jueves, 13 de mayo de 2010

Malena Rodríguez Castro lee La nave del olvido


La nave del olvido o la imposibilidad del naufragio


Malena Rodríguez Castro

Departamento de Literatura Comparada

Universidad de Puerto Rico


La escena, entrañable para mi generación, guarda el aura de aquello imborrable, precisamente por irrepetible. En 1970 un joven José José canta “El triste” ante un público cautivado en el II Festival de la Canción Latina en México. Su fino oído, formado en la música clásica heredada de sus padres, se fusionaba con el canto melancólico del bolero que ya había hecho su entrada triunfal en la industria cultural de masas, notablemente el radio y la televisión. Una década después “El príncipe” era ya una referencia obligada. Una canción sería su impronta en toda América: “La nave del olvido”. En esos mismos años un joven narrador impactaba nuestra literatura y los modos de registrar la cultura urbana con la publicación de dos crónicas: Las tribulaciones de Jonás y El entierro de Cortijo. En ellas, como en aquellos boleros, la muerte –incitación del olvido– ahuecaba la letra y el tono, forjados tanto en la rectitud de una educación marianista y una universidad benitista como en una disposición por la fonda, el trago y los traseros. En ellas, como en sus novelas, la memoria, indeleble derrame de la tinta sobre el papel, hacía rescate. Imposibilitaba el naufragio.

Hoy se trata de escuchar esas voces convidadas por La nave del olvido de Edgardo Rodríguez Juliá. Como El cruce de la bahía de Guánica estas crónicas ensanchan e iluminan, a jadeo y brazada, diversos tiempos, lugares y experiencias. Todos los aquí reunidos hemos leído estas crónicas en sus versiones completas o en distintos montajes, así como en los cambiantes contextos culturales e históricos a lo largo de los 22 años de su periplo, ya cumplida su mayoría de edad. En esa lectura su imán fue la fuerza icónica de la crónica, su captación de un evento singular que, bajo el ojo inquisidor y empático de un flaneur indiscreto, se abría al fulgor de un evento compartido. En esta edición otro es el efecto. Como los camarotes del navío, cada uno portador de su propia trama, a la sincronía, captación de un instante que irradia múltiples cruces y sentidos, la emplaza la diacronía, una disposición metonímica que va asociando estos textos al modo de una novela. De ese nuevo cuerpo, hecho de retazos, se podría decir recurriendo a la manida sentencia de Rimbaud: Yo soy otro invitando al recorrido de su proa y de sus interiores. En la yuxtaposición de fragmentos que, en su lectura particular, hicieron del presente y de lo efímero una exploración sobre el propio sujeto y sobre las varias y no siempre coincidentes creencias y hábitos de una cultura, La nave del olvido aparece como aquellos buques fantasmas, justo en este cruce de milenio y en el ámbito de la globalización y la informática, tan sospechosas del ver y el escuchar no mediatizados por la alta tecnología o tan adeptas a la borradura de cualquier seña de identidad. Nos oferta encaminarnos a la nave del olvido, perderse tras sus fotos y sus palabras para encontrarnos, quizás, con la ciudad propia, tan singular y múltiple, propia y ajena, como la aquí se ofrece. Esta presentación incita a ese viaje.


"En las civilizaciones sin navíos los sueños se secan, y el espionaje toma el lugar de la aventura y la policía el de los piratas”. Espacios otros, Michel Foucault.

Al explicar la heterotopía como lugares otros, espacios reales pero que ponen en crisis, desvían o confirman la realidad, Michel Foucault destaca un modo - la literatura- y tres figuras: el navío, el espejo y el cementerio. Propongo abordar esta nave del olvido, trazar su bitácora de paso, siguiendo ese compás. De la crónica, escritura híbrida por excelencia cuyo saber y sabor se nutre de las múltiples fronteras discursivas que incorpora, destaca su impaciencia, su inclinación por el flujo y la heterogeneidad, incluso en aquellas que antecedieron las ciudades modernas: las de las conquistas, la de los viajeros. En las de Rodríguez Juliá, como en las de otros cronistas contemporáneos, el paisaje es la ciudad. En esta colección ese ir y venir se metaforiza en la figura del navío, un espacio flotante, un lugar sin lugar que existe por sí mismo, cerrado y abierto a su vez a la infinidad del mar. De puerto a puerto se lanza al misterio de lo desconocido en lo conocido: una antillanía entre las dos orillas textuales y geográficas que surca con el primer encuentro con los dos vates de las utopías modernas y su fracaso: Luis Muñoz Marín Muñoz, en San Juan en 1978, y Fidel Castro, en La Habana en el 2000. En El cruce de la bahía de Guánica asiste otro vate. Aquel cuya sueño de ciudad sólo hizo morada en la poesía, Juan Antonio Corretjer en un 25 julio que condensa, para algunos, la llegada a puerto seguro y, para otros, el naufragio. Para algunos, la impunidad del estado, para otros la sangre vertida en el Cerro Maravilla. Así, cruzar a nado es aquí más que la venganza del intelectual que aspira a la medalla deportista; es cruzar lealtades y afectos, cruzar de un imperio a otro, de una lengua a otra.

Múltiples son los cruces aquí, los contagios. De ese friso de padres del nacionalismo cultural y político, cifras de una era que ya partió, estas crónicas anticipan los nuevos héroes. La cultura mediática en el culto a las estrellas: del espectáculo como Iris Chacón, del deporte como Peruchín Cepeda y Roberto Clemente. Del sujeto que juzga y reflexiona al que degusta hecho sentidos menores: olfato, tacto y sabor de Elogio de la fonda y sus sabores prohibidos por la sensatez que aconseja un cuerpo sano en mente sano. De poses e inflexiones, como si de camarote a camarote el cronista adecuara su voz. Así, en Las tribulaciones de Jonás las preguntas retóricas y los reclamos acompañan la perplejidad de un incipiente cronista formado en novelas de factura barrocas, de una “rectificación íntima” que ajusticie la historia. En El entierro de Cortijo la otredad marca al “bebé Carnation” del entierro del patriarca. Asume la forma de la cercanía intolerable de los cuerpos de Maelo y Cortijo, de una “jeringonza privada a una sola voz entre dos capitanes del mandinga soneo mayor”. En “Una noche con Iris Chacón” su contundente trasero, ese ojo ciego y abismal, se domestica en el preámbulo documental, más cerca del cronista de Indias que del mirón enmascarado tras la fascinación absorta de Eduardito. “Nueva York y otras sonrisas” imposta un diálogo atrapado en las reflexiones del cronista. En “Mi hijo el rapero” priva la consolación de una complicidad masculina enmarcada en el entorno ominoso de la domesticidad de la convivencia. En San Juan ciudad soñada, la literatura vence al artífice de ficciones, confunde las voces de la ciudad con la de sus personajes de novela. En Caribeños, notablemente en “Cenando con Nietzsche y Fidel”, la voz alcanza su frontera límite. Esta crónica que bien pudiera llamarse “Cena en familia” reordena las anteriores. Si la primera foto del libro presenta al Vate Muñoz con peloteros, ésta última es el Vate Fidel con intelectuales. La voz que se había prestado a otros ahora se recoge, regresa a su cuerpo original. Aquí el reclamo es otro: la imposibilidad de escuchar. Cito de las palabras adjudicadas a Fidel: “No he aprendido nada en esta conversación. A mí me gusta escuchar para aprender.” Al exceso de la enunciación, el cronista adelanta la complejidad de la escucha. Podemos ver, escuchar la historia, nos preguntamos. ¿O sólo sus ecos, sus auras? ¿O, se trata de una fallida y obsesa persecución, como la de los marinos a las sirenas?

Y, en todo ese trayecto, como en un juego de espejos, allí donde estoy estando ausente, desde la proa y desde sus entrañas, desfila el ojo curioso e indiscreto, por tramos desengañado, desconcertado o melancólico de un cronista con vocación de panóptico quien, igual se disimula tras la pose de una foto desde una azotea, como la de los inmigrantes a Nueva York a quienes se dota de una biografía interesada en “Nueva York y otras sonrisas”, o se exhibe sin pudor desde el promontorio del bar “The Reef” en San Juan, ciudad soñada. Y es, que, afirma el cronista, “Hay algo que tiene la azotea… Ahí evitamos esas miradas indiscretas que reconocen nuestra extranjería. En la calle seríamos testigos perfectos.” Un cronista desdoblado en sus espejismos sobre todo en esa trama familiar que organiza la cultura entre el padre y el hijo. Hijo tanto de próceres y letrados como de músicos mulatos y peloteros. De un padre, el de Aguas Buenas, habitando al hijo, el que recorre Isla Verde, ambos perseguidos por un temporal a dos tiempos. Un padre desdoblado en los hijos de su sangre, Pablo y Alejandro, y en el de sus indiscreciones, Eduardito.

Orhan Pamuk, otro extraordinario cronista contemporáneo, en otra lengua y en tierras distantes, escribe en Istanbul, Memories and the City sobre el huzun, una melancolía que imanta, a su vez, un sentido de nostalgia asociado al sujeto en la sociedad occidental, como también de honor, de afirmación de vida: como si se tratara de un ánima que permea la ciudad y que, en vez de singularizar, acerca. No de lo perdido para siempre, o del deseo incumplido, sino de aquello que impregna y se adhiere a las cosas y a la gente. Ahí resta su presencia, apenas insinuada, no en la bilis negra de los humores sobre los que escribiera Burton, sino en un vaho triste y gozoso que acerca comunalmente a los habitantes de su ciudad permitiendo ver en cada gesto u objeto un indicio de una pertinencia a una cultura, a una atmósfera.

Luis Muñoz Marín, Rafael Cortijo, Iris Chacón, Peruchín Cepeda, Fidel Castro. Un adolescente desplegado, espejeado en padres e hijos, fisgoneando asombrado aquello que aún no le es o no le será dado. O, tal vez las ruinas siempre elocuentes de una ciudad, San Juan, sitiada por sus propios sueños de modernidad. O, de La Habana “rodeada de los fantasmas de la ciudad que pretendió ser.” ¿Qué queda después de la muerte? ¿Qué sobrevive a los entierros o la contemplación de aquellos? Si el rito está moribundo (como afirma el cronista espejuelado que asiste a cortejos fúnebres reales o imaginados), quizás, por sobre el llanto y el rumbón, de la algarabía de una fonda o un estadio de béisbol, o el silencio forzado de la pose que mandata la foto tomada en la azotea o en la entrada al subway de esa otra ciudad que habitamos, resta un eco rumoroso y diligente que dibuja un gesto, una intención. ¿Será el del nombre propio, familiarizado en un Muñoz, Cortijo, Iris, Fidel? ¿De aquellos atributos que le adjudicamos? ¿Qué queda tras la letra que hace de ese nombre propio, ficcional o no, propiedad de la memoria de una cultura, de sus varias tribus como reclama esta crónica hecha de crónicas? Acaso la imposibilidad del olvido; esto es, una nave tan nuestra y tan suya como la que ha armado Edgardo Rodríguez Juliá. Una nave que aún no ha partido, que no condena al naufragio lo vivido y que reincide en zarpar surtida de melodías para darnos.

(Presentación de La nave del olvido, de ERJ, Argentina, Beatriz Viterbo, 2010. La Tertulia. 24 de febrero, 2010)


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