Nemesio Canales, fue uno de los comentaristas más lúcidos
de la vida cultural de San Juan en las dos primeras décadas del siglo. Su
visión de la capital contrasta con la del gran centro urbano que hacia la
segunda mitad del siglo rememoró Emilio Belaval, quien caracterizara al San
Juan de entre siglos como “la gran ciudad... que siempre han visualizado los
artistas y pensadores de todos los pueblos como la gran sede de la
espiritualidad nacional”.[1] Para Canales, por el contrario, San Juan, lejos de encantada, era “una ciudad
condenada...sosa, aburrida y fúnebre”.[2]
Otros cronistas se centran en una visión nostálgica o pintoresca de la ciudad
en notas publicadas en revistas como Puerto Rico Ilustrado o Alma
Latina (v.g. Pérez Lozada, Paniagua Serracante, José Alegría, Ramos
Llompart).
También merece destacarse la publicación seriada en periódicos. Una de las novelas importantes del primer cuarto de siglo, Redentores, de Manuel Zeno Gandía, se publicó por entregas en el periódico El Imparcial en 1925. En Redentores la forma de la ciudad asume la ambientación de un escenario neogótico siniestro, donde medran las pasiones rapaces y los oscuros pasajes de las calles y zaguanes reflejan la avaricia humana, mientras los fenómenos naturales se asocian con esa máquina devoradora, el huracán “un infierno alado, concéntrico, desolador”. Redentores recupera uno de los tópicos de la literatura naturalista del 19, la visión de una sociedad enferma trasladada del hábitat primitivo de la ruralía hacia un ámbito urbano inquietante, aura que profundiza el alejamiento respecto a las imágenes de la isla ciudad al uso en el siglo 19. Suplantada tanto la isla doncella que fijó Gautier como la doncella encantada de Santos Chocano y Olivares, descuella la ciudad como sede del mal, rota su ancestral simbiosis con la naturaleza. La novela también se incauta de un tema anunciado en Vida nueva: la incursión en el texto literario del gran villano de la urbe: la máquina rodante, el automóvil del seductor, que dinamiza distancias y mesmeriza a sus víctimas con su encanto de alcoba portátil.
Marcha de anhelos partidos
pica la calma desnuda
donde recuesta su inercia
la adormecida laguna.[3]
La
presencia de la mujer también irradia desde el espacio de la tertulia
doméstica; la anfitriona, como el personaje de la portera en las novelas
francesas del 19, se entera, incluso sin tener que moverse, de lo que pasa en
buena parte de su mundo. La tertulia en la tradición masculina de los lugares
públicos representó una cristalización de la bohemia, un vivero de ideas y
formas creativas. La tertulia doméstica fue el cuerpo entero del cenáculo,
desde las reuniones de artistas y conspiradores en el hogar de Lola Rodríguez
de Tió, hasta las tertulias literarias de Nimia Vicens en la calle Sagrado
Corazón de Santurce y las célebres de Nilita Vientós en la calle Cordero.
Vicens fue poeta de poca obra publicada y de depurada conciencia intelectual, contertulia de Palés, Tomás Blanco y Sylvia Rexach, viajera entre Santurce y España, donde, en su piso madrileño, también formó tertulia: densidad y proximidad de la palabra dicha, biblioteca parlante, pero sobre todo escritura en la memoria. Dictó los versos de su tragedia Medea mientras guisaba, como hubiera querido Sor Juana que laborara Aristóteles. En su “Ars poética” reclama una poesía nimia como su nombre, con la gracia, semejante a la de su admirada Emily Dickinson, de acomodar el universo en una nuez.
No escribo sin vivir
por esto cuanto escribo
—si es que se forma
en verso lo vivido—
verso de vida es
que no lo escribo.
Mas
En la esencia fina
que mana de la flor
sobre su espiga
ya no está la raíz.
Gloria
Madrazo Vicens recuerda cómo Clara Lair le legó a Nimia Vicens el cetro de la
poesía escrita por mujeres en una barra de la calle Loíza. Para Clara tuvo su
precio la libertad asumida respecto a la posición de la mujer en un medio
urbano que empezaba a manifestar la impersonalidad característica de las
sociedades industrializadas, aunque con un matiz propio del subdesarrollo
colonial. Su poesía es pareja de cierto lamento palesiano, aunque en ella
predomine el ennui en lugar de la piedad, dándole la espalda
despectivamente al pobre pueblo moribundo de nada, con el gesto aristocrático
de la paria que viaja alrededor de su habitación perdiéndose en el destierro
voluntario de la intimidad, mientras denuncia oblicuamente la miseria explosiva
de la pobreza:
A veces soy tan lejos, lejos de todo esto.
A nada me acomodo, en nada me recuesto.
Las palmas, los coquíes, son sonido, paisaje...
Yo siempre
estoy ausente, yo siempre estoy de viaje.[4]
La relación entre mujer y ciudad, tan cercana a la contradicción entre liberación personal y emancipación sociopolítica, es uno de los temas soterrados de la literatura urbana puertorriqueña. No es raro, entonces, que dos mujeres, desde distintos polos de gestión cultural, se dedicaran a tender lazos entre el ámbito urbano sanjuanero y el exterior. Concha Meléndez, catedrática del Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, fue tan influyente como Antonio Pedreira, aunque su figura de intelectual se haya estudiado menos, quedando pendiente de plena valoración y continuidad su obra fundadora de estudiosa de escritores representativos de las letras hispanoamericanas en ensayos críticos que por su peso abrieron conexiones entre la San Juan y Río Piedras y la ciudad letrada latinoamericana. Contraparte de Meléndez al margen de la academia fue Nilita Vientós Gastón, cuyos artículos publicados en la columna periodística “Índice Cultural” prescribían juicios tan disidentes como “correctos” desde el punto de vista de una inteligencia rectora convencida, tanto por temperamento como por afinidad con los valores del modernismo internacional, de que un pueblo se forma por “el valor orientador de sus minorías”. Desde el ambiente casero de la tertulia santurcina, que convocaba una red de colaboradores dispersa por el mundo de la sensibilidad, extiende sobre la cultura letrada una mirada influyente en el gusto y la orientación, construyendo una extraordinaria nómina de autores para sus revistas, como lo hiciera en el XIX Manuel Fernández Juncos, sin dejar de tomarle el pulso a las instituciones culturales, al tiempo que aboga, denuncia y patalea en defensa de una ciudad respetuosa de la locura iluminadora de sus artistas e intelectuales.
[1]. La
ciudad-capital empezaba ya a ser la gran ciudad... que siempre han visualizado
los artistas y pensadores de todos los pueblos como la gran sede de la
espiritualidad nacional, donde están los monumentos históricos, los organismos
del Estado, la Secretaría de Bellas Artes, la Catedral, la Universidad, el
Ateneo, los mejores teatros, los más pródigos mecenatos. A pesar de su ceño
español de plaza artillada, de sus castillos medievales, de sus decanatos
mercantiles todavía en manos de los españoles, de su poderosa sociedad
española, aún usufructuaria de las prerrogativas de la corona y de los últimos
residuos americanos de la economía mercantilista, San Juan Bautista de Puerto
Rico era la puerta abierta a todos los espíritus selectos y laboriosos que se habían
rebelado contra la tutela de los patriarcas o contra la aritmética de los
nuevos ricos. Jíbaros letrados nacidos en Barranquitas, en Bayamón, en Arecibo,
en Aguadilla, en Mayagüez, en San Germán, en Ponce, en Guayama, en Humacao, en
Fajardo, en Vieques, habían penetrado por la brecha para apoderarse del dominio
de la antigua capitanía general. San Juan Bautista empezó a constituirse en lo
que, sin duda, es hoy el punto de reunión de la nacionalidad puertorriqueña.
Además, era el gran puerto abierto a la cultura española, a la exportación
española, norteamericana y europea, al tránsito poético hispanoamericano.
(Emilio S. Belaval, 1972: 9-10)
[2]. Nemesio
Canales. “El encantamiento de San Juan”. (1974):110-111.
[3]. Burgos, Julia
de. “Desde el puente de Martín Peña”. (1961):88.
[4]. Lair, Clara.
“Angustia”. (1956): 21.
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