me refiero a Angüila, un territorio británico de ultramar que ocupa una isla de 16 millas de largo por 3 de ancho en su mayor extensión, además de varias isletas y cayos despoblados, según la fuente, y una población de 17, 400 personas. Por allí pasó la historia del fracaso de un proyecto de federación antillana imposible, diseñado por el poder colonizador. Cuando Gran Bretaña trataba de soltar organizadamente el lastre de sus colonias, Angüila se negó a pertenecer a una república con sede en la remota St. Kitts. La pequeña guerra de esa nación con los kitianos se remonta a siglos, y llamó la atención de un profesor de la Universidad de Puerto Rico nacido en Austria, de nombre  Leopold Kohr. El profesor, en complicidad delirante con varios publicistas de la ciudad de San Francisco, intentó convencer a los angüileños de que les urgía fundar una sociedad inspirada en varios modelos: la Atenas clásica, las ciudades estado italianas del renacimiento y la comunidad Amish, situada aquí en Pennsylvania, en la no tan lejana Lancaster. Para citar a Kohr: una federación de ciudades es “la única organización que preserva una humanidad de proporciones,  sin las cuales la vida humana en comunidad carece de un propósito éticamente defendible…  El tamaño de una sociedad debe ajustarse a la pequeña estatura del ser hombre”. En justicia, las intuiciones de Kohr cobran sentido tras los desastres ecológicos y económicos de la globalización neoliberal.
Y quizás no se equivocaba de lugar, a pesar de su chocante arrogancia. Contra sueños y dislates existe todavía un país en miniatura llamado Angüila, y ese país, que aún lucha por definir un estado político y superar  su relación colonial, distingue, entre sus proyectos culturales, un festival literario, el Anguilla Literary Festival. No se trata de una pasarela de autores distantes y caros, sino de una celebración de la literatura como práctica sensata de una sociedad sensata. Según sus organizadores, el festival se inspira en una práctica de esfuerzo propio y ayuda mutua de las comunidades más que en una visión especializada y distante.  Se les unen las iglesias y el seguro social, lo que podrá parecer ominoso, y se propone celebrar el “legado literario de Angüila”, en honor de autores y autoras residentes.  He podido acceder a un libro de autora angüileña, la novelista Patricia Adams. Adams es maestra de profesión y escribe para que no se pierdan las memorias de su pueblo. No se trata, sin embargo, de una banal literatura de costumbres, sino de una narrativa fuerte, que marca las diferencias entre los lugares más pequeños de un país pequeño, entre las aldeas contrastantes de un archipiélago mínimo en sus rasgos dialectales. Los cayos que lo rodean son extensiones desoladas, sin nombre y sin sustento. La novela Blue Beans es un relato de aprendizaje que comienza con el funeral de la madre y lo hace con unas imágenes y unos ritmos e incluso un protocolo vivaz de comportamientos rituales y bochinches demasiado humanos.  Las voces recuerdan a Texaco, de Patrick Chamoiseau.
En estos apuntes que he compartido con ustedes pretendí situar en un mapa la existencia de cuerpos literarios de islas pequeñas, sujetas a una independencia política frágil, expuestas a catástrofes climáticas, desigualdad social, pobreza y economías vulnerablemente asentadas en apenas un sector de exportación. Se dirá que estas cuestiones han sido estudiadas hasta el agotamiento; que los estudios poscoloniales centrados en ellas van a cumplir medio siglo. Quizás se han estudiado mucho pero no hasta el agotamiento. Los destinos de las sociedades no son casos cerrados, como no está cerrada la cuestión de las literaturas de países pequeños.
Resumo los regalos derivados del regalo mayor del poeta: una relación otra con la naturaleza; la memoria y la cura del trauma por medio de la empatía y resistencia al placer de infligir dolor; la liberación del tiempo lineal, histórico, en una confluencia de tiempos simultáneos; la posición de la mujer en el complejo ideológico de raza, género y prácticas reproductivas en esclavitud y servidumbre; una franqueza ética y compresión del mundo infeliz en libros y jardines que de algún modo transforman la indignación en poderes; la escritura propia como reescritura de la literatura de la otra; la nobleza de la escribana que registra la palabra transmitida sin escrituras.
Como toda maquinación literaria, las literaturas de las islas pequeñas han construido en buena medida mundos paralelos, armados con piezas rutinarias y rutas de escape. Es posible sugerir que sin esas literaturas se debilitaría  la posibilidad de las islas como cuerpos históricos.
“The island was a place you left”, pero no tanto. Para el crítico jamaiquino Stuart Hall, autor de una sutil y subversiva memoria del final del imperio, los autores y autoras del Caribe invocan, extraen “el habla de los pueblos, la música orgánica de la tierra”. No obstante la marginalidad de la región, su actividad artística es incesante y la pequeñez material se hace inmensa en la amplitud trazada por las redes diaspóricas extendidas a las viejas metrópolis y sus periferias. A la vez, esa amplitud vuelve a hacerse cuerpo pequeño, –inmensidad íntima, para citar a Bachelard– en la imaginación literaria.  

(Conferencia leída en la Universidad de Pittsburgh el 26 de septiembre de 2019)

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