En la
última década del siglo 19, se regionaliza la vida política y cultural del país
en su dimensión antillana. Desde Cuba, donde vivió exiliada, escribe Lola Rodríguez
de Tió, a quien Rubén Daríollamó “hija de las islas”, sus versos más celebres,
si exceptuamos la letra del himno nacional. [1] Por otra parte, tras la invasión de las
tropas estadounidenses en 1898, se consolidan los lazos de intercambio
comercial y cultural con el Norte y la inevitable resistencia del pueblo
invadido, centrada tanto en la ininterrumpida fábrica de la cultura popular
como en la gestualidad de los sectores letrados, promotores de un
iberoamericanismo cultural evidente en los discursos grlorificadores de una
“raza” latina abocada a la extinción o a prevalecer ante la pujanza
avasalladora del nuevo imperio anglosajón.
El ojo del
viajero se manifestó, en la crítica coyuntura de entre siglos, en abundantes
testimonios sobre la ciudad. Uno de los más pintorescos, ubicable como el de
López de Haro, en los registros de la maledicencia literaria, es el del
periodista José Olivares, redactor de un monumental panorama en dos volúmenes Our
Islands and Their People:
La
tendencia del discurso de Olivares se manifiesta en una fábula alimentada por
la propaganda de guerra, que el autor intercaló en sus impresiones, afirmando
que se la había narrado un residente de la capital. Es el breve relato de la
desgraciada hija de un noble español, a quien su padre castiga encerrándola en
un calabozo cuando la “princesa” se enamora del hijo del pirata Barba Negra. No
menos tachonado de imágenes mil y una nochescas, si bien más inteligente y
atento en su registro minucioso de la vida cotidiana y de las costumbres de las
mujeres de la burguesía, es el testimonio de Margherita Arlena Hamm.[3]
Tras los vistazos de los cronistas del Norte, a fines de la primera década del siglo 20, pasó una temporada en Puerto Rico un fabulador del Sur, José Santos Chocano, poeta peruano que rivalizó por su dramática proyección de bardo continental con la figura de Darío, al menos en la estima de sus contemporáneos. Su visita corresponde a su amistad con Llorens Torres y a las relaciones americanas de este último como editor de la Revista de las Antillas. Llorens le publicó al prolífico vate un libro dedicado a San Juan, donde curiosamente reaparece la imagen de la bella cautiva idealizada por el gringo Olivares:
Noble ciudad, que yaces encantada
firme con el vigor de una promesa
un castillo ante el mar cuida tu entrada
como un dragón guardián de una princesa.[4]
La ciudad
en compás de espera: para unos, pendiente del aldabonazo libertador de los
“caballeros de la raza”; para otros, de la entrada en una modernidad
tecnológica, establecida al amparo de derechos e instituciones calcados del
Norte; la ciudad de entre siglos, en fin, es el escenario de varias novelas
admirables por la precisión con que sitúan la realidad de la ciudad y sus
suburbios. Un Santurce parecido al que Tapia había descrito en La leyenda de
los veinte años es el escenario de Luz y sombra, publicada por la
líder feminista y polígrafa Ana Roqué. Aunque las novelas de Carmen Eulate
Sanjurjo se sitúan en ciudades españolas, comparten con las del modernismo
latinoamericano una ambientación citadina, amén de minuciosas descripciones de
la vida social y doméstica como escenario de tragedias modernas, donde la
fatalidad del carácter ocupa el lugar del destino. Afín, aunque más ambiciosa
en su inclusión del gran teatro de las clases sociales, es Vida nueva,
de J. Elías Levis, una historia invadida por los tópicos del determinismo en
voga y ambientada en los suburbios santurcinos, con escenas vivaces de las
barriadas y chalets de Santurce, el hipódromo y las tiendas del “casco” de San
Juan:
En la esquina de la calle, un caserón pintado de amarillo levantaba su espalda de cuartel sobre el laberinto de casas humildes. Un vocerío inarmónico, golpes, gritos, lloros, carcajadas, torbellino de cosas humanas, lanzaba por sus puertas la mole de madera. Era un hacinamiento de carne, apretado, oprimido allí, en aquellos cuartuchos a lo largo de los balcones. La ropa chorreando agua se balanceaba sobre los cordeles y el sol hundía su luz hasta las camas. Alguna vez un acento de cólera dominaba el eterno murmullo; era la disputa, el grito, la frase como un rayo trotando hiriente, salvaje. De aquella atmósfera donde latía el vaho de la carne y el mal olor de los trapos brotaba de pronto un murmullo solemne, interrumpiendo el sonar de las guitarras, las locas carcajadas y el lloro de los chiquillos desnudos que corrían a lo largo de los balcones con el rostro manchado, lleno de pringue. Era el rezo, el último tributo al que se va, sorprendido por el cansancio de la vida.[5]
...
Toda la brillante exhibición tras los cristales le produjo un malestar
extraño. Los bellos abanicos, los chales, los perfumes, la enloquecedora riqueza,
los brillantes, los trajes, las ricas telas, los enormes sombreros cuajados de
flores y lazos; la fiebre a los elegantes abrigos en la última moda, toda la
incitante exhibición del Paris Bazar, Las Novedades, González
Padín y la Casa Géigel. A lo largo de la calle de San Francisco la
gente se agrupaba en las aceras. Una lluvia menuda de invierno reflejaba sobre
el empedrado los chorros de luz que brotaban de las tiendas, y los tranvías
eléctricos pasaban con los cristales salpicados por la lluvia, mientras la
lámpara de la cabezota iluminaba el agua fangosa que se hundía con estrépito en
las cloacas. [6]
Estas novelas conforman una literatura social y socialista, con el oído puesto en las realidades urbanas, que además encuentra un eco en la literatura de la metrópoli; baste mencionar una novela contemporánea de La gleba: The Jungle, de Upton Sinclair, aplastante denuncia de las condiciones de trabajo en los mataderos de Chicago. En este panorama internacionalista de las primeras décadas del siglo, cuando se plantea una relación nueva entre la ciudad, sus pobladores y el entorno, evocadora de una nueva economía del paisaje, cabe recordar al escritor cubano puertorriqueño Pablo de la Torriente Brau, nieto del historiador y sociólogo Salvador Brau, y al “transplantado” Alfredo Collado Martell, cuentista, periodista y poeta, hijo de padre puertorriqueño y madre dominicana.
[1].Cuba y Puerto
Rico son
De un pájaro las dos alas
Reciben flores y balas
Sobre el mismo corazón...
¡Qué mucho si en la ilusión
Sueña la musa de Lola
Con ferviente fantasía.
¡De esta tierra y la mía
Hacer una patria sola!
[2].Olivares
(1899): (257)
[3]. Hamm,
Margherita Arlina. (1899)
[4]. José Santos
Chocano. “La ciudad encantada”. En Franco Oppenheimer. (1972): 239.
[5]. J. Elías
Levis. (1910): 155
[6]. Ibid.: 172
No hay comentarios:
Publicar un comentario