La ciudad de la raíz y el desarraigo, de
encuentros y desencuentros, lugar de pesadillas y añoranzas donde se
escenifican agudos conflictos de clase y casta, es una estructura articuladora
de buena parte de la literatura puertorriqueña en la segunda mitad del siglo
veinte. En "Spiks", Pedro Juan Soto despoja su escritura de lirismos dulzones
para dejar en el hueso de una expresión esperpéntica y desolada la experiencia
del exilio neoyorquino. Alrededor del eje de una obra de teatro de René
Marqués, La Carreta, se mueve no sólo el desplazamiento poblacional en dos
tiempos —del campo al arrabal sanjuanero; de San Juan al arrabal neoyorquino—
sino la alborada de un mito: el regreso. Años después, en el relato "Ese mosaico
fresco sobre aquel mosaico antiguo", inspirado en la demolición de la mansión
Georgetti, símbolo de todo un orden social señorial, Marqués refundirá los
planteamientos de su obra narrativa, tan insistente en la dimensión misteriosa
de una ciudad abocada al desenfreno desarrollista especulativo.
La exploración del misterio coincide en
cierto sentido con el deseo de relaciones de convivencia estimulantes, en un
espacio abierto a encuentros fortuitos o determinados, pero en todo caso
favorecidos por la densidad poblacional del ambiente urbano, que hubiera permitido la
confluencia e interacción de intereses plurales y contradictorios en un
intercambio fecundo.
Se ha relacionado la presencia de lo “uncanny” en la literatura
moderna con el germen inquietante de la destrucción, al señalar que lo
fantástico en la literatura es también producto del colapso de formas
tradicionales de sociabilidad ante el paso arrollador del desarrollismo, que
acentúa el carácter abstracto e “irreal” de los poderes ocultos del capital
multinacional dominante y convierte a la ciudad en un campo de fuerzas
aparentemente azarosas, cuyo control escapa a sus pobladores. La
presencia de lo fantástico en la literatura puertorriqueña no es tan escasa
como suele creerse. Una de sus expresiones más hermosas se encuentra en una
novela publicada en 1948: Los Vates, de Tomás Blanco, texto que se posa
oblicuamente en la extraña influencia de las fiestas en honor al santo patrono
de la ciudad, las cuales dan pie a toda una figuración sobre la pluralidad
cultural:
“Una vez en la playa de Punta Alcatraz, los
tres gravitaron hacia el centro del bureo; donde a la luz de las fogatas, bajo
la gran burundanga antillana entreverada de modernidad y cristianismo,
reverdecían antiquísimas supersticiones y los viejos ritos paganos del
solsticio. “
La presencia de fuerzas remanentes de
ideologías y formas de vida soterradas en la uniformidad estéril de la ciudad
industrial seduce a Sylvia Rexach en su “Luna sobre el Condado”, además de
rozar la voz de Francisco Matos Paoli cuando invoca la bahía, llamándola “abeja
de clausura de San Juan Cordero” en su "Canto a Puerto Rico", para no hablar de
su misteriosa huella en el canto extático que dedicó Pedro Salinas al mar que
rodea la ciudad.
Rota la escala peatonal por un desarrollo
sujeto a la velocidad del automóvil, los espacios de la sociabilidad se mueven
de las plazas y los cafés en dirección a los malls y a las playas y con ellos
el limitado y fugaz encuentro de códigos diversos. El más connotado de los
“flaneurs” contemporáneos, Edgardo Rodríguez Juliá, en su recorrido de las
playas de Isla Verde, donde contempla un variado muestrario de clases sociales,
se detiene ante la obra de un artista playero que habilita, a la manera del
bricoleur mítico de Levi Strauss, un volkswagen transvestido en objeto sagrado.
En “La ciudad que me habita”, Magali García Ramis elogia la solidez del Viejo
San Juan en contraste con las pérdidas que hacen de Santurce un espacio
mutante, evocando en la mano de una mujer de otra época la presencia de un
tiempo lento, palpitante en las fuerzas atávicas que sobreviven en la
modernidad. De forma comparable, en la ciudad chatarra asfixiada de
desperdicios y abandono, Ánjelamaría Dávila adjudica a la mirada del poeta la potestad
de materializar la belleza de la rosa.
La segregación del espacio urbano en
sectores aislados como casonas condenadas y sometidas por los descendientes del
automóvil villano de "Redentores", imposibilita la confluencia de los campos de
fuerza descritos por Blanco. Como señaló en un lúcido pasaje de sus memorias José Luis
González:
“Más de una vez he pensado que mientras mi
amiga Nilita Vientós Gastón escribía su libro sobre Henry James en su casa
biblioteca de la calle Cordero en Santurce, a unas cuantas cuadras de esa casa,
en la calle Calma para no ir más lejos, los tambores y las gargantas de sus
vecinos expresaban “en lengua” una Weltanschaung popular que nuestra literatura
culta casi nunca ha sabido ni querido recoger. Y conste que tan puertorriqueño
me parece el interés de Nilita por el gran novelista norteamericano —¡no habrá
de parecérmelo a mí, que tanto le debo como narrador a Ernest Hemingway!— o el
de Margot Arce por Garcilaso de la Vega, como el de Ismael Rivera por la lengua
que realza sus espléndidos soneos. Todo eso, no se engañe nadie pensando lo
contrario, es lo que nos hace ser lo que somos los puertorriqueños.”
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