martes, 14 de octubre de 2014

San Juan de Puerto Rico en la literatura: apuntes (1966-1998)






La calle barrial, guardarraya tendida entre clases sociales, pero también oportunidad de confluencia en sus aceras, plazas y comercios, se convertirá, en las últimas décadas del siglo 20, en un reducto pintoresco, uno de esos lugares que, a semejanza del San Juan antiguo, pueden recorrerse caminando, pero adonde hay que llegar en automóvil. A partir de los años sesenta, con el boom en la construcción de urbanizaciones, la región metropolitana, constituida por retazos aislados y focos de desarrollo desencontrados, fue testigo de la virtual museificación del casco colonial y del relativo despoblamiento del eje de Santurce y del centro de Río Piedras. La visión del entorno físico se hizo más subjetiva y fragmentada. La derrota de la escala corporal humana en las conurbaciones  (“urbanización sin freno que se difunde por el territorio de forma errática e incontrolada, perdiendo la noción de centro y de unidad en el trazado que era propia de las antiguas ciudades” ) deja su marca en la literatura.

Expresiva de la desorientación en un medio que se sale de quicio, es la narrativa de Emilio Díaz Valcárcel, en cuyo relato El hombre que trabajó el lunes (1966) se descubre, a partir de la ciudad antigua, la grieta que desarticulará el desarrollo de la metrópolis. Luego, en el paródico tapón de La guaracha del Macho Camacho (1976), de Luis Rafael Sánchez, la dimensión enfermiza y monstruosa enunciada por el texto acota nuevos espacios de repudio, conflictivas declaraciones de amor odio donde prosperarán textos híbridos, descabezados, de acre denuncia. En la parodia caricaturesca se redimensiona la angustia existencial del conflicto entre un entorno que se percibe como ajeno y enajenante y la identidad personal, difuminando la relación entrañable que todavía se percibiera en un cuento de René Marqués:
Porque afuera se sentía inerme: una sombra más en aquella ciudad llamada San Juan. A cuya entraña pertenecía y en cuya entraña se sentía ajeno. ¿Por qué volvía a ella siempre? ¿Por qué esta peregrinación anual a la ciudad que le acunó y le dio vida y a la cual, sin embargo, de modo irracional, no podía considerar suya? Era como una búsqueda de sí. Como si esperase algún día encontrar en ella su raíz propia o su sentido.
En Violeta López Suria, Juan Martínez Capó, Alfredo Margenat y José María Lima, para nombrar sólo cuatro escrituras que coinciden en el tiempo con los inicios de la transformación de la ciudad —más parecida a una cabeza de provincia que a la capital de un país moderno—;   la dimensión personal sufre una inflexión hacia un viaje interior no carente de peligros. Un poema de Violeta expresa la metáfora del viaje alrededor de la casa, la monstruosa gestación de lo incongruente en los objetos familiares:
Me hastía todo esto.
Estos muebles tan quietos hasta nunca
si echaran a volar por no quedarse
como esta consola augusta
(es como si regase su cuerpo de lapa hinchada
con atisbos de araña).
 
La relación entre el cuerpo asediado por objetos sublevados y la trama resistente de la ciudad se profundiza en los autores que comienzan a publicar a partir de los años setenta, cuando ya metrópolis se percibe como “monstrópolis”: Luis Rafael Sánchez, Yvonne Ochart, José Luis Vega, Armindo Núñez Miranda, Néstor Barreto, Ana Lydia Vega, Joserramón Melendes, Lilliana Ramos Collado, Olga Nolla, Rosario Ferré, Áurea María Sotomayor, Juan Antonio Ramos, Iván Silén, Ángel Luis Torres, Fernando Cros y otrxs. El desorden de la suburbanización como pobre fantasma de la “ciudad jardín”; la incontrolable violencia urbana, fenómeno ambiguo y polivalente en las novelas policiales de Wilfredo Mattos Cintrón, Edgardo Rodríguez Juliá y Arturo Echavarría y en libros de cuentos como Un decir, de Pedro Juan Soto e Hilando mortajas, de Juan Antonio Ramos; el “teatro pobre” de Pedro Santaliz, Zora Moreno y Moncho Conde; los sórdidos móviles que afloran en las piezas dramáticas de Roberto Ramos Perea y José Luis Ramos Escobar; delatan la imposibilidad de una relación diáfana entre palabra y realidad. En Este es nuestro paraíso (1981) Yvonne Ochart expresa esa forma irónica de abrazar la complejidad de la urbe:
Esta es la ciudad que estoy mirando
mi ciudad amada y odiada
biblioteca de horrores
donde todos han puesto su grano de mentira...
 
El espacio de la convivencia se convierte en un campo de sustituciones para poder asir una realidad escurridiza. Si a Tapia la ciudad natal se le imponía en forma de pasajes tomados de las novelas de Victor Hugo, para Ana Lydia Vega una de las claves de la inteligibilidad puede ser el artificioso claroscuro del cine; José Luis Vega nombra una “tierra baldía hecha parábola de caños y babote”; Ramos Otero recupera un eco de su isla en la mítica Ítaca de Cavafis y Armindo Núñez Miranda recoge en la “razón huraña” de los desplazados una visión heterodoxa del santoral.
 
Queda atrás la ciudad que se percibe como cuerpo determinado por las leyes de la herencia para dar paso a la ciudad virtual: centro de transacciones globales sin límites fijos, zona estéril para la vida, sin huellas de intervención personal. La pérdida del lugar de los encuentros corporales representa la desaparición de un escenario indispensable. Solo a veces la literatura recoge las velas del desasosiego y expresa la urgencia de replantearse la utopía desde la sensatez, como condición de la vida misma. En Canto a la desobediencia (1998), Félix Córdova Iturregui, parece intentar, desde la cresta de la esterilidad, un nuevo esfuerzo de recuperación del sentido, al reemprender la aventura del contacto, el habla con ciudades invisibles o soñadas:
Algo de labio o nido quedará en el polvo,
un ansia de mirarte con el empujón que el amor anuncia
en la semilla, en el secreto del huevo al despertarse,
con la decisión del recuerdo mojándose en tu sangre
y con la obstinación de una historia desgreñada
que ha tenido siempre sus raíces en el agua,
su rebeldía escondida en los dibujos de los mangles.
Oh criatura de renovada piel de cemento o bitumul,
incansable palimpsesto,
pellejo picado de alfileres por donde asoma la hierba silvestre,
voy y vuelo por ti con mi palabra de pincel arriesgado
así parecida a las fábulas del andamio,
enseñando las tripas y los hilos rotos,
los huesos que pregonan el perfil de su estatura,
subiendo un edificio que se va formando
y el gasto del ojo en tus calles donde la vida se frota con ardor.


 

 



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