jueves, 11 de agosto de 2022

Raquel En Mallorca


 

La muerte feliz de William Carlos Williams / Marta Aponte Alsina

Librería La Biblioteca de Babel. Palma, miércoles 22 de junio de 2022

por Aránzasu Miró

 Estos días tan activos de periplo por España, escuchaba a Marta Aponte en una emisora de radio hablar del proceso de investigación que le ha llevado a escribir esta historia (feliz) de la madre de William Carlos Williams. Porque, nos guste o no, como 'madre de' es como yo la he encontrado en internet. Claro que me ha maravillado... esos ¿doscientos libros de y sobre William Carlos Williams que dice ha investigado, esa biografía que su hijo poeta le escribió... de la que parte la historia... lo veremos en el propio libro...

Y si me ha fascinado escuchar todo eso, más me fascina pensar que, a Marta Aponte, la ha traído hasta Mallorca un propósito que podría, de igual manera, concluir en un libro/homenaje semejante.

Dejemos que sea ella quien nos cuente qué la trae a Mallorca en este viaje trasatlántico que de Barcelona a Madrid la ha traído hasta Palma. Pero yo añado que si se materializa, como espero, en una novela, a tenor de la estela de la lectura de la que hoy nos convoca, podemos conseguir una buena versión de nuestra isla en la gran literatura. La esperamos.

Lo que Marta Aponte Alsina ha hecho con la historia de Raquel Hoheb en el libro que nos convoca, esa "La muerte feliz de William Carlos Williams", es mucho más que contar su historia.

Reivindicar su figura ya estaría bien; pero el libro, eso, lo supera en mucho.

No es su historia, ni su ciclo vital, ni la despedida de su vida: es una reflexión sobre el cambio, la tenacidad, la fuerza personal, y una reivindicación de valores de vida y de mujer que, en su vigor y autenticidad, sorprenden. Porque la obra, que se ubica de partida en el año 1949, nos sitúa en realidad a finales del siglo XIX, y con esta mujer sorprendente recorreremos el mundo para entenderlo, desde la visión de una mujer que quiere tomar las riendas de su vida, y que reflexiona sobre las decisiones que toma. Hasta llegar a ese mediado siglo XX, que para Raquel ha dejado de tener importancia. De la isla caribeña de que parte, al París de la Exposición Universal de 1878 (el París de las demoliciones y las anchas avenidas) donde se forma y se afianza, al nuevo mundo que le abre las puertas en Nueva York y donde se instala definitivamente en Rutheford, Nueva Jersey: la ciudad donde hace su vida de casada, donde nacen sus hijos, donde sus expectativas de mujer y artista se funden en la nada de la familia y el lugar que la acoge, y donde morirá ella misma, pero también su hijo, el poeta modernista que nos servirá de enlace para esta historia.

Una historia que es mucho más que eso, porque es también la semblanza, el ciclo vital de la propia autora: esta Marta Aponte que interpela y busca a su propia madre y sus orígenes en ese Puerto Rico que reivindica, el punto de partida y de referencias vitales de Raquel Hoheb Williams y de ella misma.

Pero si la historia tiene mucho interés, lo tiene todavía más la forma de contarla. ¡Qué moderna! ¡Qué fuerza expresiva!

Yo, de joven, quiero ser como ella, con esa expresión precisa, contenida, de frases cortas e impactantes, nada de subordinadas, que tiene tanto por decir y sabe ir y venir, haciendo poesía y obligándonos −obligándome al menos a mí− a anotar constantemente frases, reflexiones.

Es un libro lleno de referencias −sé que me pierdo muchísimas− en que esos tres mundos de civilización y cultura se despliegan ante nuestros ojos permitiéndonos entenderlos.

Marta planta a su protagonista, Raquel, ante los procesos de cambio que vivió París −la Comuna y la gran reforma de Hausmann, esa gran ciudad post-barricadas y de grandes avenidas−, ante el advenimiento de Nueva York como capital de un nuevo mundo y esa ciudad de Rutherford que jamás apreciará, con una esencia que ni a ella ni a nadie, en realidad, nos gusta reconocer:

«El equivalente existe en las calles de París, donde abundan los barrios bajos y pecaminosos, no me digas que no, le dijo George un día que se levantó sin tolerancia para los melindres de su mujer. Sí, le dijo ella, como quien tiene la respuesta lista a una pregunta que tardan mucho en hacerle, pero yo no los veía» (p. 118)

Una mujer que asume las decisiones que toma, desde una fortaleza que la escritora nos narra haciéndolas creíbles. No sé cuánta ficción hay en lo que cuenta de la historia de Raquel, y no me importa. Sobre todo, porque es creíble y porque me sirve para ver y, en particular, entender su mundo, ese mundo en proceso de cambio que, incluso estudiándolo, estamos acostumbrados a conocer desde la perspectiva del hombre, en masculino.

Recuerdo ahora, en mis lecturas sobre ese París en transformación, la aproximación inusual a la flâneur vista como mujer que hizo Anna Maria Iglesia en su La revolución de las flâneuses (Wunderkammer, 2019) con su caminar crítico desde la perspectiva femenina de la práctica urbana.

Ver el mundo en perspectiva de género también está bien y es un gran logro de esta novela. Porque nos situamos a finales del siglo XIX. Eso también lo hace, y de forma sorprendente y veraz, Marta Aponte.

Pero todavía mejor es esa hilazón de ciclos vitales. El hijo que asiste a la decrepitud (y muerte feliz, para él) de la madre; la mujer que entrelaza su realidad final con el proceso de la que fue su vida; y la búsqueda otra de la realidad maternal, cíclica y de raíz de Marta Aponte.

«Raquel acostumbraba el oído a los acentos  y movimientos de quienes se acercaban al pueblito como lo  había hecho ella, sin más premeditación que la de seguir al  hombre que le prometió matrimonio con una mirada de cielo frío en día claro. De cómo se transformó la muchacha traviesa con manos olorosas a trementina y aceite de linaza en madre de una familia de locos recluidos en las oscuras noches invernales y administradora del presupuesto doméstico, es una pregunta que ya no se hace en el cuartito donde su hijo la retiene.» (pp. 60-61)

La novela nos sitúa en un momento de actualidad, casi en círculo cíclico −dice Jacques−:

«El mundo perfecto es un círculo, le explica a Alice Monsanto y a su prima, esa miniatura tan linda y chistosa. Es un círculo, porque el círculo tiene un centro pero cada punto del círculo es, a la vez, el centro de otro círculo, y así al infinito» (p. 48).

La novela −ya digo−, nos sitúa en un círculo cíclico en que Raquel Hoheb ya no tiene voz, ni recuerdos, aunque sí sueños a modo de pesadillas, y su hijo se ocupa de atenderla para dejarla en manos de un asilo que le dulcifique su final. Ese final que alarga ese círculo que se cierra, ya que la novela toda se inscribe en el momento de ese día que van a venir a recogerla. A modo de coda, finalmente sabremos que ha llegado «La conciencia súbita del ciclo [que] le duele. Un golpe inesperado» (p. 186). Un homenaje desde su propio reconocimiento al reconocimiento de la madre: esa muerte feliz. Se cierran ciclos, se entienden procesos.

En veinticinco [25] capítulos la estructura cíclica tiene sus sorpresas, porque acaba donde empieza (ya digo, salvo esa pequeña coda añadida), pero en medio (capítulo 4), aparece ese otro ciclo entrelazado, el de Marta Aponte en busca de su propia madre, en busca de su abuela Fermina y de su madre isla, Puerto Rico. «Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina» (p. 33).

Entretanto, entenderemos la escritura de William Carlos Williams: «Tiembla. De un puñetazo feroz, hunde las teclas de la máquina de escribir» (p. 9). Así comienza esta novela, que ya augura ferocidades. «El ay estremecedor lo devuelve a una infancia de terrores» (p. 9).

Yo me demoraría en lecturas, aquí; pero solo quiero decir y decirles: léanla. Si les dejo con ganas de hacerlo, habré conseguido mi propósito.

«Escuchar y apuntar son hábitos» (p. 11) de escritor y poeta. Sabremos mucho sobre su manera de escribir, sus papeles en los bolsillos, su rechazo a la solemnidad de T.S. Eliot desde otra manera de hacer poesía, sus listados modernistas y punzantes. Mientras para Raquel, relación madre hijo como punto fuerte, «el mundo, salvo París y algunos parajes de Mayagüez, era una porquería» (p. 11).

«Él sabe de palabras, él no cesa de intentar consolarla con palabras» (p. 12). Hay amor, amor filial, y amor maternal, el reconocimiento de la mujer como madre: «La madre sabe que los hijos no son del padre, sino suyos» (p. 12). El hijo la escribe, quiere escribirla, lo ha hecho, y nos lo cuenta en el capítulo 16 en particular, «testimonios hilvanados con bochinches» (p. 130), y esa es parte fundamental de la documentación de Marta Aponte, que escribe poesía de la poesía de la escritura de William Carlos Williams.

Esa estructura en que yo pienso servirme, a modo de plantilla, para reescribir otra historia, porque es increíble cómo entrelaza los ires y venires, los sentimientos de uno y otra. A mí, como lectora, me fascinan los libros que me incitan a escribir; que me propongan una plantilla para completar y rellenar, esto creo que no me había pasado nunca. Los párrafos concisos de Marta Aponte no permiten ninguna concesión a la holganza. Lo que aquí diríamos «Anem per feina»[1]. Palabras medidas y las justas.

William Carlos define a su madre: «Sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético» (p. 14).

Nos explicará la historia de la familia de uno y otro, y recalaremos en la infancia de Raquel. Cautivadora, su historia. Sus ciudades, donde «habría que estar en las ciudades de Raquel como quien huele y toca un traje nuevo en un tejido viejo» (p. 20). Mayagüez (capítulo 3), donde la llamaban, «con más pasmo que cariño, la zurrapa» (p. 22), donde se llena de referentes culturales y de vida interior. «Irás a París porque es tu patrimonio y porque eres artista» (p. 26) sentencia su madre Meline, y ella, con su «temperamento vivísimo, inteligencia notable» (p. 27), asume el reto y lo hace. Pinta, toca el piano, parte a París, se aleja de la pena: «No es frecuente que la madre te diga mírate en este espejo para que no me imites en la pena» (p. 32). Y lo hace. Diciéndose a sí misma: «Soy la dueña del mundo, la hija de mis padres» (p. 34), pero también se dice que «ser una insignificante mujer sin atributos no es tan grave» (p. 34).

París, su París, 1878, momento de la Exposición Universal en Trocadero, es fascinante.

«El año siguiente a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no podía compararse con la más austera sala parisina. [paréntesis] (El puerto de Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo contrario)». (p. 58)

Leedlo. París. Trocadero y sombreros.

Sabremos de su vida de casada (capítulo 7) antes y mientras París, y su retorno a Puerto Plata, y su noviazgo, y su ida tras él a Nueva York, donde él «venderá sus colecciones de sellos y se comprará una boca nueva» (p. 99). Y nunca más será aquel que la enamoró, ahora él y su madre y hermanos, esa Emily Dickinson tan cruelmente real, tan poéticamente incómoda.

Finalmente Nueva York con su puente de Brooklyn en construcción: «Así cualquiera hace una ciudad, la ciudad más fea y desvergonzada del mundo» (p. 116), y el Rutheford donde se encierra («en comparación con Rutherford, Mayagüez era una gran ciudad» (p. 118)), donde en 1883 nacerá su hijo William Carlos, el poeta, donde, «En el torbellino de polen y polvo, el futuro le parecía tan soso como los informes de ventas que George [su marido] dedicaría su vida a rellenar» (p. 120).

«Así creció William Carlos, junto a una teoría imposible de una madre pintora que no podía trazar una línea sin temblores, pero que adivinaba con claridad absoluta lo que sus balbuceos no sabían comunicar: el arte triunfa cuando las cosas desaparecen.» (p. 154).

Así que por fin nos contará de la mujer pintora que fue Raquel Hoheb Williams, (capítulo 20), y esa delicia de qué es la pintura no tiene desperdicio:

«Fuera distracciones. Se ha propuesto que hoy no le dará entrada a la marejada de cosas que le llaman la atención. Responderá a la visión ordenadora de sus maestros. Pintar no es pintar. Pintar es no pintar. El ojo no recibe voces ni olores. Es pura imagen y tacto. Prefiere la muerte al desorden que acaba por disolverse en lágrimas.» (pp. 156-157).

Y mucho más.

De la misma manera que la escritora, Aponte, nos recordará su proyecto: la escritora y su ciclo: «Hace poco desperté sabiendo que le debo un recuerdo» (p. 169). Así que hará relación entre momentos. Enlaces de ciclos.

De manera que nos llevará al final, al cierre de ciclos donde Raquel se retira de escena, a un asilo. Ese es el final de la historia. La coda es su muerte. «Es una muerte feliz, y es solo suya. (...) Impones esa alegría que no entiendo. ¿Por qué?» (p. 204).

De manera que, para concluir, solo añadiré la definición que William Carlos Williams hace de su madre: «Stern and frivolous, severa y frívola, con esos antónimos resumiría William Carlos la personalidad de la madre en una carta donde daba noticias de su muerte.» (p. 29) Ese Stern and frivolous que me recuerda a mí a ese Sturm und drang tormenta y estrés (o sacudir y arrastrar). del romanticismo.

No sé si he desentrañado demasiado la novela. Solo quería incitar su lectura.

Gracias por escucharme.

 

Aránzazu Miró

Palma-Alaró, 22 de junio de 2022

Aránzasu Miró es historiadora del arte, periodista cultural, e investigadora en música y antropología urbana.Reside en Palma, Mallorca, Islas Baleares, España


[1] “Poner manos en la masa”, emprender.

domingo, 17 de julio de 2022

Presentación de "La muerte feliz de William Carlos Williams" de Marta Aponte

 



por Viviana Paletta

Marta Aponte Alsina es natural de Cayey, tierra de montaña y brumas en la isla de Puerto Rico. Estudió Literatura Comparada en Río Piedras y posteriormente completó dos grados de maestría, uno en Planificación Regional en la Universidad de California y otro en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. Ha sido directora de la división de Publicaciones del Instituto de Cultura Puertorriqueña y de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico. En 2014 le fue otorgada la cátedra Nilita Vientós Gastón, que confiere el Programa de Estudios de Mujer y Género de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras. Ha publicado diversos ensayos de crítica literaria así como editado y prologado libros de referencia como, entre otros, la antología Narraciones puertorriqueñas, publicada por la Biblioteca Ayacucho, y Escrituras en contrapunto: estudios y debates para una historia crítica de la literatura puertorriqueña (en colaboración con Juan Gelpí y Malena Rodríguez). Pero si hoy tenemos el enorme honor de su presencia aquí es porque es una de las narradoras contemporáneas más sobresalientes de la lengua castellana. Desde la edición de su primera novela, Angélica furiosa, en 1994, no ha dejado de crecer literariamente. Cada cuento, cada novela supone un hallazgo de una imaginación visionaria que se recrea en una rigurosa investigación histórica, a partir de datos secundarios, personajes aledaños, de menor enjundia o de improbable biografía, dejados de la mano de la Historia con mayúscula, y que, en su portentosa escritura, tan poética como certera, se transforman en un prodigio de la materia y el pensamiento.

Solo la experiencia de haber leído profundamente a Marta Aponte, sus novelas, sus relatos, sus artículos, todo lo que he podido, todo lo que ha estado a mi alcance, en libros, revistas, blogs, ya supondría una distinción para acompañarla hoy. Pero además está el hecho de que Marta es mi amiga: un poderoso hilo de conversación nos une a través de muchos años, una madeja de afecto, de palabras y lecturas que se empezó a ovillar allá cuando culminaba el siglo XX, cuando empezamos a intercambiar correos electrónicos que solapaban largas cartas, que pusieron en la mesa proyectos de vida y de escritura. En 2007 tuve ocasión de editar una soberbia novela suya, Sexto sueño, que fue distinguida con el Premio Nacional otorgado por el PEN Club ese año. La misma aborda las peripecias de una anatomista (y compositora de boleros) que intenta reconstruir los hechos de la vida de un criminal de Chicago, que termina sus días, tras treinta años de prisión, exiliado en Puerto Rico, donde se dedica a embalsamar pájaros.  Un modo de construir la narración que ha ido afinando, creciendo, desarrollando a lo largo de estos años. Una estela en este mosaico poliédrico que conforman sus obras.

Siguieron los intercambios vitales, las circunstancias de cada una, allá y acá, el diálogo sin interrupción. En 2014 apareció Raquel Hobeb, madre de William Carlos Williams y el personaje que hoy nos convoca, en la vida de Marta. Y tuve la emoción de compartir en una fructífera, interesante, jugosa comunicación a partir de las distintas versiones que me fue enviando y que han culminado en esta novela, más que feliz, prodigiosa, que es La muerte feliz de William Carlos Williams.

Y vuelvo a los derroteros de mi lectura, pidiendo disculpas por este desvío tan personal y señero que es la maestra Marta en mi vida, ya que nunca me guardo de criticar las presentaciones donde el acompañante del autor se explaya en anécdotas personales que solo le interesan a sí mismo. Para que me lo recuerden en otra ocasión.

Abre las páginas de esta novela una escena dolorosa; el poeta William Carlos se debate en la última noche que comparte casa con su anciana madre, Raquel, desquiciada, enferma, ya que la trasladarán a un geriátrico; una mujer que supo ser «severa y frívola» en la hiriente opinión de su hijo; que ha ocupado el antiguo desván reservado para la escritura poética del médico en sus horas libres. Un lugar ajeno al trasiego cotidiano y luminoso del día; un espacio habitado por los recuerdos, por los sueños incumplidos. Y uno pronuncia “desván” y se confabula la memoria de las novelas góticas y sus fantasmas que acechan en las buhardillas polvorientas, lúgubres, en especial reservadas a las mujeres indómitas, que no se someten al papel hogareño que les señala la sociedad, y una imagen asalta por sobre otras, porque proviene también del Caribe: la puerta prohibida de Jane Eyre, que ocultaba prisionera a la primera esposa del señor Rochester, una bella joven de Martinica, hija de un terrateniente, que se debate prisionera en su locura. Jean Rhys, en El ancho mar de los Sargazos hizo saltar los goznes de esa puerta.

Aunque hay un elemento insobornable en la figura de Raquel, no hay maldad aquí, hay resignación de un hijo que ha cuidado de su madre hasta que su mala salud ya no lo permite, un anciano que atiende a una anciana, a la que no ha llegado a comprender jamás, ajena, extraña. Esta es la escena inicial que dará pie a la reconstrucción de una vida particular, casi anónima, de una jovencita nacida en Mayagüez que soñaba con ser artista a pesar de su pobreza, que alcanzó a lucir su incipiente talento pictórico en la academia parisina gracias al esfuerzo familiar, que se dedicó al espiritismo, una práctica muy corriente en el Caribe del XIX, y que, debido a su matrimonio con un viajante de perfumes, se tuvo que trasladar a Rutherford, en Nueva Jersey, un pequeño pueblo de una gran nación a la que nunca dejó de desdeñar.  Para ella, conocida la importancia y la vitalidad que tuvo la ciudad de Mayagüez en aquellos tiempos de traficantes y revolucionarios, y tras callejear por París, supuso enterrarse en vida, «una vida anónima, desgarrada y reordenada por voluntad ajena»; ella que decía: «Seré una gran artista o moriré de rabia».

Esta peripecia vital de la madre del gran poeta William Carlos Williams, de la que nada sabíamos ni siquiera sospechábamos, se vuelve en manos de Marta un explosivo contra la desmemoria que nos aqueja individual y colectivamente, a las personas y a los pueblos. Porque, como se afirma en la novela, «el arte triunfa cuando las cosas desaparecen».

Adivinamos el profundo desencuentro que hubo entre madre e hijo, entre sus dos culturas: «Carlos escuchaba la palabra Mayagüez con la distancia que merece el sonido impronunciable y quizá con un poco de vergüenza por el acento de su madre y de sus primos puertorriqueños»; a pesar de ello, se afirma del poeta, y como no es para menos, su pasión por la materialidad de la lengua, de la creación: «Persigue una poesía que no se contenta con ser lo radicalmente hermosa que es (…). Anota las voces de cuanto le rodea: de las casa de los pobres en sus cortinas, pisos sucios, vasos rotos, olores e infamias (…) pero sabe que Raquel, la madre, ese cuerpo desordenado por los espíritus, es lo más cercano al contacto poético».

Y nos lleva a una pregunta que considero fundamental de esta novela y del resto de la obra de creación de Marta, ¿qué es un patrimonio, sea familiar o artístico? ¿Qué se deja finalmente cuando se desaparece tras tanta errancia? ¿Qué papel tiene la imaginación en la permanencia, en la reconstrucción de la memoria?

La novela pone el foco en lo olvidado, lo anodino, lo vencido. En París, adonde llega «lista, alegre, menuda de  pies, pero pobre», embelesada de literatura, de arte, de revistas de moda que lee de cuando en cuando en Puerto Rico, queda el olor a pólvora y barricada, los cascotes manchados de sangre de la Comuna, «el poema épico de los pobres», que van a asfaltar el suelo de los nuevos bulevares, esa «perspectiva infinita,  abierta por la amputación de calles sacrificadas a la avaricia, una violencia que pretende dejar a la ciudad sin alma». También se detiene en los ejércitos de hambrientos migrantes que ofrecen la fuerza bruta de su trabajo a Estados Unidos para la construcción de edificios, vías, puentes, por donde rodará el vertiginoso capitalismo que no se atiene a los seres y sus culturas, que las deglute y las invisibiliza, las ningunea. Albañiles y cocineras que se vuelven espíritus errantes por las grandes urbes.

Pero una huella fantasmal, soterrada, mantiene esa presencia, el testimonio de la cultura, la experiencia y los saberes originarios. Se afirma en la novela: «Algo no muere en la dispersión de esa memoria». Y aquí está una de las decisiones clave de la narradora, más que creativa, ética, ¿cómo hablar de lo que no se ha documentado, lo que no tiene monumento, menciones, registro? Y descuella en su respuesta la herramienta apabullante de la imaginación, una bien representativa del trópico, «donde se disuelven las verdades y se aprende a enfrentar cada día con rabia y ganas porque no hay nada más».

Dos párrafos más destacaré (aunque podrían ser cientos; algún crítico estos días señaló que terminó la novela con todas las páginas marcadas destacando frases): «El lugar desde el cual se escribe es siempre una geografía imaginaria sobrepuesta a la física. (…) Quizá esa tensión entre el deseo de fuga y la necesidad de arraigo deslindan el juego de la escritura». Y más palmario si cabe: «Era el destino que se bifurcaba, de pronto; el camino de vuelta a un sitio desaparecido que siempre se obstinaría en recuperar (…). Mientras viviera y pudiera regresar a un lugar inalterado de sí misma no importaban los desahucios. El lugar soy yo».

Esta frase final no puede ocultar su genealogía con la archifamosa pronunciada por Flaubert. Acá podría transformarse en «Raquel soy yo», o «William Carlos Williams soy yo»; a ambos, madre e hijo, los distinguió la relación con las voces; la de los muertos, en el caso de la médium Raquel, que prefería inventar colores; la de las calles, sus pacientes, sus vecinos, sus contemporáneos, en el caso de William Carlos. Recuerdos propios y ajenos, reales, posibles, fantaseados, pero que hacen a la construcción de una memoria y de una obra de arte. El poeta William se encuentra en una ocasión, en un viaje a Puerto Rico, frente a la casa vacía de su madre, una ausencia cuajada  de voces, de imágenes, de presencias espectrales que se niegan a acallarse, a desaparecer, que se vuelven palabra poética.

Y aquí nos alcanza la otra decisión fundamental, sostén de este edificio portentoso de la novela para mí. Hay un breve asomo en la página 33 («Resido en una isla pequeña de nombre optimista. La isla donde nacieron Raquel y mi madre; la isla donde nació y murió mi abuela Fermina») pero tenemos que aguardar al capítulo coronado por el número 22, que será el dedicado a la genealogía particular de la autora, cuando acomete el dato biográfico real de Marta, la peripecia de las mujeres de su familia, su abuela, su madre, las que compartieron espacios, circunstancias, acaso sueños y frustraciones como los de Raquel; enlaza la ficción con los datos históricos con su vida personal, cómo inciden esas presencias anteriores en su escritura narrativa; que al igual que el poeta, aunque no las haya transcrito bien, aunque haya desvío en la memoria, vacilaciones, traspiés, oscuridades, chispazos, esas presencias están, ese mestizaje de voces y tiempos nos transforman y nos dan la palabra momentáneamente hasta que lleguen los venideros, que seguirán esa rueda de memoria y recreación y utopía. «Las hojas liberan el pensamiento de las raíces oscuras». Ojalá todas las ficciones, los cuentos y las memorias reales o imaginadas, se desplegaran con esta lucidez que tiene Marta, con su escritura grácil, irónica, deslenguada o afectuosa, demoledora, hipnótica. Un talento inaudito que no dejo de celebrar. 

 

Viviana Paletta

Librería Juan Rulfo, Madrid

21 de junio de 2022

 


domingo, 3 de julio de 2022

El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa




Leo esta novela buscando comparables. Se dice que es un libro excepcional, acaso único, en la literatura de Sinaloa, la región natal del autor. No lo sé. Pero sí creo que los años transcurridos desde 2005 han sido quizás los más sangrientos en la violenta historia de México, y que hay regiones de ese querido e inmenso país donde ya ni siquiera rige la ley del narco. Esas coordenadas infernales, sin embargo, no carecen de antecedentes en la escritura de la identidad y la violencia en unos lienzos narrativos que pueden ser mínimos, como los libros de Juan Rulfo, o situados en panoramas históricos y míticos, como en Cambio de piel, de Fuentes. 

A la manera de Rulfo, en El libro de nuestras ausencias las voces componen un personaje colectivo. No hay lugar para la transformación de personajes, ni espacio para crisis individuales, como en Cambio de piel. Ante las cifras de la matanza y el peso de los muertos, se levanta un caótico cuerpo colectivo.

 A diferencia del libro de cuentos anterior del autor, Eduardo Ruiz Sosa, aquí no siempre se narra la violencia más atroz directamente. Más bien hablan los muertos y sus seguidores; habla el pasado abierto e incesante, como herida abierta. Las voces que claman desde el desconcierto son cabezas tronchadas, regidas si acaso por el deseo de encontrar a sus muertos. El tono y el ritmo narrativos, escrito como para leer en voz alta, me recuerda la frase distendida y limpia de Garcia Márquez. Ese fraseo ancho favorece la lectura de un libro inmenso.

Es inevitable un eterno retorno de lo invisible en una cultura que ha intentado aplastar, sin lograrlo, la memoria de los pueblos que la habitaron y la habitan, pues la estructura de castas y clases que fragmenta cualquier discurso de nación parece impedirlo. Quizás ante ese campo de batalla constante, se explica la fuerza enorme de las literaturas de México. No creo que tenga comparables en la historia de la novela hispanoamericana. Pero hay diferencias, y de ahí lo que significa, para mí, lo que suma a mi juicio, esta novela de Eduardo Ruiz Sosa,

Habrá que leerla como lo que sin duda es. En ella la violencia no es alarde efectista sino cuerpo normal; lo anormal es nuestra mentira: la convivencia en una deseada paz social. Tampoco hay miradas distantes a la violencia. Su autor, que fue animador cultural, vivió muy de cerca ese baile de la muerte: las matanzas, las desapariciones, la búsqueda de desaparecidos; las madres husmeando los cadáveres de sus hijos sin la asistencia del reconocimiento global y la publicidad que fortaleció al maravilloso movimiento de las abuelas de la Plaza de Mayo. Si la muerte y lo fantasmal marcan tan profundamente cada latido de los corazones dolientes, por dónde la tregua, por dónde reponerse de esa lujuria de sangre.

El libro de nuestras ausencias apuesta a la representación. En un principio sus personajes son actores y actrices que buscan a una actriz principal de su compañía, desaparecida sin dejar rastros. Mientras buscan, como quien va pensando una puesta en escena, descubren lugares adecuados que podrían servir como escenarios para la representación. En ese lugar de la geografía del mundo la gente huye, respirar cuesta, llevar la cuenta de tantos muertos es tarea titánica y absurda. Pero en las ruinas, como en un edificio que tuviera muchas funciones antes de convertirse en una prisión, queda en el vacío el rastro de  cuerpos ausentes, como si el caudal de sangres y cuerpos fuera imposible de borrar, y por lo tanto, legible y elocuente.

Esta es una gran novela. Trascendida la época en que podíamos escribir todos los lugres comunes de la violencia sin mancharnos las manos, El libro de nuestras ausencias ocupa el espacio que resta para una literatura sin hipocresía. Tampoco nos priva de la palabra y el remedio. Me parece que le devuelve a la literatura una de sus potencias olvidadas, pues hay que ser muy valiente para no callarse ya; para intuir que queda mucho por decir en tiempos de crueldad:

“Decía Marte Argüello que el recuerdo del barrio de la infancia

Y las inundaciones le entregó la posibilidad, la forma, de cambiar el cuerpo sin modificar la carne

O no era cambiar el cuerpo:

Si la prisión era un organismo, lo que había que transformarle era el sentimiento

Que se pueda pensar otra cosa aquí, decía Marte.”

 Sí, una poética, pero también un programa político para tomar y entender las ruinas que vamos dejando y heredando.

La representación en esos teatros que se construyen en ruinas, y que se va desdibujando, dejando rastros de voz; la construcción de ese teatro de sombras, como exacerbando los escenarios de Diamela Eltit, esa puesta en escena de los preparativos de una puesta en escena que permita “pensar otra cosa aquí”, es el método de El libro de nuestras ausencias. 

Me parece que a pesar de todo su patetismo y excesiva humanidad, la literatura salva, porque representa y conserva. Así se libera, como un cuerpo que sobrevive a la matanza. En suma, la representación no es real. Solo se puede contar la irrealidad de lo monstruoso, pero es necesario contarla.

(El libro de nuestras ausencias, Candaya 2022)

Marta Aponte Alsina, Cayey, 2 de julio de 2022

viernes, 31 de diciembre de 2021

Espacio teselado, desde el café Evergreen

 


Marta Aponte Alsina


Una antología poética de Haroldo de Campos lleva por título Hambre de forma  (Veintisiete Letras,  2009).En una poética vanguardista autorreflexiva la forma se busca en la descomposición del lenguaje habitual; deshaciendo el lenguaje para revelar sus elementos y funciones.

Aurea Sotomayor Miletti es una escritora extraordinaria, una de las grandes autoras latinoamericanas y caribeñas. Lo es por la constancia de un trabajo abundante, prolijo y sostenido que no pierde líneas fundamentales de continuidad y calidad desde su primer libro, Soñando mi sueño de madera, y porque ha escrito ensayos sobre autoras y autores, como quien se acerca a la biblioteca para encontrar interlocutores y adversarios. En sus ensayos críticos asume la lectura no solo como tarea de visibilización y reconocimiento de la otra, sino como una disciplina que desarma, examina y rearma poéticas.

El registro es prolongado: los poemas de juventud, melancólicos; el erotismo decadentista, refinado, durasiano de Rizoma. El rizoma mismo como mapa de un proceso engañosamente espontáneo, pulido, trabajado eufónicamente. El monumental libro de ensayos críticos Femina faber; incisivo, mordaz, alejado de los lugares comunes de la crítica, compone una serie de ensayos semejantes a alegatos legales; rigor demoledor de cierres habituales, de lugares comunes;sus estudios sobre poesía puertorriqueña.

Seguir su trayectoria de crítica y poeta es seguir algunas marcas del mapa de la literatura puertorriqueña. En este su libro más reciente, el desafío a la forma, a la arquitectura del poema, a la geometría del verso, al diseño del ala, exhibe el violento y ominoso presente de la especie humana y sus dominios, su voracidad, su hambre no ya de forma, sino de muerte. La muerte es eso, pérdida de la forma. Y la búsqueda de forma en la violencia tiene también una dimensión viral, de tristeza, con rastros del desastre. El cadáver de una mujer en el desierto. Los cadáveres de niños muertos. La destrucción de pueblos como moneda de intercambio en el mercado de poderes y pesos. Y la luz de un café Evergreen que podría ser una casa de espantos o un paraíso artificial.

Lo impresionante de la voz poética es que sin evadir la desolación, la soledad y las cumbres enrarecidas del mundo académico, se sostiene aplomada y muy presente sin sentimentalismo, como testigo de atrocidades. Hay nombres que ya son significantes en más de una lengua, George Floyd, Ebenezer Church, la iglesia donde ancianos negros acogieron a un demonio fabricado de obsesión blanca. O la sinagoga de Pittsburgh, la ciudad de otros hábitats de la autora. Pittsburgh con sus guetos, sus bosques y una librería de viejo. Y la residencia de sus padres en Puerto Rico, donde el jardín no acaba de perder la forma que le impartieron las manos de la madre, y sobrevive.

Ahí queda el registro de la mirada del guardián adiestrado como un perro monomaníaco para evitar el acercamiento a las obras del museo Frick, mansión neoyorquina de quien fue uno de los máximos explotadores de los cuerpos que trabajaban en sus fábricas en Pittsburgh. “Robber baron” a la manera de  los Carnegie, de un puñado de fundadores de fundaciones que aspiran al libertarismo del privilegio:  desmantelar el estado, instalar la caridad a cuenta gotas. Anarquistas a su manera prepotente, porque fue la lucha de las mayorías, reconocida por la ley, la que les opuso unas reivindicaciones mínimas. A poco más de un siglo de la guerra contra los trusts, vuelven por sus fueros de robber barons del siglo XIX.

En ese contraste entre el aplomo del ojo que ve, la piel que recibe y la memoria que apalabra, está el envío. La poesía persigue el rastro de la luz, la fijación del instante pasajero que esa mirada humana registra y traduce. La lección de la maestra está en la forma, en la experiencia captada y transformada a pesar de. Es la paciente insistencia en dar forma al dolor de morir y ver morir, al caos, a la fugacidad. Será que la belleza de canibalizar, descomponer, perseguir y rearmar unas formas es lo realmente  humano. No el coleccionismo de objetos inaccesibles y apresados en el museo deformado por el devorar, sino en lo instantáneo y fugaz que reaparece y se pierde, librándose del ansia de poseer. 

La poesía de Áurea Sotomayor Miletti no cabe en una reseña de unos versos de uno de sus libros. Merece un libro cuidadoso, desde múltiples miradas lectoras. No necesita esta reseña.

Cierro con uno de los poemas breves del libro, en estos días de luz húmeda que marcan el umbral entre años, y añado el recuerdo de otras navidades, y una imagen recurrente que también evoca una ocurrencia de la poeta, quien comparaba el ejercicio de la crítica necesaria con la agilidad del atleta:

Fibras

No se trata tan solo de la cosa

es decir, del lagarto y de su ciclo;

el encadenamiento de visiones

y el pasto seco sobre el que reposa

 

Es decir, que la luz repara

las protuberancias de sus cortes

en contraste con la zona del suelo,

las entradas en la visión desde esa forma,

las sucesivas emanaciones

que allí pasan.

 

Estaba el sol en su cenit.

(Fibras, en Espacio teselado, 2021)

 

Y desde esa forma cíclica, saltar a otra punta del rizoma, compartiendo un poema escrito en la luz de otro año viejo:

glosas de lagartijo

la gravedad, o sea la gravedad

el lagartijo,o sea, la quimera


Si un lagartijo perdiera su rabo,

ese equilibrio maravilloso

donde el abismo se niega a caer

y se soporta en peso,

en frágil piel de aguja.

Si entonces le cesaran la verja,

el alambre donde hace de su vida

apoyo

donde habita

retando las normas del vacío:

la gravedad que para él es solo

un espejismo

un fragmento de ilusión

cortado con su látigo.


(No sabe que la posibilidad es un apoyo

y es también la imperfección de una peca).


Si luego decidiera alambrarse

vivir no improvisándose,

fijarse en su estatura

e inflexible,

negarle a su cuerpo su retórica.

Su maravilla cesada,

¿se reconocería en gravedad,

y ya en el centro mismo

transformaría su horizonte

en algo demasiado firme?

(No sabe que las preguntas son respuestas,

que luego son quimeras).

(glosas de lagartijo, Velando mi sueño de madera, 1980)

 

 

 


domingo, 31 de octubre de 2021

luz y silencio

 



La historia de los jardines botánicos es inseparable de las historias del colonialismo, de las historias de la ciencia y de las biografías de los mecenas fundadores. Y de la historia del deseo de belleza.

El papel de los mecenas se ha destacado tanto o más que la valentía de les recolectores, hombres y mujeres que trabajaban por encargo.La trinitaria, buganvilia, flor de papel, o flor de Santa Rita, como se la conoce a lo largo de las Américas, llegó a ser mercancía, aunque sin provocar el delirio extravagante de los tulipanes. Pero igual debe haber sido puro asombro la primera vez que un europeo centró su mirada sobre esa planta nativa del inmenso Brasil, tan generosa en su paleta de colores florales.

En una visita a Vista Farms en Juana Díaz, cerca del mediodía, vimos mariposas amarillas y blancas. Son las polinizadoras, nos explicó nuestra guía Naomi. En esa cuna de trinitarias y amapolas establecida hace treinta años trabajan unas cincuenta personas. El ambiente de un cromatismo múltiple y el silencio de campo abierto suavizan el ánimo. En los viveros hay decenas de plantitas que viajarán por carga aérea a mercados tan distantes como Hawaii, Canadá y algunas ciudades europeas o tan cercanos como los comercios de Puerto Rico. La amable tocaya Martita nos enseñó la lista de especies y sus procesos. 




Yo les prometí esta nota, y la escribo bajo los efectos de la luz silenciosa del recuerdo del jardín multicromático y, sobre todo, del marco histórico de ese jardín, el llano costero, tan alterado desde hace siglos por el monocultivo de la caña de azúcar. Se me ocurre que si en cada espacio público se dedicaran unos lugares adecuados a sembrar colores y aromas, algo respondería en nuestros cuerpos, adormecidos por los golpes de la violencia; primero, alegría; y tal vez la conciencia de la continuidad que une nuestros órganos vitales al hambre de belleza. Porque la belleza es ante todo un estado del ser. El objeto incitante, afinado en la tónica del cuerpo, solo lo provoca.

Luz y silencio es la calidad de esos llanos costeros del sur. Fueron colonias cañeras y ahora espacios intervenidos por empresas agrícolas o poblados por comunidades amantes del silencio. Silencio elocuente, pues tras las tonalidades del verde, de las sombras azulosas y los fulgores amarillos del verde, abundan los insectos y las aves en sus fases evolutivas: gusanitos, orugas, turpiales, ruiseñores, guineas, huevos, larvas, mariposas. El silencio blando del paisaje del secano, que despliega sus variaciones del verde tras las lluvias de la temporada, atrae especies animales con toda la fuerza de la tierra que sostiene sus raíces. De la belleza que alegra los sentidos, de la vista, el tacto y el olfato, dependen.

La leña de la espinosa bayahonda tiene un aroma que contagia los objetos quemados. Las flores de malezas y arbustos perfuman el aire al día siguiente de nuestra visita al jardín de las trinitarias. La cuna de las trinitarias y el campo abiero de un sector de Salinas: dos paisajes del sur que sugieren las riquezas de las entrañas de la tierra, de los acuíferos, de las milenarias formaciones de las cavernas.


Como todo lo que pasa por el fuego y retiene su forma, rastros de esos lenguajes no humanos quedan en las piezas de barro de Javier Orfón. Me permito aproximar esta imagen de una obra suya al escándalo festivo de las trinitarias.




martes, 14 de septiembre de 2021

Tinta, agua y luz: La última testigo

 


Marta Aponte Alsina

Los géneros góticos y la novela histórica alentaron la industria del libro en Europa y sus colonias culturales. Se leían incluso en el San Juan de Tapia, que menciona a Ann Radcliffe en sus memorias. Dieron vida al desajuste de la fantasía gozosamente engañada. El terror atrapado en una página desata placeres morbosos y aumenta el aprecio al círculo doméstico de la casa protectora.

Hace unos años estuvieron de moda las carnes más crudas del gótico. Ahora Lovecraft, el padre literario de ciertas corrientes delirantes, ha trascendido a las teleseries, cercanas en su estética a las revistas populares que publicaron sus relatos hace un siglo.

En La última testigo (2021, La Secta de los Perros), de René Duchesne Sotomayor, se trazan nuevas derivas del gótico. Los relatos de La última testigo se afinan en el temperamento claramente  desengañado de este tiempo. Una manera de leerlos es pensando en lo que Josefina Ludmer hubiera llamado los procesos constructores y Piglia los núcleos de los textos. La figura podría ser una antítesis: la casa y sus atmósferas y el exterior desamparado dominado por la mala muerte. De la casa se desprenden dos versiones: la propia, construida para el placer del juego o la defensa contra un mundo exterior deseoso de invadirla y la casa de unos abuelos, solar de una familia extendida.

La casa de los primeros cuentos del libro pretende ser hermética. Engaña con la utilería de la arquitectura gótica en sus representaciones literarias: trampantojos, puertas escondidas, funciones alteradas, muros cegados, una ventana que nunca se abre. Asegurada contra invasiones, que podrían ser benignas o atroces, termina devorando a sus habitantes, porque el personaje solitario siempre es más de uno. No hay asideros en el mar sin orillas de los sueños. No hay costas donde naufragar ni salidas de una casa en dos dimensiones, pues entre las palabras y los dibujos arquitectónicos que ilustran el libro se tiende una correspondencia. La casa se cuenta, y también nos cuenta. Tras el punto final, cuando asimile lo que acaba de leer, la lectora de este libro verá una ventana como pocas veces ha visto una ventana. La ventana enmarca la visión trunca del mundo exterior, siendo a la vez motivo de seducción y misterio para quien la ve desde afuera. Las páginas del libro son análogas a  las hojas de una ventana. El libro es un objeto seductor en movimiento. 

La otra casa que se cuenta, la de los abuelos, está rodeada de un patio tropical fértil. La excesiva vitalidad del entorno y la distribución interior de la casa se recuerdan entre las voces de la abuela que contaba sus experiencias infantiles misteriosas, como todas las madres y abuelas que yo recuerdo. La casa familiar no lo es del todo, pues alberga los silencios y enigmas de los mayores. Están los lugares sellados por la muerte, el árbol mutilado por la inquina de los vecinos, las llaves perdidas, la reinita extraviada en su interior, la conexión vibrante con la tumba del abuelo.

La personificación de la casa es un tópico de la literatura de horror. En La última testigo la casa de los primeros cuentos es obra de una restauración reciente, que parte de un deseo: conservar el misterio de sus interiores. Protegerla. El desconcierto de los intrusos potenciales es una medida del éxito de la casa. Hay que pensar que una casa es un descaro, una cara que pretende tener derecho a una presencia y a la vez ser la defensa de una intimidad. La colocación de una ventana basta para que un ojo enterado crea que entiende la distribución de los espacios personales; la intimidad de sus habitantes. Por eso en las casas de este libro se alteran las funciones tradicionales de los espacios y el sótano se llena de luz y el lugar del cuarto de juego se desplaza y se comunica con un cuarto de cuna. Si una de las ventanas se cierra siempre, la casa se hace indescifrable.

Con la lógica precisa de los cuentos de Poe se va tejiendo la verosimilitud de las obsesiones. Todo en regla, no se admiten desvíos, pues los desvíos no tienen fondo, como los extremos de la vida: nada y muerte. Hay en la sobria construcción de un relato en forma de casa y de un libro como paraje poblado de casas y rodeado de enigmas, toda una poética de la lectura. El tono controlado e inquietante seduce y desconcierta. Se reescribe a Poe sin concesiones al melodrama, valiéndose de dos medios visuales inmóviles, que componen un monólogo vestido de diálogo entre ambas formas y una atmósfera irónica (¿decimos kafkiana?), pues la perfección tiene sus errores que no dejan de guiñar. La casa, como en aquella genial película de Buster Keaton, puede abocar a la autodestrucción. O al eterno retorno de la vida sencila, como en el final del mismo corto de Keaton.




La continuidad entre los relatos encadena una secuencia de miradas, desde el interior, desde el exterior y en el desamparo de los lugares abiertos, las calles, los bosques, el vecindario. En las afueras está el mundo atroz que nos hemos fabricado como especie: la destrucción de ciudades, el salvaje exterminio de inocentes, las deudas que se pagan con la vida. A propósito del enemigo interior: en las afueras de otras casas, aquella invadida de Cortázar, o la casa de Usher y desde luego la del aleph, la forma de la casa tomada es también una representación de la soledad.


La hermosa práctica de ilustrar los relatos, recuerda viejas ediciones, y también al arte del cómic y la novela gráfica. En esta época de la plaga de imágenes y la reproducción digital no se trata ya de ilustrar palabras sino de situar dos medios en un solo soporte.




Desde la casa cerrada el libro asume el riesgo del lenguaje que se atreve a publicarse, a ser leído. El final es un envío a lectoras, y lectores: la condición humana, no obstante sus vacíos, merece memorizarse y compartirse. El breve “Tinta, agua y luz” deja la impresión de una soledad compartida en esta casa libro que deben frecuentar muchos lectores, pues se trata de una literatura “sobre lo que nos mira” (Rafael Acevedo) y que añade valor a una nueva generación de narradores jóvenes: “ahora estas palabras provenientes de tiempos y espacios remotos o extintos, sirven para echar luz sobre esos mundos marchitos que el azar le entregó al vacío.”

Un libro tan sugerente y bien escrito como La última testigo enriquece una de las marcas de la literatura boricua y caribeña actual: la que se corresponde con la literatura misma y sus revelaciones; la que con su sola existencia llama a la protección de la vida que nos sustenta.

jueves, 9 de septiembre de 2021

y dejar que lo aprendido suene y suene

 



Marta Aponte Alsina


No ha tenido un momento de paz la poesía puertorriqueña desde sus primeros brotes. Se ha sumergido, se ha transformado, le han declarado la guerra y ese conjunto de palabras encuadernadas o lanzadas al aire no da señales de despedirse. Antes bien se extienden sus rizomas sin grandes cortes generacionales recientes, en las obras de Áurea Sotomayor y Vanessa Droz, y voces más cercanas, logradas la madurez de su expresión, tales Mara Pastor y Nicole Cecilia Delgado. Sin  dejar caer la complejidad de ritmos que repica, esa poesía sigue extendiéndose.

Xavier Valcárcel ha publicado libros desde muy joven. Cuenta con una serie de obras que son, para usar sus palabras, “trabajos de poesía”. Es cierto que ante el letargo de editoriales institucionales y comerciales, las pequeñas impresoras (tanto en libros hechos a manos como digitales o en combinación de métodos) han recogido esos frutos que caen de los árboles vigorosos,

Se diría que el carácter catastrófico de estas décadas ha provocado esa masa de respuestas como reacciones estridentes si no fuera porque en Valcárcel se nota el trabajo de una voluntad crítica que no acaba en el grito. Hay en los poemas de este libro suyo que comento (Fe de calendario, 2016) una sabiduría de golpes asimilados, pensados y usados. La confluencia de acercamiento y distanciamiento, la precisa expresión del dolor que siendo tan suyo es de su generación y su tiempo, dan un tono elegíaco a estos trabajos de autor joven. Es como si de un envejecimiento prematuro naciera una poesía con luminosidad de tiempo no perdido, una especie de elegía primera como cierre necesario para retornar mientras haya vida: enriquecido el don de adivinar, vislumbrar , proponer y predecir. Se trata de un aparador de voces y escenas cotidianas, en versos de un tono menor, cercano al de Ángela María, cuya materialidad rescata y privilegia la insignificancia para, de pronto, asombrosamente, formar con ingredientes humildes, esferas luminosas.

Las piedritas que, sin distinción de objetos mágicos, llegan a serlo porque se les reconoce como guías y estabilizadoras, componen lienzos de paredes. Cuando se desprenden de una obra en ruinas, su ciclo se ralentiza, pero no acaba.  Que el objeto inerte guíe todo un método de composición, que se reconozca la cercanía semiconsciente de los árboles y de las plantas de la botica familiar, hacen del libro una casa adonde refugiarse del entorno y reparar quiebres mentales sin falsos consuelos. Compartiría muchos versos descontextualizados. Son piedritas que me acompañarán si logro memorizarlos y creo que sí lo haré. Pero no sería bueno sacarlos del contexto donde anidan.

Agradezco la existencia de este libro acompañante.


Primeros párrafos

Recuerdo cuando recibí el envío de mi sobrina. Leí su letra en una nota breve: quizás me interesaría conservar aquellas cartas. No pensé en ...